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La democracia y el servicio público: los servicios colectivos. Frederick C. Mosher.

En los gobiernos estatales y locales, la sindicalización y la negociación colectiva no se habían desarrollado mucho sino hasta hace poco tiempo. En algunos de ellos, los empleados nunca ganaron la batalla por la seguridad en el cargo, contra el principio de "botín" político. En otros, el servicio civil llegó a estar tan fuertemente atrincherado que impidió el desarrollo de sindicatos poderosos. En la mayoría, los sindicatos se de­salentaron ante la actitud esencialmente conservadora de las legislatu­ras estatales, los consejos urbanos, las juntas de condado y las juntas de educación. Sin embargo, los sindicatos sí se desarrollaron en ciertas partes del gobierno federal, y tuvieron una influencia creciente sobre las políticas de empleo federales. Poco después de aprobada la ley Pendle­ton, los sindicatos de correos cumplieron una importante función en la aprobación de la ley de la jornada laboral de ocho horas para empleados federales, de 1888,1 y después, de la Ley Lloyd-LaFollette, de 1912, que durante 65 años siguió siendo la ley más importante —en realidad, casi la única— que afirmaba y protegía los derechos de los sindicatos fede­rales. Éstos, a los que después se unió un sindicato de servicios generales —la Federación Nacional de Empleados Federales (NFFE)—** influyeron en la aprobación de la Ley de Retiro de 1920 y en la Ley de Clasificación de 1923.

Más adelante, la influencia sindical parece no haber crecido, salvo en ciertos enclaves del servicio federal. Los sindicatos de ese nivel apoyaron buen número de medidas destinadas a fortalecer el sistema de mé­ritos y a beneficiar a los servidores civiles (como la Ley Welch de 1928, la Ley de Administradores de Correos de 1938, las revisiones a la Ley del Retiro, y diversas leyes sobre prestaciones marginales y pagos). Dichos sindicatos también han combatido esfuerzos tendientes a dañar al servicio civil. Sus objetivos fueron fundamentalmente los mismos que los del servicio civil: los sindicatos compartían, con ese servicio, el enemigo común del patronazgo de los partidos. El servicio civil dio una garantía de seguridad en el cargo y un sistema ordenado y predecible de decisiones sobre el personal. Por consiguiente, los sindicatos del gobierno trabajaron dentro del sistema de servicio civil, dieron su apoyo a su extensión y trataron de elevar al máximo su influencia en las orga­nizaciones de servicio civil. Pocas de ellas fueron radicales en algún sentido.

En algunas organizaciones, los sindicatos llegaron a tener gran peso en las prácticas de empleo. Entre ellas, la mayor fue la Oficina de Correos (desde 1970, el Servicio Postal de los Estados Unidos), con su enorme fuerza laboral, tan dispersa y políticamente influyente, que en su ma­yoría está sindicalizada desde hace tiempo. En segundo lugar, vinie­ron los establecimientos industriales militares y otras pocas dependen­cias, en que han estado activos los sindicatos de oficios del sector pri­vado. En tercer lugar, unas cuantas dependencias federales en que la administración había favorecido deliberadamente la sindicalización y la negociación colectiva. Entre ellas sobresalió la Autoridad del Valle de Tennessee (TVA).

Sin embargo, para la mayoría de los empleados federales, fuera del Departamento de la Oficina de Correos, la organización de los emplea-dos era débil, si no totalmente desconocida. El grupo de tarea del presi­dente Kennedy, que analizaremos más adelante, informó en 1962 que un tercio de todos los empleados federales pertenecía a organizaciones laborales, proporción casi exactamente igual, por entonces, a la de los empleados no agrícolas del sector privado. Unas tres quintas partes de los miembros de los sindicatos federales eran trabajadores de correos, y más de la mitad de los restantes eran obreros. Era evidente que los sindicatos sólo habían logrado hacer pequeños avances entre el cuerpo principal de los empleados federales de oficinas, fuera de la Oficina de Correos: cerca del orden de 15 por ciento.

Este nivel aparentemente bajo de sindicalización en el gobierno federal es ilusorio. En general, los empleados de oficina tampoco estaban sin­dicalizados en el sector privado. Las organizaciones de empleados no han prosperado en las industrias de servicios, y gran parte del gobierno se orienta hacia los servicios. En términos generales, hasta nos atreve­ríamos a sugerir que entre grupos comparables de trabajadores (obreros, empleados, profesionales y administrativos), la sindicalización de los empleados federales no era menos común que en las organizaciones privadas. Pero los sindicatos del gobierno carecían de las garantías co­lectivas de negociación de la Ley Wagner; en su mayor parte se oponían al uso del arma definitiva: la huelga; pocos de ellos podían asegurar a sus miembros potenciales que tuviesen una influencia eficaz sobre las cuestiones básicas de las relaciones laborales: salarios y horas de trabajo.

Si la sindicalización en el gobierno federal era equivalente a la del sector privado, no lo era, en cambio, la aceptación de la negociación colectiva. La señora B. V. H. Schneider no atribuyó esto a ninguna teoría de la soberanía, ni a ninguna otra peculiaridad del empleo público, sino a un simple hecho de conducta: "En ningún momento ha creído un número suficiente de servidores civiles federales que los derechos de negociación fueran deseables o necesarios, ni estuvieron preparados para presionar en favor de tales derechos".2 Esta afirmación sin duda es cierta, pero no explica por qué. Me arriesgaré a decir, como una razón, que el grueso de los empleados federales eran profesionales u oficinis­tas, y estas categorías en ningún lugar se han mostrado activas en la negociación colectiva. Una segunda razón es que las filas intermedias e inferiores del servicio federal en general lo han hecho bastante bien con sus salarios, horas de trabajo y beneficios laterales, sin necesidad de una organización laboral. Por razones políticas, y tal vez en parte como derivación de la actividad de los sindicatos postales, el personal de los niveles inferiores del servicio federal se ha encontrado durante muchos años en una posición favorable en comparación con otros empleados. Su paga ha sido relativamente alta, sus horas razonablemente pocas, sus vacaciones relativamente generosas, y seguros sus puestos. En tales circunstancias, es casi seguro que los incentivos para la sindicalización y la negociación colectiva serían mínimos. El personal que se encontraba en relativa desventaja en el empleo federal (y en muchos trabajos estatales y locales) fue el de los puestos profesionales de mediano y alto nivel, los científicos y administradores, principalmente por la bien co­nocida compresión de las tasas salariales.

