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Plasencia de la Parra, Enrique. III. El ejército y la política.

 

III. EL EJÉRCITO Y LA Política

 

Hacia el régimen constitucional

 

El primero de mayo de 1917 todo cambió en el país..., cuando menos en las leyes. Ese día la nueva constitución entró en vigor; el movimiento revolucionario triunfante dejaba de tener un primer jefe y obtenía un presidente elegido en elecciones libres (aunque se tratase de la misma persona); los gobernadores de los estados, que antes eran nombrados por el primer jefe y que en muchos casos eran al mismo tiempo los jefes de armas en la entidad, ahora debían ser también elegidos; el ejército dejaba de llamarse constitucionalista y pasaba a ser nacional, apelativo que lo obligaba a mantener el orden en todo el país. Pero las leyes estaban muy alejadas de la realidad y muy pocos creían en el imperio de la ley. La mayoría de los jefes y generales que lucharon en la Revolución no eran conscientes de estos cambios. Para ellos no había incompatibilidad alguna en continuar con la ostentación de sus grados, tener mando de tropa, sostener una activa participación en la política y seguir haciendo negocios con los haberes de la tropa, con el presupuesto para forraje, ganado y armamento. Desde que Carranza tomó posesión como presidente debió lidiar con esas ambiciones y corruptelas, y en no pocas ocasiones tuvo que ser cómplice de ellas o hacerse de la vista gorda. En este apartado mostraré unos cuantos ejemplos de esas ambiciones, de esas complicidades y de cómo Carranza buscó influir en las elecciones gubernamentales para que quedase un aliado o un incondicional suyo.

En la tierra natal del presidente se apuntaban dos candidaturas: el licenciado Gustavo Espinosa Mireles, ex secretario particular de Carranza, y el general Luis Gutiérrez, quien tenía nexos con los convencionistas, pues su hermano era el general Eulalio Gutiérrez, presidente designado por la Convención de Aguascalientes; los convencionistas habían sido enemigos del constitucionalismo. Espinosa Mireles fue declarado triunfador del proceso electoral, por lo que los hermanos Gutiérrez, junto con el general Francisco Coss, se levantaron en una fallida rebelión tras la cual los jefes implicados huyeron a Estados Unidos. [1] En 1925 la historia se repetiría con el mismo personaje como perdedor: Luis Gutiérrez contra el general Manuel Pérez Treviño; los dos se declararon triunfadores, el Senado reconoció como gobernador a Gutiérrez y el presidente Plutarco Elías Calles a Pérez Treviño, quien había sido jefe del Estado Mayor Presidencial de Obregón. El jefe militar en la entidad, Pedro J. Almada, también obregonista, sólo trató con Pérez Treviño y gracias a ello éste logró despachar en el palacio de gobierno, mientras que Gutiérrez lo hacía desde su casa. Finalmente el Senado rectificó el dictamen y otorgó el reconocimiento a Pérez Treviño. Esta vez Gutiérrez no emprendió una aventura revolucionaria. [2]

En Nuevo León, el candidato más popular era Juan M. García, pues cuando fue alcalde de Monterrey ayudó a muchos enfermos durante la epidemia de influenza en 1918 y pagó de su bolsillo muchos gastos; su contendiente fue el general José de los Santos, apoyado por el general Juan Barragán, jefe del Estado Mayor Presidencial de Carranza; el triunfo le fue adjudicado al militar. [3]

El caso de Manuel M. Diéguez es sintomático de los cambios por un nuevo orden de cosas; Diéguez era uno de los generales más competentes del ejército, Carranza lo utilizaba para sofocar todo tipo de movimientos sediciosos. En la etapa preconstitucional fue jefe de la división de occidente, comandante militar y gobernador de Jalisco. Al entrar en vigor la Constitución desaparecieron las comandancias militares, así como los grandes cuerpos de ejército, y se obligaba a realizar elecciones. Diéguez se postuló en Jalisco y ganó fácilmente la contienda. El jefe de operaciones militares en el estado era un incondicional suyo. Pero Diéguez fue un gobernador ausente ya que Carranza lo requería ora para combatir la rebelión de los hermanos Gutiérrez, en Coahuila, o a Villa, en Chihuahua, y para ello dejaba a un gobernador interino. Diéguez es el paradigma de los generales revolucionarios que habían comandado grandes unidades de tropa, con jurisdicción en enormes territorios, que tenían la obligación de pacificar y de gobernar. De ahí que lo más natural para ellos, al terminar la etapa preconstitucional en la que habían sido auténticos virreyes, era que se postulasen inmediatamente para gobernadores y algunos de ellos incluso soñasen con la presidencia.