Una tercera razón se encuentra en la vinculación —en la mente del público y de potenciales miembros de los sindicatos— de la organiza­ción laboral con sus armas más extremas, particularmente la huelga, aunada al temor y la desaprobación generales de su uso contra activida­des públicas "vitales".3

En todo caso, hasta los decenios de 1950 y 1960 hubo una presencia laboral relativamente apacible en la mayor parte del gobierno, en que

con esporádicas excepciones— se hicieron demandas modestas y de poco ruido público. Los sistemas eficientes de negociación colectiva

en los que ambas partes tenían suficiente capacidad para influir sobre las decisiones— eran pocos y espaciados.

 

LA EXPLOSIÓN LABORAL DE LOS DECENIOS DE 1960 Y 1970

 

Ante un trasfondo tan soñoliento, el reciente desarrollo de la organiza­ción laboral y la negociación colectiva en el gobierno, fue súbito e ines­perado. Probablemente lo estimuló en parte el rápido crecimiento del empleo estatal y local, en parte la creciente disposición del personal subprofesional y profesional a organizarse y esforzarse por mejorar su suerte. Pero también ha estado en ello la fundamental anomalía de que los gobiernos apoyaran y hasta exigieran ciertas prácticas en el sector privado, prácticas que en cambio negaron o combatieron entre sus pro­pios empleados. En palabras de la Asociación de la Barra Norteameri­cana, en 1955:

 

Un gobierno que impone a los patronos privados ciertas obligaciones para tratar con sus empleados no puede negarse de buena fe a tratar con sus propios servidores sobre una base razonablemente similar, modificada, des-de luego, para satisfacer las exigencias del servicio público.4

Los cambios comenzaron, como tan a menudo había ocurrido en el pasado en los movimientos de reforma pública, en el nivel municipal. Varias de las grandes ciudades negociaron, una tras otra, acuerdos con sindicatos de diferentes tipos y problemas durante la década de 1950 y comienzos de la de 1960: Filadelfia, Cincinnati, Hartford, Detroit, Nueva York y muchas otras. En 1959, Wisconsin, por ley estatal, lanzó su hoy célebre programa que autorizaba y prescribía los métodos de negocia­ción colectiva en las ciudades (aunque, por entonces, no en el propio gobierno del estado) y establecía que una dependencia estatal —la Junta de Relaciones de Empleo de Wisconsin— supervisaría sus operaciones. Este sistema fue el enfoque más cercano en toda la nación al de personal público establecido por la Ley Nacional de Relaciones Laborales para los empleados privados.

El gobierno federal se alineó poco después. De hecho, el Congreso tomaba en consideración, casi en cada sesión desde 1948, uno o más proyectos de ley que habrían reconocido las organizaciones de emplea-dos federales. En su mayor parte garantizaban el reconocimiento de los sindicatos y la negociación colectiva, con castigos relativamente severos a los funcionarios administrativos que violaran esos derechos. Pero, por falta de apoyo del gobierno, estas propuestas de ley no avanzaron.

El senador John F. Kennedy apoyó enérgicamente estos proyectos de ley y dio testimonio en su favor. Pero poco después de subir a la presi­dencia en 1961, intervino para quitar autoridad a las relaciones entre trabajadores y empresa en la rama ejecutiva y socavó la iniciativa del Congreso. Su intervención acallaría al Congreso, en este campo, durante más de quince años. El primer paso de Kennedy consistió en establecer un grupo de tarea para que estudiara e hiciera recomendaciones sobre las relaciones entre la administración y los trabajadores en el servicio fe­deral. En el memorándum que creó el grupo de tarea, el presidente dejó claro que en su opinión los empleados federales tenían derecho de orga­nizarse y de negociar; y con sus designaciones de miembros del grupo de tarea, incluyendo en particular, como presidente, al por entonces Secretario de Trabajo, Arthur J. Goldberg —durante largo tiempo asesor del cto y del Sindicato de Trabajadores del Acero—, Kennedy aclaró que esperaba un enfoque fundamentalmente similar al de la industria pri­vada. El informe del grupo de tarea, emitido el 30 de noviembre de 1961,5 contenía un apoyo tan entusiasta como podía esperarse al derecho de los empleados federales a organizarse y, por medio de las organizacio­nes, negociar con sus patrones, junto con toda una gama de recomenda­ciones sobre cómo se debía ejercer este derecho. La mayor parte de sus recomendaciones quedarían encarnadas seis semanas después en las Órdenes Ejecutivas del Presidente Kennedy 10987 y 10988, del 17 de enero de 1962. Las órdenes de Kennedy produjeron un sistema altamen­te descentralizado para el reconocimiento de los sindicatos y la negocia­ción en los departamentos y las dependencias de gobierno, bajo la guía muy general de la Comisión del Servicio Civil y del Departamento del Trabajo. En casi todos los aspectos, estas órdenes sólo eran pálidos re­flejos de la que había sido la práctica habitual y requerida en la industria privada; el alcance de la negociación, es decir, lo que era negociable; la seguridad sindical; las facultades de los sindicatos; los derechos de la administración; la ausencia de una dependencia supervisora y de ape­lación que en algún sentido fuese comparable con la Junta Nacional de Relaciones Laborales (NLRB). De hecho, las órdenes de Kennedy no con-tenían cláusulas que no se practicaran ya en una o más dependencias del establecimiento federal.

No obstante, estas órdenes probablemente constituyeron el aconteci­miento más importante de la historia de las relaciones laborales en los gobiernos de los Estados Unidos. Establecieron la legitimidad general de la sindicalización de los empleados públicos y de la negociación colectiva entre dichos empleados y la administración pública, aun cuan-do durante años se hubieran evitado cuidadosamente los términos "ne­gociación colectiva" y hasta "sindicatos" en todas las declaraciones fe­derales. Los términos preferidos eran "cooperación entre empleados y administración" y "organizaciones de empleados". Impulsaron un enor­me desarrollo en la sindicalización de los empleados federales, que continuó durante la década de 1970; una expansión del poder político de los sindicatos gubernamentales y de sus líderes; un aumento de la influencia de los empleados sobre las políticas y acciones del empleo en dependencias individuales; y una creciente amenaza a los principios y prácticas tanto del servicio civil como de otros tipos de administración por méritos personales.

Después de Kennedy, cada presidente, por lo menos hasta fines del decenio de 1970, emprendió o trató de emprender alguna acción respec­to a la negociación colectiva en el gobierno federal, y la mayor parte de cambios tendió a aumentar la voz e influencia de los trabajadores organizados. Lyndon Johnson designó en 1967 un Comité de Revisión del Presidente a las Relaciones Federales entre Trabajadores y Adminis­tración, encabezado por el entonces Secretario de Trabajo, W. Wilard Wirtz. Las propuestas de ese comité, tal vez las más trascendentales antes de 1978, encontraron la vigorosa oposición del Secretario de De­fensa, Clark Clifford, principalmente porque el Panel Federal de Rela­ciones Laborales propuesto por el informe quedaría autorizado a tomar decisiones finales, obligatorias en su propio departamento. El informe fue publicado a comienzos de 1969, como borrador del informe anual del Departamento de Trabajo pero, por falta de consenso, nunca llegó al escritorio del presidente. Richard Nixon, poco después de tomar posesión, nombró a un Comi­té de Estudio que hiciera recomendaciones en este ámbito. Muchas de las recomendaciones del informe de este grupo, que fueron transmitidas en agosto de 1969, fueron similares a las del grupo de Wirtz, aunque claramente más conservadoras y adversas a los trabajadores. En gran parte fueron incorporadas a la Orden Ejecutiva 11491 de Nixon, del 29 de octubre de 1969, que sobreseyó la orden 10988 de Kennedy. La acción de Nixon establecía mayor centralización de la negociación colectiva, cuya necesidad virtualmente todos aceptaban y creaba una supervisión general y un cuerpo de política, el Consejo Federal de Relaciones Labo­rales (FLRC), formado por altos funcionarios federales.6 Entre muchos otros cambios, la orden de Nixon fijaba sólo una forma de reconocimien­to —exclusivo— para los sindicatos, y esto sólo podría lograrse median-te un voto mayoritario en una elección secreta. Al FLRC se le dieron facultades para tomar decisiones obligatorias de arbitraje. La orden "de Kennedy sólo había decretado una mediación para resolver disputas. La de Nixon también creó un Panel Federal de Impasse de Servicios, dentro de la FLRC, dándole facultades para emitir reglas de arbitraje obligatorias, aunque sujetas a apelación ante la FLRC. La orden de 1969 también confirió autoridad al Subsecretario del Trabajo de Relaciones de Administración Laboral, para resolver los desacuerdos por dere­chos de representación, la composición de las unidades negociadoras, la supervisión de elecciones de representación, reglas sobre supuestas prácticas injustas de trabajo y otras cuestiones.

Aunque la Orden Ejecutiva 11491 constituía un avance considera­ble de los trabajadores organizados, pronto fue criticada por los sindica-tos, así como por otros grupos, incluyendo la Asociación de la Barra Estadunidense. Los trabajadores estaban insatisfechos por la ausencia de oportunidades de revisión judicial (porque la orden ejecutiva no era un estatuto) y las limitaciones en las esferas de negociación, severas restricciones a las huelgas, prohibición a las empresas de contratar sólo personal sindicado, y, tal vez, ante todo, la relación de la FLRC con el presidente. Los líderes laborales creían que el FLRC no podría adminis­trar un programa imparcial porque había sido creado y nombrado por el presidente, a quien informaba y ante quien era responsable. Pocos años después, el FLRC efectuó una revisión profunda de las operaciones del programa de relaciones laborales, que dio por resultado la Orden Ejecutiva 11838, emitida el 6 de febrero de 1975 por Ford. Esta orden aclaraba y fortalecía el sistema establecido por la anterior, de Nixon, y ensanchaba el ámbito de los asuntos sobre los que se podía negociar. Sin embargo, no alteró el problema organizativo fundamental planteado por el FLRC como árbitro y decisor orientado hacia la administración.

Este problema fue una de las cuestiones centrales atacadas por los grupos de tarea de la reforma al servicio civil de Carter, descritas antes en el capítulo 4. Su Plan de Reorganización núm. 2 de 1978, y la Ley de Reforma del Servicio Civil que le siguió, no modificaron sustancialmen­te los derechos, procedimientos y prácticas desarrollados en las relacio­nes entre trabajadores y administración en los quince años anteriores. Pero el Plan de Reorganización y la ley sí modificaron fundamentalmen­te la estructura central de supervisión de esas cuestiones. Remplazaron al FLRC por una Autoridad Federal de Relaciones Laborales (FLRA) de tres miembros, que sería nombrada por el presidente, con la confirmación del Senado. Transfirieron a esta nueva organización las responsabilida­des del FLRC y también del Subsecretario de Trabajo de Relaciones entre Trabajadores y Administración. Crearon un Consejo General de la FLRA, que investigaría y, cuando fuera necesario, perseguiría las prácticas de trabajo, supuestamente injustas ante la FLRA. Y autorizaron la revisión judicial de las decisiones de la FLRA en la mayoría de los casos.

Los dirigentes laborales no obtuvieron todo lo que deseaban, lo que incluía la anulación de la Ley Hatch y la contratación exclusiva de per­sonal sindicado. Pero lo hicieron bastante bien. Además, se aclaró la ambigua misión de la antigua Comisión del Servicio Civil. En cuanto a la Oficina de Administración de Personal (OPM), quedó definitivamente como directora y coordinadora de las políticas administrativas para con los trabajadores organizados; quedó convertida inequívocamente en brazo de la administración en cuestión de relaciones laborales.

Este esporádico pero sólido aumento de la influencia sindical fue acompañado por un continuo aumento del número de miembros de los sindicatos federales, que casi se duplicó entre 1960 y 1980. En este último año, casi tres quintas partes de todos los empleados civiles federales eran miembros de sindicatos o de asociaciones similares de empleados, y casi nueve décimas de sus miembros estaban protegidos por acuerdos de negociación colectiva. Estas cifras no incluyen a cerca de 600 000 em­pleados del Servicio Postal de los Estados Unidos, casi todos los cuales están sindicalizados. Cuando se creó el Servicio Postal en 1970, para remplazar al Departamento de la Oficina de Correos, los empleados de correos fueron separados de la cobertura federal regular y colocados dentro de la jurisdicción de la Ley Nacional de Relaciones Laborales.