Caso similar fue el del general sinaloense Salvador Alvarado, quien había sido jefe del Cuerpo de Ejército del Sureste y gobernador de Yucatán. En la etapa constitucional, su origen le impedía postularse a la gubernatura, de ahí que vicariamente lo hiciera a través del líder sindical Carlos Castro Morales, quien triunfó sin problemas. De esa forma Alvarado continuó con el control de la vida política en la entidad, a través del Partido Socialista del Sureste, así como de la poderosa empresa estatal que regulaba las exportaciones del henequén, auténtica mina de oro del carrancismo. Junto a Felipe Carrillo Puerto, líder de dicho partido, organizó ligas de resistencia agraria y sindicatos al amparo de las tropas federales. El descenso de los precios internacionales del henequén, al finalizar la Gran Guerra, mermó el poder de Alvarado y provocó la impaciencia del presidente porque ya no recibía los ingresos de años anteriores. Al mismo tiempo, el gobierno se radicalizó poco a poco sin que Alvarado hiciera nada para evitarlo. Carranza envió al general Luis Hernández como jefe militar en la entidad, en sustitución de Alvarado. Hernández obstaculizó la movilización rural de Carrillo Puerto, pero en asuntos electorales informaba a Carranza “que deseaba permanecer neutral en las próximas elecciones estatales, a fin de otorgar garantías a todos los partidos”. [4] Carranza lo mandó llamar y dejó encargado de las operaciones al coronel Isaías Zamarripa, quien reprimió con mayor vigor a las organizaciones socialistas, incluido el desarme de las ligas de resistencia; Carrillo Puerto tuvo que exiliarse. En este caso vemos cómo Alvarado llegó a tener un poder casi absoluto en esa entidad y la manera en que utilizó la fuerza militar con propósitos políticos; al dejar la entidad, por órdenes del presidente, se siguió utilizando con ese fin, pero para atacar al partido y a las organizaciones que antes protegía.

En Zacatecas, la contienda por la gubernatura fue entre el doctor Donato Moreno, con apoyo de Carranza, y el general Enrique Estrada, militar identificado con el obregonismo. El triunfo fue para éste en un proceso que —como señala Matute— anticipaba lo que sería la lucha por la sucesión presidencial de 1920. En la campaña, Estrada fue acusado de ser un representante de lo peor del militarismo. Para contrarrestar su fuerza en la entidad, Carranza envió como jefe militar a Francisco Murguía, zacatecano antiobregonista. Una política seguida por todos los presidentes posrevolucionarios fue la de enviar a algunas entidades jefes de operaciones que obstaculizaran a uno u otro gobernador (o candidato), del cual el presidente desconfiaba. En el lenguaje no escrito de la política mexicana, cuando a una entidad se manda a un militar nacido en ese mismo estado es una señal de que el presidente le ha asignado una tarea política, casi siempre para contrarrestar el poder de un gobernador. Lo anterior se acentuó más a partir de 1923, en el momento en que la división territorial del ejército pasó a coincidir con la política, de tal forma que —salvo pocas excepciones— a cada estado correspondía una Jefatura de Operaciones Militares. Cuando la nueva constitución entró en vigor, en cada estado

 

los grupos personales de la guerra eran ahora grupos personales de la política. Las elecciones locales, en vez de ser útiles al espíritu público, sirvieron para encender las pasiones personales, para el ejercicio de venganzas pueblerinas, para sembrar la desconfianza e inquietud y para agrietar el edificio todavía muy endeble del Estado nacional... Una chispa, una pequeña chispa era suficiente para encender el fuego social. El olor de la pólvora seguía siendo el opio del vulgo. La violencia continuaba como arma de la naturaleza humana. [5]

 

Esa violencia política como continuación de la guerra fue vista por muchos —y no sin razón— como obra exclusiva de los militares, aunque la realidad era mucho más compleja. En el capítulo anterior vimos cómo gobernadores, caciques o líderes agrarios tenían elementos armados a sus órdenes, que intervenían con violencia en los procesos electorales. Los revolucionarios —fuesen militares o civiles— estaban acostumbrados a sufrir y ejercer la violencia, de ahí que los militares con mando de tropa estuviesen en ventaja ante otros actores políticos. Debido a las inmoralidades, la corrupción y los atropellos que realizaban destacados generales carrancistas, gran parte de la sociedad anhelaba que el reinado de éstos terminara. Muchos creían que lo anterior se lograría si el próximo presidente fuera un civil, lo cual fue alentado por el oficialismo debido al carácter civil de Carranza. Se dio un falso debate entre civilismo versus militarismo, como telón de fondo de la sucesión presidencial. Los carrancistas acusaban a algunos generales que tenían ambiciones presidenciales de representar nítidamente los males del pretorianismo, principalmente a los generales Álvaro Obregón y Pablo González. Éstos se defendían con el argumento de que no eran militares, eran ciudadanos conscientes de que tomaron las armas para luchar por los ideales revolucionarios. El militarismo —decían— estaba representado en los generales que tenían mando de tropa: personajes como Murguía, Alvarado, Diéguez, Mariel, etcétera. Unos y otros se acusaban de lo mismo y ambos se decían defensores del poder civil sobre el militar.