Muy probablemente, una consecuencia importante de la decisión fe­deral de reconocer y favorecer a los sindicatos y la negociación colectiva fue el ímpetu que dio a los movimientos ya iniciados en los gobiernos estatales y locales, particularmente en estos últimos. Desde la segunda Guerra Mundial, éstos han crecido a un ritmo más rápido que cualquier otro sector del país, aunque hoy su tasa de crecimiento se está nivelando. Con el gobierno federal, los gobiernos estatales y locales también han sido el grupo de más rápido crecimiento en la proporción de empleados que son miembros de sindicatos y de asociaciones de empleados, la mayor parte de las cuales se comporta como sindicatos. La proporción de empleados locales y estatales sindicados fue calculada recientemente en 35.5%.7 El rápido crecimiento del sindicalismo del sector público ha acompañado la estabilidad o la relativa reducción del número de miem­bros en el sector privado. Un estudio reciente reveló que entre 1968 y 1976, las organizaciones que negociaban en las industrias manufactureras habían perdido 755 000 miembros, mientras que las de otras partes del sector privado habían ganado 781 000 afiliaciones y los miembros del sector público habían aumentado en dos millones.8 Durante muchos años, la unión de más rápido crecimiento del país ha sido la Federa­ción Estadounidense de Empleados Estatales, de Condados Municipales (ADSCME). La sigue de cerca la Federación Estadounidense de Empleados Gubernamentales (AFGE, sobre todo federales). Ambas están afiliadas a la AFL-CIO, así como la Federación Estadounidense de Maestros. La Aso­ciación Nacional Educativa, que como otras muchas asociaciones pro­fesionales se ha convertido de facto en un sindicato, cuenta hoy con casi dos millones de miembros. Entre estas cuatro organizaciones suman casi cuatro millones de miembros, todos los cuales son virtualmente empleados del gobierno.

A la hora en que se escriben estas líneas, la mayor parte de los estados, particularmente en las zonas industriales, ha ido bastante más allá del gobierno federal al favorecer y extender los límites de la negociación colectiva, especialmente para sus gobiernos locales. Unos cuantos, sobre todo en el sur, la prohíben o limitan severamente. Y sin embargo, en años recientes las organizaciones laborales de más rápido crecimiento, más expresivas y a menudo más militantes han estado en el sector público. Es cuando menos interesante, cualquiera que sea nuestra opinión al respecto, que aunque el tamaño, importancia e influencia política del movimiento laboral en este país al parecer hayan declinado en los dos últimos decenios, los sindicatos del servicio público hayan aumentado en todas estas dimensiones. El número de miembros de los sindicatos del sector privado, después de aprobada la Ley Nacional de Relaciones Laborales de 1935, creció de 6.7% de la fuerza laboral a un máximo de 25.5% en 1953. Desde entonces, aunque su número se haya mantenido constante, su proporción en la fuerza de trabajo se ha reducido conti­nuamente hasta 16.2% en 1978. Mientras tanto, desde finales de la déca­da de 1950, el número de miembros de sindicatos de secciones y asocia­ciones del sector público ha estado en continuo aumento, hasta llegar en 1978 a una proporción del total de la fuerza laboral de 5.8% —cerca de un tercio de todos los empleados del sector público.9 Con el aumento de sus miembros se ha intensificado la militancia de los sindicatos de empleados públicos. Han desafiado ciertas leyes, han participado en huelgas, "plantones" y paros de trabajo. Y en su mayor parte, no fueron castigados por esas actividades ilegales, hasta que Reagan penalizó a los controladores de tráfico aéreo en el verano de 1981.

 

¿EN QUÉ RADICA LA DIFERENCIA DEL SERVICIO PÚBLICO?

 

En la esfera social, la teoría y los principios necesitan con frecuencia mucho tiempo para alcanzar a la práctica y al "sentido común". Los académicos y el resto de nosotros hemos aceptado desde hace tiempo la idea de que el empleo público es diferente del privado, que las normas aprobadas para la esfera industrial no pueden aplicarse a los servidores civiles. El argumento se apoyaba generalmente en buen número de ra­zones, sobre todo en la idea de soberanía. La creciente mezcla entre lo público y lo privado en la empresa social por medio de una vasta gama de mecanismos dificulta el trazado de fronteras, así como las aspiracio­nes de los trabajadores dificultan la diferenciación de los derechos y las expectativas de quienes trabajan en un empleo público o privado. La rapidez y disparidad actuales del cambio vuelven riesgosas las predic­ciones y dudosas las observaciones. Los párrafos que siguen no intentan un análisis teórico de la soberanía y los derechos del trabajador; más bien, tratan de elucidar, en el ámbito gubernamental los problemas prác­ticos de la organización del trabajo y la negociación colectiva que hoy son tan prominentes y que en el futuro exigirán resolución. Una cosa es clara: los sistemas del servicio civil y la negociación colectiva son dife­rentes. Surgen de diversas ideologías, abrazan distintos objetivos y va-lores, siguen diferentes procedimientos. ¿Cómo conciliarlos?

Una primera categoría de problemas se centra en la pregunta: ¿Qué es negociable? La Ley Nacional de Relaciones Laborales prescribe para el sec­tor privado negociar de buena fe "salarios, horas y otros términos y con­diciones de empleo", estipulación general que ha sido interpretada para cubrir toda una gran parte del frente laboral. En casi todos los niveles de gobierno de los Estados Unidos, las horas, casi todos los salarios y algu­nas otras condiciones son determinadas por un cuerpo legislativo y no por la administración. Hay una duda legal sobre qué parte de estas prerrogativas puede delegar una legislatura (aunque la práctica difiere entre distintas jurisdicciones y entre diferentes tipos de empleados en una misma jurisdicción). En el gobierno nacional, las escalas de sueldo para la mayoría de los empleados son establecidas por ley o por el presidente, sujeto a posible desaprobación del Congreso.10 Lo mismo puede decirse de casi todas las grandes jurisdicciones. Esto significa que a menos que las organizaciones de empleados negocien directamente con las legislaturas, sus negociaciones con la administración sobre nive­les de sueldo podrán ser, si acaso, recomendaciones; pues el poder de tomar decisiones obligatorias se encuentra en otra parte. La administra­ción no puede hacer compromisos en esta esfera, que constituye la cues­tión central de la mayor parte de la actividad laboral en el sector privado. Desde un punto de vista teórico e indirecto, los sindicatos podrían afectar selectivamente los salarios por medio de negociaciones sobre la clasificación de puestos. Pero si hay un elemento sacrosanto en la admi­nistración del personal público, es la integridad del plan de clasificación, objetivo y libre de presiones. ¿Se puede hacer negociable la clasifica­ción, sin arrancar las raíces del propio servicio civil?

En realidad, a menudo se legislan otras condiciones de empleo, a veces con detalles tan precisos que dejan poco o ningún poder discre­cional a los administradores: normas de nombramientos y ascensos, horas de trabajo, vacaciones y permisos, retiro, reducciones de la fuerza de trabajo; prestaciones; también es significativo que casi todas las cau­sas buscadas por los empleados cuesten dinero. Casi en todas partes en la vida gubernamental estadunidense, el poder de asignación de re-cursos reside en cuerpos legislativos: concejos de ciudades, juntas escolares, juntas de condado de supervisores, legislaturas estatales o el Congreso.11

Además de los problemas legislativos, hay presiones del lado admi­nistrativo que limitan el margen de negociación con los empleados. Algunas no muy distintas de las ejercidas sobre los rudos individualis­tas del sector privado hace cinco décadas, tienen que ver con los poderes y responsabilidades de la administración, su responsabilidad con la gente, su ejercicio de la soberanía. Otras se deben a la ideología y los procedimientos del servicio civil. En la medida en que están detallados en sus estatutos, no hay mucho que la fuerza de trabajo pueda hacer, aparte de aceptarlas o de acudir a la legislatura en busca de cambios a la ley. Como dijo un administrador urbano: "Tal vez la más importante [de las diferencias entre el empleo público y el privado] es que los adminis­tradores públicos no tienen la misma libertad de acción de que gozan sus equivalentes en el sector privado. Su autoridad les fue conferida por derecho público, y por la definición de ese derecho es limitada y no se puede delegar ni ceder por contrato".12

Las órdenes originales de Kennedy habían especificado una vas-ta gama de derechos para la administración no negociables en for­ma colectiva. Estas se repitieron en la orden de Nixon de 1979 y des­pués en la Ley de Reforma de Servicio Civil de Carter, de 1978, con algunos cambios de redacción, pero fundamentalmente con la misma sustancia. Según la legislación de Carter, los funcionarios de la adminis­tración están autorizados "a determinar la misión, el presupuesto, la organización, el número de empleados y las prácticas de seguridad interna de la dependencia [...] a contratar, asignar, dirigir, despedir y conservar empleados [...] o a suspender, cambiar, reducir de categoría o paga, o emprender otras medidas disciplinarias [...] a asignar trabajo [...] [y] a hacer selecciones para nombramientos" de las debidas listas para ascensos, o de otras fuentes apropiadas.13 Pero a la ley se añadió una sección que autorizaba a las dependencias a negociar, a discreción, "sobre el número, tipos y grados de empleados, o puestos asignados a cualquier subdivisión de organizaciones, proyecto de trabajo o gira de trabajo, o sobre la tecnología, métodos y medios de efectuar el trabajo [...]".14

Sin embargo, debe observarse que frecuentemente se reservan consi­derables derechos a la administración en la industria privada, y que las dependencias federales, en particular, pueden permitir —y lo han hecho— que algunos o muchos de estos temas queden cubiertos por acuer­dos de negociación colectiva. La experiencia ha mostrado que, aun con estas limitaciones, hay una impresionante fila de temas que son nego­ciables.

Es claro que el empuje de las organizaciones de empleados públicos, al hacerse más fuertes, conducirá a ejercer mayor influencia sobre acti­vidades de personal hasta hoy consideradas no negociables y retenidas dentro de las prerrogativas unilaterales de las comisiones de servicio civil y otras dependencias del personal público. De hecho, este movi­miento ha comenzado ya en algunos lugares y en ciertos tipos de activi­dades de personal, que incluyen nombramientos, clasificación de pues-tos, establecimiento de requerimientos de examen y especificaciones de clase, y ascensos. Pero si estas cuestiones, junto con otras del dominio legislativo, siguen "fuera de los límites" de los representantes laborales, no es probable que lo que quede dentro de su dominio los satisfaga durante mucho tiempo, ni a ellos ni a los miembros de su sindicato. Los procedimientos para exponer quejas, las condiciones de trabajo no es­pecificadas por ley y el tradicional sistema de méritos constituyen ya un llamado a la puerta; y la puerta a una eficiente negociación colectiva en casi todas las dependencias públicas va abriéndose gradualmente.

Al comparar la actividad sindical en el servicio público con la del privado, aparece una segunda categoría de problemas que trata de las herramientas o armas que pueden emplear las organizaciones de trabaja-dores. También aquí existen vitales diferencias históricas e ideológicas, pero muchas de ellas hoy se ven atacadas por los sindicatos. La organi­zación del trabajo y la negociación colectiva fueron vistas con malos ojos por el gobierno durante la mayor parte de nuestra historia, y aún están prohibidas en algunas jurisdicciones. La huelga, arma fundamental de la mayoría de los sindicatos fuera del gobierno, aún está prohibida en el gobierno nacional y en gran número de estados. Y también los piquetes de huelga. El arbitraje obligatorio de disputas no resueltas no es legal en algunos lugares. La contratación exclusiva de personal sindicado no está permitida en la mayoría de las jurisdicciones; probablemente se trate de una de las armas potenciales de la fuerza de trabajo más difíciles de armonizar con el principio de trato igual, que durante tanto tiempo ha sido lema central de los sistemas de méritos estadunidense.

En el gobierno federal, las organizaciones de empleados han conquis­tado el derecho de negociar, de llegar a acuerdos escritos con la admi­nistración, de representar empleados en caso de quejas y de que las cuotas del sindicato se descuenten del pago de nómina. Pero carecen de algunas de las armas legales necesarias para respaldar sus demandas, de las que, en cambio, disponen organizaciones similares en el empleo privado. En algunas jurisdicciones locales y entre cierto tipo de emplea-dos, se ha utilizado el arma última, la huelga, legalmente o no, y sin severos castigos. De hecho, las huelgas entre empleados locales han aumentado mucho. Las del sector público pasaron de 15 en 1958 a 481 en 1978; en su gran mayoría, se efectuaron en distritos escolares y en ciudades.15 La prohibición federal de huelgas se ha desafiado ocasional-mente; pero, en conjunto, no parece verse ante una seria amenaza, ni siquiera por parte de los dirigentes laborales más enérgicos. De hecho, muchos parecen considerarla como una válvula de seguridad necesaria en el caso de huelgas particularmente dañinas en el sector privado, que el gobierno federal podría terminar mediante el proceso de nacionaliza­ción de toda una industria.