 

 

¿El más civil de los militares o el más militar de los civiles?

 

El 3 de octubre de 1919 se leyó en el Senado de la República una extraña petición: Álvaro Obregón solicitaba a esa cámara que no le ratificara su grado militar, que era el más alto del escalafón: general de división. El ahora objetor de conciencia aducía que se había hecho soldado por patriotismo, “para defender nuestras instituciones y nuestra dignidad de pueblo democrático contra las desenfrenadas ambiciones del militarismo”; primero tomó las armas contra Pascual Orozco, después contra Victoriano Huerta y por último para combatir a Francisco Villa; declaraba que nunca había querido seguir la carrera de las armas. Aclaraba que esa petición la había hecho dos años antes al entonces primer jefe del ejército constitucionalista, Venustiano Carranza, cuando renunció al cargo de secretario de Guerra y Marina. Carranza le aceptó la renuncia al puesto pero le comunicó que no tenía facultades para concederle la renuncia al grado, pues era facultad del Senado ratificar o no los grados que él había otorgado en su calidad de primer jefe. [6]

Cuando Obregón se retiró de la Secretaría de Guerra, en 1917, lo hizo después de conquistar las mayores glorias militares de la Revolución. Era el general revolucionario con mayor prestigio; el aura que lo acompañó en su teatral retirada del mundo político no hizo sino aumentar su prestigio entre la opinión pública. Fue entonces que se le empezó a llamar el Cincinato Mexicano, en alusión al cónsul romano quien, retirado de la política para trabajar la tierra, fue llamado por el Senado para salvar a Roma de la invasión de los ecuos. Obregón aparecía como un hombre desinteresado, alejado del mundanal ruido, con su modesta vida de ranchero en Sonora, mientras que el régimen carrancista se desangraba por la corrupción, incapaz de pacificar al país. Fue así que Cincinato regresó a escena; en junio de 1919 publicó el Manifiesto de la Resaca, donde anunciaba su intención de ser candidato a la presidencia:

 

Hasta este retiro en donde quise hacer de mi vida una consagración de la actividad del trabajo y a la tranquilidad del hogar, ha hecho sentirse en los últimos meses algo así como la resaca que llega a las playas cuando las aguas se agitan en su centro... Al principio fueron unas cuantas cartas, principalmente de amigos míos, las que venían insinuándome a que abandonara mi retraimiento y me preparara para entrar en la contienda política que se aproxima; y en los días en que esto escribo son ya innumerables...

Lo veía como un deber similar a cuando tomó las armas para defender los derechos conculcados por Huerta. Establecía que uno de los principales males estaba en la corrupción de parte del ejército, el cual requería ser depurado; sin embargo hacía un llamado a aquellos elementos que

 

no hayan cedido a atractivos del oro ajeno y que no hayan violado los fueros de la dignidad, a hacer del ejército una institución respetuosa y respetada, y hacer que los desmanes cometidos por algunos de sus miembros no signifiquen una responsabilidad para la corporación y sí la base de un proceso para el que las cometa.

 

Consideraba que la única forma de lograr esto “es que el iniciador de ella ponga el ejemplo y que tenga toda la fuerza moral para imponerse”. Vemos así que su personalidad estaba por encima de cualquier otra circunstancia, incluso decía que se negaba a dar un programa de gobierno, por considerarlo “simple prosa rimada”. [7]

Como puede verse en los fragmentos citados, Obregón aprovechaba los desmanes de la bota militar para decir que sólo él podía meterlos en cintura. Pero, ¿cómo criticar las lacras del militarismo cuando él mismo era militar? Y todavía peor, si consideramos que los dos principales aspirantes a la presidencia eran generales, él y Pablo González. Por eso Carranza, y con él una parte de la opinión pública, preferían a un civil. El presidente sostenía que el poder civil debía imponerse sobre el militar. Primero pensó en Luis Cabrera y, al declinar éste, terminó por escoger a un político desconocido: Ignacio Bonillas. Confió erróneamente en que los dos candidatos militares se destrozarían en la campaña electoral y así Bonillas podría triunfar. Pero erró completamente al creer que podía dejar de lado a estos generales y, por ende, al poder castrense. El ejército como factor político estaba muy lejos de terminar y en la coyuntura de 1920 fue un elemento determinante. Sin embargo fue astuto al fomentar la discusión sobre los males del ejército y del militarismo.

La respuesta de Obregón fue por demás ingeniosa: usar el discurso del ciudadano en armas, del militar por patriotismo. De esta forma se sacudía el epíteto de militarista, asociado a una lacra histórica. Su petición al Senado fue un golpe maestro pues afianzó la imagen de ciudadano en armas, al retirarle la cámara todos sus grados militares. Obregón se podía presentar como candidato civil pero como nadie le podía negar sus méritos militares y, lo que es más importante, la influencia que tenía en el ejército, todo mundo lo seguiría llamando general Obregón. Así opinaba el senador Juan Sánchez Azcona, al señalar en tribuna:

 

Obregón no es un hombre de teatro, es un hombre sincero; si fuera un hombre de teatro, éste sería un recurso para decir: puesto que hay una aspiración civil en la República, puesto que yo soy candidato a la Presidencia, me quito las charreteras; ya no soy soldado... Para todos Álvaro Obregón seguiría siendo el general Obregón. Eso no tiene remedio, necesitaría desollarse para quitarse esa investidura de supremo militar que tiene. [8]

 

El Senado le podía quitar todos sus grados militares, pero Obregón conservaba intacta su influencia en el ejército. Y la mantenía porque el origen de ésta eran las lealtades personales. Más importante que los grados era ser el caudillo militar más poderoso y con mayor prestigio. El caudillo apelaba a su prestigio, carisma y popularidad. En ese terreno importaba poco la lealtad a las instituciones, al poder legítimamente constituido, en una época en que las instituciones eran débiles o casi inexistentes.

En el terreno legal, el presidente cuestionó al Senado por la decisión que había tomado. Le recordaba que el artículo 76 de la Constitución concedía facultades a esa cámara para “fijar la ratificación de los grados militares sobre la base del mérito militar de quienes los obtengan”. El mérito como criterio fundamental tenía una tradición legislativa que se remontaba a la constitución española de 1812 y a las mexicanas de 1824 y 1857. Por tal razón, el Ejecutivo consideraba contradictoria esa decisión ya que, por un lado, el dictamen reconocía los relevantes méritos militares de Obregón pero, por otro, no le ratificaba los grados. Con toda razón Carranza afirmaba:

 

Si prestar grandes servicios al país en las filas militares, fuera razón para no ratificar un grado, se incurriría en el absurdo de considerar como estigma el servicio de las armas, que la Constitución reputa entre los servicios públicos obligatorios y la institución del Ejército, prevenida por la misma Carta Magna, y juzgada en todo el mundo civilizado de necesidad social, sería una afrenta para las leyes que la fundan y para los ciudadanos que la integran.

 

Le recordaba al Senado que el artículo 5º de la Constitución establecía que de los servicios públicos sólo podrían ser obligatorios, en los términos que las respectivas leyes establecían, el de las armas, los jurados, los concejales y los cargos de elección popular; a pesar de esto, el dictamen aprobado tácitamente consideraba que el servicio de las armas quedaba a voluntad del ciudadano:

 

El Ejecutivo se ve en el caso de declarar que el criterio seguido en esta vez por esa H. Cámara resulta peligroso y contradictorio, y apartado del principio constitucional de la división de poderes, ya que la Ordenanza previene los términos del retiro de aquellos militares que deseen cesar en su ejecución... Ante el concepto del Ejecutivo, la resolución del Senado no significa la baja del general Obregón, porque ésta sólo se obtiene en las formas establecidas por el artículo 886 de la Ordenanza y sus relativos, que pormenorizan desde la licencia temporal hasta la absoluta. Como derivación inmediata de lo asentado, el C. general Obregón continúa con las relaciones oficiales inherentes a su calidad de militar.

 

Pedía a la cámara tomar en cuenta estas observaciones ya que, en caso de que le ratificaran el grado, Obregón podría entonces pedir su separación del ejército con una licencia absoluta. [9] En otras palabras, Carranza recriminaba a los senadores haberse guiado por criterios personales, haberse inclinado ante los deseos del caudillo, por encima de la ley, y no respetar la división de poderes, pues el Ejecutivo tenía la facultad de conceder o no las bajas (licencias absolutas). Aunque Carranza tenía razón en su argumentación jurídica, es evidente que lo guiaba también la política: tratar de frenar a un candidato al ponerle la espada de Damocles de la ordenanza. Claro que ante la fuerza y popularidad del caudillo, eso podía tener un costo muy grande, como de hecho lo tuvo poco después al inmiscuirlo en un juicio militar.