Pero el trabajador en la esfera pública tiene armas políticas de las que generalmente no dispone el sector privado. Puede llevar y lleva sus problemas a las legislaturas y los comités legislativos. En el gobierno federal y en los grandes estados industriales puede esperar, habitual-mente, una consideración favorable de sus opiniones, y mediante su afiliación a organizaciones más grandes del movimiento laboral, puede ejercer significativa fuerza política. Una razón importante de que las huelgas en el escenario local hayan aumentado tanto, es que los cuer­pos legislativos locales han sido predominantemente conservadores en la mayoría de las jurisdicciones. En el nivel nacional y en los estados industrializados, las legislaturas son por lo menos tan favorables a las organizaciones laborales como la rama ejecutiva, y en general, más aún.

En suma, los poderes y las armas de los sindicatos del sector público son diferentes de los del privado. Son básicamente políticos; no econó­micos. En el nivel local, la ausencia de respuesta legislativa ha obligado en muchos lugares a las organizaciones a utilizar las armas de los sindi­catos del sector privado. Pero aún ahí, la principal arma —la huelgaes esencialmente política. No necesitamos juzgar si las organizaciones sindicales han sido más o menos eficaces en el servicio público que en otras partes, o si los empleados han sido mejor tratados en el gobierno que fuera de él; pero, sin duda, sus instrumentos para buscar mejoría son diferentes, y parece razonable esperar que continúen siéndolo.

Al comparar la negociación colectiva en los sectores público y priva-do, la tercera pregunta es, ¿quién negocia para quién? Del lado de los empleados, la situación en el gobierno no es distinta de la que reinaba en el sector privado hace cuarenta años. Hay muchos y diferentes tipos de organizaciones actuando, basadas en distintos principios, con distin­tas aspiraciones, y a menudo se encuentran en guerra entre sí. Incluyen los sindicatos afiliados al movimiento laboral; sindicatos no afiliados; sindicatos de artesanos, habitualmente comparables y afiliados a los mismos oficios en el sector privado; sindicatos de tipo industrial (como la Federación Estadunidense de Empleados Gubernamentales y la Fe­deración Estadunidense de Empleados Estatales, de Condados y Mu­nicipales); asociaciones de empleados federales (con frecuencia compa­radas por los sindicalistas con los sindicatos de compañías del sector privado), y asociaciones profesionales. En general, los gobiernos pare­cen estar avanzando hacia el principio del reconocimiento exclusivo, establecido ya de tiempo atrás en el sector privado. Pero subsisten incer­tidumbres sobre la definición de la unidad negociadora, la resolución de situaciones en que ninguna organización cuenta con la mayoría, la inclusión de supervisores dentro de las organizaciones que estén nego­ciando, etc. Con pocas excepciones, las asociaciones de empleados —las más fuertes en algunos estados— han apoyado la maquinaria normal del servicio civil y trabajado con ella. Los sindicatos afiliados de tipo industrial han sido los más activos y han planteado la más grave ame­naza a las habituales prácticas del empleo público. Recientemente, aso­ciaciones y sindicatos de profesionales en muy diversos campos han luchado enconadamente por el derecho de representar los intereses de sus grupos. La sindicalización de profesionales es un fenómeno bastante reciente, tanto en el sector público como en el privado, y sus problemas parecen muy similares en ambos.

La pregunta de quién representará al trabajador no parece, pues, muy diferente en los sectores público y privado, salvo que el primero tiene varias décadas de retraso en relación con el segundo en la cristalización de sus problemas. Podríamos suponer que, en la mayor parte de las áreas por debajo del nivel profesional y de supervisión, los sindicatos afiliados adquirirán gradualmente la supremacía, como han hecho en su mayor parte en la industria privada. Entre los empleados profesio­nales y subprofesionales, cualquiera que sea el resultado de las actuales luchas entre sindicatos y asociaciones, es evidente que los primeros están empujando a las últimas hacia demandas y tácticas más enérgicas, lo que incluye las huelgas.

Una diferencia aún más difícil y decisiva toca la cuestión de quién representará al patrono —es decir, al gobierno— en las negociaciones entre trabajadores y administración. Como hemos visto aquí, el proble­ma brota, ante todo, de la separación de poderes entre el Ejecutivo y la legislatura. En segundo lugar, se complica por los diversos grados de identidad y autonomía de dependencias públicas individuales, respec­to del Ejecutivo y la legislatura. En tercer lugar, la función, poder y grado de autonomía de la organización del servicio civil son causa de ambi­güedad. Hasta la fecha, nuestra experiencia en todos los niveles indica que las organizaciones laborales, conforme adquieren identidad y reco­nocimiento, se ven poco influidas por los detalles de la teoría política y constitucional. Se aproximan a las fuentes de la autoridad real por cua­lesquiera recursos que prometan mejores resultados. Si las actuales ten­dencias hacia sindicatos del sector público más grandes e influyentes continúan, particularmente en los niveles inferiores del gobierno, po­dremos esperar demandas crecientes —y cada vez más directas— hechas a los cuerpos legislativos locales. Y en la medida en que las deman­das sean rechazadas, los sindicatos se dirigirán a las legislaturas estata­les en busca de garantías de derechos de negociación, normas mínimas y una maquinaria de mediación y apelación. Dentro de ciertos límites, los cuerpos legislativos pueden delegar —y en muchos casos lo han hecho— poderes de negociación a funcionarios administrativos y a de-pendencias especiales. Pero las posibilidades de apelar de vuelta a la legislatura difícilmente podrán negarse a cualquier organización que tenga poder político potencial.