El jefe de la campaña obregonista, el general Benjamín Hill, denunció el uso político que el régimen daba a las normas castrenses. Hill era jefe de la guarnición en la ciudad de México y fue acusado de infringir la ordenanza en 1920, al participar en asuntos políticos. Declaró a la prensa que había pedido con anticipación una licencia y que Carranza se la había negado: “Por una parte se exige a los militares que se retiren del ejército para poder intervenir en la política y, por otro lado, cuando solicitan ese retiro se les niega, mientras que Diéguez, Bertani, Murguía y Barragán tienen mando y hacen propaganda”. [10]

La discusión que se dio en 1919 y 1920 sobre civilismo y militarismo en realidad no llevaba a ninguna parte. Todos entendían que el “militarismo se caracteriza por el uso de la fuerza militar cada vez que hay que vencer un obstáculo legalmente insuperable: es decir, por el abuso de la fuerza frente al derecho”. [11] Por el contrario, el civilismo se entendía como “el imperio de la ley sobre el brutal poderío de la fuerza; respeto absoluto a los derechos individuales y públicos; vigoroso sello democrático impreso a un gobierno en el que presida la voluntad popular firmemente expresada, y tal voluntad prive, con exclusión de todo privilegio”. [12] Podemos suponer que nadie en su sano juicio defendería públicamente el uso de la fuerza por encima de la ley; tanto Obregón como Pablo González declaraban ser partidarios del ideal civilista, este último llegaba a prometer “la abolición efectiva de la casta militar y sus privilegios legales o usurpados, y restricción de los miembros del ejército activo a las funciones exclusivas que le marca la Ordenanza”. [13] El militarismo era algo que se achacaba al enemigo político, se le veía como una lacra en la historia de México y se le asociaba con figuras como Antonio López de Santa Anna o Victoriano Huerta. Por ello, los dos candidatos militares fueron acusados de militaristas y ambos lo negaban, pero al mismo tiempo utilizaban su influencia en la milicia para fortalecer su campaña política. González pidió licencia ilimitada para separarse del ejército en noviembre de 1919, la cual le concedió Carranza. [14] Tiempo atrás se le había encomendado combatir a Emiliano Zapata, a quien finalmente lograron matar en ese año. Debido a esa campaña militar, González tenía un número muy importante de efectivos a su disposición; al retirarse para sus actividades políticas conservaría una importante influencia en los estados de Morelos, Puebla, Tlaxcala, Oaxaca y Estado de México. Pero la gran diferencia entre ambos generales era que cuando González pidió esa licencia Obregón tenía dos años y medio de haberse retirado del servicio activo, de no tener un solo soldado a su mando. Por lo mismo podía presentar mejores credenciales civilistas que don Pablo. Obregón realizaba una campaña política con mítines concurridos; su personalidad afable y carismática atraía multitudes; por intermediación del general Calles logró una alianza con Luis N. Morones, líder de la CROM. Entonces, la fuerza del candidato parecía estar más en las multitudes que llenaban las plazas y menos en el ejército. Mientras, la campaña de González se estancaba y éste se concentraba en afianzar sus vínculos con jefes militares de alto rango. González actuaba de esta forma para que Carranza, ante la enorme fuerza de Obregón, se fijara en él y apoyara su candidatura, como única forma de contrarrestar al sonorense. Pero el presidente confiaba aún en que los dos candidatos militares se anularían recíprocamente y así lograría introducir la candidatura de un civil. [15] Eso estaba lejos de ocurrir a principios de 1920; más bien se perfilaba una alianza coyuntural de los candidatos militares en contra de la imposición de Bonillas.

En esa época hubiera sido ilusorio que cualquiera de los candidatos confiase en la efectividad del sufragio, que fue la primera bandera de la Revolución mexicana. Carranza abonaba el terreno a su candidato civil: le formaba un partido político, una plataforma y un jefe de campaña, su propio yerno, el general Cándido Aguilar. González soñaba con una rectificación presidencial y confiaba en su ascendencia en el ejército. Obregón continuaba con su exitosa campaña política, pero no se limitaba a ella. Sabía que tenía de su lado a las fuerzas armadas destacadas en Sonora y Sinaloa; los gobernadores de Michoacán y Zacatecas, generales Pascual Ortiz Rubio y Enrique Estrada, tenían hombres armados bajo su mando. Pero “el más civil de los militares” no se conformó con esos contactos y apoyos, también negoció con jefes rebeldes al gobierno. Meses después, Carranza le recriminaría ese doble juego, de candidato y conspirador:

 

El general Obregón no se limitó, sin embargo, a procurar el apoyo militar del ejército, sino que trató con algunos de los muchos rebeldes. Algunos, que se sentían ya vencidos, pero que conocían o adivinaban los futuros propósitos del general Obregón, se presentaron a sus delegados o les enviaron comisiones ofreciéndole sus servicios bajo la forma aparentemente legal de una rendición por su conducto. Obregón les escuchaba, pero en ningún caso dio aviso a la Secretaría de Guerra o al Presidente de la República, de las rendiciones que se propusieron... [16]

 

Algunos de esos militares rebeldes apoyaban al sobrino de Porfirio Díaz, el general Félix Díaz, quien promovía la restauración de la Constitución de 1857; con él no negoció porque representaba el regreso del porfirismo-huertismo, además de haber participado en el golpe contra Madero. Pero sí lo hizo con caudillos y militares que simpatizaban o incluso que dependían de él: al general Isaac M. Ibarra, en Oaxaca, líder de los serranos de ese estado, se le reconoció el grado al terminar el movimiento; al general Tiburcio Fernández Ruiz se le premió con la gubernatura de Chiapas. [17] Otro contacto que resultaría de gran importancia fue con el general Manuel Peláez en la zona petrolera de la Huasteca, a quien se le reconoció el grado y después se le nombró jefe de operaciones en lo que era su feudo, la Huasteca; en el centro del país, Benjamín Hill acordó la incorporación al ejército de las fuerzas zapatistas de los generales Gildardo Magaña y Genovevo de la O. Las negociaciones secretas que un candidato presidencial realizaba con movimientos rebeldes eran, desde luego, un acto de traición al régimen y al supuesto estado de derecho que lo cobijaba como candidato. Es sabido que los actos de deslealtad y de traición reciben castigos más severos bajo leyes militares. Obregón, en su carácter de civil, estaba más protegido pero no inmune a ser sujeto a proceso militar ya que, además, dependía de la interpretación que se le diera: el hecho de que el Senado no le ratificara sus grados militares no significaba —desde el punto de vista del Ejecutivo— que Obregón hubiese dejado de ser general del ejército.

 

 

¿Cuántos soldados caben en la capital del país?

 

En marzo de 1920 Ignacio Bonillas regresó a México, proveniente de Washington, para asumir la candidatura a la presidencia. Su tardía llegada atizó aún más las críticas de ser un candidato oficial. El descontento político alentó a los movimientos rebeldes en el país. Mientras que en Sonora el gobernador Adolfo de la Huerta se aprestaba para desconocer a Carranza, éste ordenaba a Obregón presentarse en la ciudad de México para testificar en un juicio militar contra el general rebelde (felicista) Roberto Cejudo. Se había descubierto un intercambio epistolar entre éste y Obregón, por lo cual el sonorense podía también ser acusado. Después de comparecer ante el juez de instrucción militar y ante su inminente aprehensión, el candidato se fugó de la ciudad. [18] Al mismo tiempo De la Huerta y Calles lanzaban el Plan de Agua Prieta el 23 de abril; el primero de ellos, civil, fue declarado Jefe Supremo del Ejército Liberal Constitucionalista, que en la práctica era el mismo ejército nacional, sólo nombrado así para los elementos que desconocieran a Carranza y se unieran a los sonorenses. También el nombre provenía del principal partido político obregonista: el Partido Liberal Constitucionalista. En Chilpancingo, el candidato prófugo lanzó un manifiesto que denunciaba al presidente por usar el tesoro nacional

 

como arma de soborno para pagar la prensa venal, ha tratado de hacer del Ejército nacional un verdugo al servicio de su criterio político, y la intriga y la calumnia han gravitado al derredor de los miembros de dicho Ejército que, conscientes de su honor de soldados y de su dignidad de ciudadanos, se han negado a desempeñar funciones que mancillen su honor y su espada. [19]

 

También decía que el acoso a su campaña y el apoyo descarado de Carranza a la de Bonillas lo obligaban a suspender su campaña política, “y siguiendo la vieja costumbre de servir a mi patria cuando sus instituciones están en peligro, me improvisé nuevamente de soldado..., a las órdenes del C. Gobernador constitucional de Sonora”. A diferencia de un año antes, ahora el Cincinato Mexicano ya no cuestionaba la moralidad de parte del ejército. Como ciudadano que iniciaba una campaña militar, de nuevo como “soldado improvisado”, lo halagaba por no haber caído en actos de corrupción y de abierto proselitismo político, instigados desde la presidencia.