 

LOS DILEMAS DEL SERVICIO CIVIL

 

El rápido crecimiento de las organizaciones laborales y profesionales está volviendo más confusa la función ya de por sí nebulosa de las dependencias del servicio civil. A lo largo de la historia, estas depen­dencias fueron protectoras del servicio civil contra las maquinaciones de los políticos; después, fueron defensoras de la eficiencia, así como de la seguridad en la administración del personal público. Los empleados públicos recurrían a ellas en ambas funciones, como sus principales representantes y defensoras de los intereses del empleado. La corriente hacia el reconocimiento legal de las organizaciones de empleados y de los derechos de negociación colectiva pone a esas dependencias ante graves problemas. ¿Son instrumentos apropiados de la administración con quienes las organizaciones laborales deben negociar (de no llegarse a una apelación legislativa)? ¿Son, propiamente dicho, representantes de los empleados en busca de beneficios, participación y atención a quejas? ¿Son, más propiamente, mediadoras que aportan un objetivo y una opinión desinteresada, y con poder para imponer o ejercer gran influencia sobre las decisiones finales? ¿O son defensoras de los tradi­cionales principios del sistema de méritos contra todos los que atacan esos principios?

Las incongruencias y conflictos entre estas funciones de dichas de-pendencias han impuesto, poco a poco, una diferenciación y separación de papeles y funciones, proceso que probablemente se extenderá. Esta es la lógica y el mérito básico de las reformas de Carter al servicio civil, en 1978. Los principios del sistema de méritos y las apelaciones contra violaciones del sistema serían decididas y defendidas por una depen­dencia autónoma: la Junta de Protección de los Sistemas de Mérito. La imparcialidad de las relaciones entre la fuerza de trabajo y la adminis­tración sería juzgada por una Autoridad Federal de Relaciones Labo­rales independiente. Ambas serían grupos colegiados, casi judiciales. La creación y aplicación de planes, reglas y normas que gobernaran las cuestiones del personal federal se centrarían en una oficina y tendría un solo jefe: el Director de la Oficina de Administración de Personal, quien actuaría como representante del presidente. También sería el repre­sentante principal del gobierno en sus tratos con empleados y sindicatos federales.

Parece muy probable que, conforme los empleados públicos se orga­nizan y vuelven más militantes, tendrán que poner a las organizaciones de servicio civil en el papel de árbitros para la administración, por mu­cha independencia e imparcialidad que se atribuyan. Pocas, en cual­quier nivel del gobierno, probablemente sean consideradas como equi­valentes de la NLRB. Las organizaciones laborales pueden resultar una fuerza más poderosa, para arrojar la administración del personal públi­co en brazos de la administración, de lo que jamás haya sido ese "movi­miento administrativo", ejemplificado por el Comité Brownlow. Un importante líder sindical de los empleados públicos formuló hace ya años esta idea: "El papel de la comisión de servicio civil no es visto por los trabajadores como el de un tercer partido imparcial; para casi todos ellos, la comisión representa al patrono" 16

La cuestión de las organizaciones analizada antes no es sino el reflejo de un dilema más profundo: las relaciones entre los principios y prácti­cas tradicionales del sistema de méritos y los de la negociación colectiva. ¿Podrán hacerse compatibles? Si los empleados públicos van a negociar la igualdad sobre las condiciones de su empleo, ¿autoriza esto a nego­ciar por definición sobre los principios mismos del mérito? Obviamente, los estudiosos y autores que hicieron surgir las diversas órdenes ejecutivas federales y la Ley de Reforma del Servicio Civil pensaron que ningu­no de los dos estaban en conflicto —aun cuando se opusieron continua-mente a las cláusulas de una seguridad sindical (por ejemplo, la contratación exclusiva de personal sindicado) como amenazas al sistema de méritos. También podrá notarse que, en contraste con muchas jurisdicciones estatales y locales, la negociación colectiva en el gobierno federal no se extiende a los niveles de paga, prestaciones y muchas otras cues­tiones consideradas como derechos de la administración. John W. Macy, hijo, presidente de la Comisión del Servicio Civil de los Estados Unidos durante los gobiernos de Kennedy y Johnson, escribió que el grupo de tarea de 1961, que puso todo en marcha, "se enfrentó a la cuestión básica

de la relación del sistema de méritos con la negociación colectiva. Deter­minó que podía haber una compatibilidad aceptable y que la negociación de acuerdos con los sindicatos que obtuvieran reconocimiento ex­clusivo, podría desarrollarse sin violar los principios básicos del sistema de méritos".17 Otros han sido menos optimistas, y uno hasta llegó a decir: "Destruir los sistemas de méritos [...] es un objetivo perfectamente lógico de los sindicatos [...]".18 De hecho, hay gran divergencia de opinión al respecto, entre las muchas personas que se han expresado. Proba­blemente la mayoría estaría de acuerdo en que si los sindicatos se adue­ñaran de todas las actividades a las que algunos de ellos aspiran, lo que

 

CUADRO 1

 

 

 

Tema

Negociación colectiva

Principios de mérito

Derechos administrativos

Mínima o ninguna; bilateralismo

Máximos o totales; unilateralismo

Participación y derechos de los empleados

Contratación exclusiva de personal sindicado o mantenimiento de los miembros

Reconocimiento exclusivo

Trato igual a cada empleado

 

 

Contratación abierta (si hay algún reconocimiento)

Reclutamiento y selección

Miembros del sindicato y/o licencia ocupacional

Entrada solamente al nivel inferior

Examen competitivo abierto Ingreso a cualquier nivel

Ascensos

Sobre la base de la antigüedad

Competitivos sobre la base de mérito (a menudo, incluyendo antigüedad)

Clasificación de puestos

Negociable como plan de clasificación; sujeta a procedimiento de quejas sobre la asignación

Intrínsecos al nivel de responsabilidades o deberes sobre la base del análisis objetivo

Sueldo

Negociable y sujeta al poder negociador del sindicato

Sobre la base de un plan de pagos analíticamente equilibrado y, para algunos campos, sujeto a las tasas prevalecientes

Horas, vacaciones,

condiciones de trabajo

Negociables

Sobre la base del interés público, determinado por la legislatura y la administración

Quejas

Apelación con representación sindical ante árbitros imparciales

Apelación por medio de la administración, recurriendo a la dependencia del servicio

civil

tal vez jamás ocurrirá, la negociación colectiva remplazaría al servicio civil que hemos conocido; tendríamos entonces una definición total-mente distinta de mérito.

Algunas cuestiones sobre las que ha habido o puede haber colisiones entre la negociación colectiva y los principios tradicionales del mérito aparecen ilustradas en el cuadro 1.