Antes de huir de la ciudad de México, Obregón se entrevistó con Pablo González y estableció una alianza coyuntural con éste para oponerse a la imposición bonillista. En su huida Obregón pasó por el estado de Morelos, sin que el general gonzalista Francisco Cossío Robelo hiciera algo para detenerlo. Luis Cabrera caracterizaría muy certeramente esta actitud; cuando el gobierno federal

 

echó mano de las fuerzas gonzalistas para combatir a los rebeldes obregonistas, rehusaron entrar en combate y se sustrajeron a la obediencia del Gobierno..., pudiera decirse que las sucesivas desobediencias seguían un programa bien modelado. Sin embargo, los llamados pronunciamientos de las fuerzas de Cuernavaca y Cuautla no tuvieron propiamente el carácter de insurrección sino que se asemejaban más a una especie de huelga, supuesto que sin tomar una actitud agresiva contra el Gobierno, se rehusaban a batirse. [20]

 

De ahí que el combate al movimiento de Agua Prieta se conociera como el de la “huelga de los generales”. Esto es un eufemismo a un cuartelazo, pues una característica de un golpe militar es lograr la adhesión del mayor número de altos jefes del ejército, y llegar a imponerse por el número superior de efectivos que apoyen el golpe. Aunque González aún era nominalmente candidato y no tenía bajo sus órdenes ni un solo hombre, militares allegados a él sí los tenían. Su fuerza se concentraba en los estados del centro del país; entre veinte y treinta mil hombres se concentraron en Texcoco, muchos dejaron la capital federal y luego tomaron Puebla. La salida del gonzalismo armado (28 de abril) era una muestra palmaria de la debilidad de Carranza, que se quedó en la capital —con apenas 2000 hombres— preparando su huida. [21] El 7 de mayo salió el tren presidencial rumbo a Veracruz, lugar al que nunca llegaría. En Tlaxcalantongo fue asesinado por el general Rodolfo Herrero, militar de origen porfirista que se había rebelado durante el gobierno de Carranza, pero que después fue amnistiado. [22] Apenas salía el presidente de la capital cuando Pablo González con sus generales Jacinto Blas Treviño y Manuel W. González entraban a ésta. Lo propio hizo Obregón, quien nominalmente tampoco tenía un solo soldado bajo su mando; los dos candidatos opositores eran dueños de la plaza. Pero don Pablo tenía un contingente mucho mayor, de ahí que los generales obregonistas Benjamín Hill y Francisco Serrano dispusieran que fuerzas obregonistas de Michoacán, Zacatecas, Hidalgo y Guerrero se dirigieran a la capital. En pocos días ya había 4000; las adhesiones de altos mandos castrenses al obregonismo fueron numerosas; además, logró aglutinar a un gran número de movimientos anticarrancistas: los soberanistas de Oaxaca, los felicistas de Veracruz, las guardias blancas de Manuel Peláez y el más importante en esta coyuntura —por su cercanía a la capital—, los zapatistas que jefaturaba Genovevo de la O. Del brazo de éste y de otros generales, Obregón entró victorioso a la ciudad de México. Al llegar frente al Palacio Nacional, con una multitud que lo aclamaba, se negó a entrar; siguió hasta el Café Colón donde se detuvo a comer. [23]

En todo el movimiento rebelde de 1920, la concentración y movilización de tropas resultaron claves para mostrar, primero, la debilidad del jefe de Estado a quien se quería derrocar; segundo, que Obregón podía igualar el poderío militar de González, quien terminó por abandonar la escena militar y política con el proverbial argumento de que renunciaba a su candidatura “sacrificando sus intereses políticos por los de la nación”. [24] Se retiró a asuntos privados en su natal Nuevo León, aunque pocos meses después fue acusado de rebelión y juzgado en Consejo de Guerra; más que juicio fue una forma de extorsionarlo para que dejara el país. Su alejamiento de la política y su exilio facilitaron a los sonorenses la cooptación de algunos jefes gonzalistas.

Como ha señalado atinadamente Álvaro Matute, el golpe de estado de 1920 estuvo muy bien preparado, hasta en sus mínimos detalles; el ejército nacional fue fundamental para su operación; la llamada

 

“huelga de los generales” fue el elemento que propició más que ningún otro, el que cayera un presidente sin que para ello mediaran fuertes combates y se derramara mucha sangre... El aspecto básico complementario fue el que aportaron los múltiples grupos rebeldes que operaban en el país. La unificación de ellos por Obregón fue fundamental, toda vez que pudo amalgamar a elementos tan dispares como los zapatistas de Genovevo de la O con las guardias blancas de Peláez, para sólo mencionar a algunos. [25]

 