En esencia, estas diferencias se pueden reducir a dos cuestiones inter­relacionadas: primera, el grado en que las condiciones de empleo serán determinadas sobre la base de una filosofía bilateral que dé a los emplea-dos una voz igual a la del gobierno que los emplee; segunda, el grado en que las condiciones del empleo se basarán en consideraciones colecti­vas, en contraste con consideraciones individuales. La primera de éstas incluye concesiones básicas en el concepto histórico de soberanía, el concepto de que un empleo público es un privilegio y no un derecho en la medida en que un empleo privado es un derecho. La segunda exige modificaciones al ideal del individualismo en el sistema de méritos, como se desarrolló en este país: que cada persona deberá ser conside­rada por sus propios méritos distintivos, en comparación y en compe­tencia con todos los demás. Los deseos del individuo en relación con la institución que lo emplea —el gobierno— ceden ante los del grupo actuando de consuno: una confrontación más equitativa.

Resulta problemático saber con qué rapidez y hasta dónde avanza­rá el empleo público, en dirección de la negociación colectiva. Pero los signos son inconfundibles. En forma un tanto sorprendente, entre los más activos se encuentran las organizaciones de profesionales o de pro­fesionales que surgen, en especial quienes están empleados sobre todo por los patrones públicos y que por tanto dependen básicamente dé ellos: maestros de escuela, trabajadoras sociales, enfermeras y otros especialistas de hospital, policías y bomberos. Cabe notar que las conce­siones que hoy está exigiendo el movimiento laboral contra el unilate­ralismo y el individualismo son paralelas, en esencia, a las que exigen las profesiones organizadas y sus servicios de carrera (como fueron descritos en capítulos anteriores). Unos y otros constituyen desafíos al servicio civil tradicional, como hemos llegado a conocerlo. Hasta hoy y en casi todos los lugares, las profesiones han logrado los mayores avan­ces. Pero el desarrollo de cada uno presenta la confrontación fundamen­tal del generalismo político y administrativo, y el especialismo del per­sonal por grupos profesionales colectivizados y organizados.

¿Qué significa todo esto para la democracia y el servicio público? Uno de los principales argumentos en favor de la negociación colectiva subraya, en realidad, la democracia. La negociación ofrece la oportunidad de participar a quienes están más interesados en determinar las condi­ciones y recompensas de un trabajo para mantener la dignidad humana en la situación laboral, para la autorrealización contra los efectos em­brutecedores del régimen autoritario. En palabras del ex secretario del trabajo, Willard Wirtz: "La negociación colectiva es la democracia in­dustrial".19

Pocos tratarían de refutar la definición de Wirtz o argumentarían que, en principio, los empleados públicos debieran ser eliminados de la de­mocracia industrial más que los empleados privados. Sí... ¡pero! Los defensores de la hegemonía del gobierno y del servicio civil sostienen que la negociación colectiva, a menos que sea limitada por fronteras estrechas, amenaza la democracia política, el poder último del ciudada­no por medio de sus representantes políticos, para controlar los destinos del gobierno y las condiciones con las cuales emplea a su personal.

* Dentocracy and the Public Service, 2a. ed., de Frederick C. Mosher. Copyright ©1968, 1982 por la Oxford University Press, Inc. Se reproduce con autorización. Se asignaron nuevos números a las notas.

1 El primer sindicato permanente en la Oficina de Correos, la Asociación Nacional de Carteros, se formó en 1888.

** National Federation of Federal Emplayees. [N. del T.]

 

"2 Collective     Bargaining and the Federal Civil Service", Industrial Relations, 3 de mayo
de 1964, p. 98.

 

3Aunque Leonard White mostró hace tiempo que muchos servicios del sector priva-do eran tan vitales como algunos del servicio público —o aún más. Véase su "Strikes in the Public Service", Public Personnel Reviera, enero de 1949, pp. 3-10.

4 Second Report of the Conmzittee on Labor Relations of Governmental Eniployees, 1955, p. 125.

5 Grupo de tarea del presidente sobre Relaciones entre Empleados y Administración en el Servicio Federal, Report.

6 Después de 1971, la ERC fue encabezada por el presidente de la Comisión del Ser-vicio Civil, e incluyó al Secretario del Trabajo y al Director de la Oficina de Adminis­tración y Presupuesto. Esa junta podía compararse, en el sector privado, con una Junta Nacional de Relaciones Laborales, integrada por el presidente de las juntas de la Cámara de Comercio, la Asociación Nacional de Fabricantes, y el Chase Manhattan National Bank.

7 Washington, D. C., U. S. Department of Labor, Bureau of Labor Statistics, 1980. Las cifras son para 1980, como las citó Myron Lieberman, Public Sector: A Policy Bargaining Reappraisal, Lexington, Mass., Lexington Books, 1980, p. 4.

9 Ibid, p.2.

 

8 John F. Burton, hijo, "The Extent of Collective Bargaining in the Public Sector", Public Sector Bargaining, Benjamin Aaron, Joseph R. Grodin y James L. Stern (comps.), Washington, D. C., The Bureau of National Affairs, 1979, p. 36.

10 Las excepciones son los obreros conocidos como empleados de junta de salarios, cuyos salarios pueden ser y de hecho son negociados en un sentido limitado, es decir, contra la norma de la tasa prevaleciente.

11 Hay excepciones, especialmente en las empresas semiautónomas, que se mantie­nen por sí solas, como la Autoridad del Puerto de Nueva York y Nueva Jersey. La Autoridad del Valle del Tennessee casi entra en esta categoría, y ésta acaso fuese condi­ción necesaria para el éxito de su sistema de negociación colectiva.

 

12 Elder Gunter, Administrador de la Ciudad de Pasadena, California, en una carta publicada en Public Personnel Rez'iew, enero de 1966, p. 57.

13 Public Law 95-454, 13 de octubre de 1978. Sección 7106.

14 Ibid.

15 Lieberman, op. cit., p. 35.

16 Jerry Wurf, presidente internacional, Federación Estadunidense de Empleados Estatales, de Condados y Municipales, AFL-CIO, en una carta a Public Personnel Review, enero de 1966, p. 52.

17 John W. Macy, hijo, Public Service: The Human Side of Government, Nueva York, Harper and Row, 1971, p. 124.

18 Nelson Watkins, en una carta publicada en Public Personnel Review, enero de 1966, p. 58

 

19 W. Willard Wirtz, Labor and the Public Interesf, Nueva York, Harper and Row, 1964, p. 57.