Como lo establecía el Plan de Agua Prieta, Adolfo de la Huerta, Jefe Supremo del Ejército Liberal Constitucionalista, convocó al congreso para que eligiera presidente sustituto que concluyese el periodo del depuesto y después asesinado Carranza. El congreso eligió —previsiblemente— a De la Huerta, quien tomó protesta el primero de junio. Ese día desfilaron todas las tropas que estaban en la capital, que eran muchas y muy variadas. Un ejército al que se unían los zapatistas de Morelos, los serranos de Oaxaca, los felicistas de Veracruz, lo convertían en un ejército diferente al carrancista. La diversidad no estaba solamente en el físico de los combatientes sino en el uniforme, un problema que costó mucho solucionar; también estaba en los nombres, pues a raíz de Agua Prieta, además de Liberal Constitucionalista, se le llamó Ejército Liberal Revolucionario. Todo gobierno golpista busca dar la apariencia de legalidad, de regreso al orden constitucional. De la Huerta eliminó toda esa nomenclatura, para que volviera a llamarse como antes: Ejército Nacional. [26] Con ese nombre desfilaron en honor del presidente recién ungido, pero la parada militar se convirtió en un homenaje al caudillo: Álvaro Obregón a caballo abrió el desfile, con un sencillo uniforme kaki de campaña, sin una sola insignia, muy cuidadoso de construir su propia imagen, de ciudadano en armas; a su lado iban los generales Manuel Peláez, Benjamín Hill, Jacinto B. Treviño, Samuel de los Santos y Jesús M. Garza, jefe del Estado Mayor de Obregón. De esta forma quedaron a su lado un representante de los movimientos armados anticarrancistas (Peláez), uno de los propios sonorenses (Hill) y un ex gonzalista convertido en obregonista (Treviño). Al llegar al frente de Palacio Nacional estos generales entraron y subieron al balcón central para saludar al presidente y continuar viendo el desfile. [27] Según la crónica, aparte de Obregón, los más aplaudidos fueron los cadetes del Colegio Militar, los mismos que acompañaron lealmente a Carranza en su huida, más allá de Aljibes, hasta Tetela de Ocampo, en donde el general Urquizo los obligó a regresar a la ciudad de México.

Al revisar la hemerografía de ese tiempo, es notorio el aumento de crímenes y actos violentos en la ciudad de México, en los que participaron militares. El número de soldados que llegó para el desfile, aunado a los que habían arribado antes, como forma de presión política, explica esos incidentes. Una de las primeras disposiciones de la nueva administración fue ordenar el cierre de cantinas y pulquerías antes de la hora habitual, “con motivo de la llegada constante de fuerzas que habrán de desfilar”. [28] Como los edificios que servían de cuarteles estaban repletos, era muy común encontrar a soldados dormidos en las calles. Las autoridades de la capital pedían a la Secretaría de Guerra actuar con severidad, pues elementos militares “vejan y maltratan a la policía, habiéndose dado el caso de que en la última quincena del mes hubo cinco gendarmes muertos y once heridos, todos por militares”. [29] Aunque después del desfile se ordenó el regreso de contingentes a su lugar de origen, el exceso de tropa, oficiales y jefes en la ciudad siguió siendo un problema para la sociedad de la época. [30] El secretario de Guerra, Calles, entendía la urgente necesidad de reducir los efectivos del ejército, pues no se trataba de un problema exclusivo de la capital del país. Futuras coyunturas, sobre todo sucesiones presidenciales aderezadas con rebeliones castrenses, harían más difícil tener éxito en ese proceso; la disminución de efectivos se convirtió en un enorme generador de retórica, casi podría decirse que se creía que de tanto repetir la letanía por arte de magia se resolvería el problema. La primera declaración de Calles como ministro fue la de trabajar para disminuir el ejército, ya que con la rebelión de Agua Prieta, como cálculo sujeto a comprobación —dijo—, aumentaron de 25000 a 30000 hombres de tropa y cerca de 1 500 jefes y oficiales. [31]

La presencia militar en la capital del país siempre tuvo un marcado interés político, por ser la sede de los poderes federales y por tanto el botín más anhelado de cualquier movimiento rebelde o golpista. En 1920 el número de efectivos carrancistas, gonzalistas u obregonistas fue trascendental para conocer qué grupo político se adueñaría de la presidencia de la República.

 

 

La política y los generales durante el obregonismo

 

En los asuntos políticos, el presidente Obregón era reacio a establecer un control férreo desde el centro, como lo había intentado Carranza. Esto se debía, entre otras razones, a que aquél no tuvo que enfrentar rebeliones en contra de su gobierno y de su autoridad, de las magnitudes de las que enfrentó éste. De tal forma, en las elecciones estatales le importaba menos influir para que ganara uno u otro candidato. Pero no en todos los casos actuó así; en algunos estados, especialmente en los que hacen frontera con Estados Unidos, fue más precavido para que el gobernador electo fuese alguien afín a los sonorenses.

En Chihuahua tenía plena confianza en el general Ignacio C. Enríquez, gobernador del estado, quien era un negociador político muy competente y un extraordinario organizador de fuerzas irregulares que, armadas por el gobierno federal, ayudaron al ejército a controlar una región gigantesca y potencialmente explosiva, por haber sido el corazón del villismo; su líder, aunque amnistiado, era un peligro latente. En 1922, uno de los más connotados generales carrancistas, Francisco Murguía, quien había combatido a Villa en esa entidad, intentó una rebelión en contra de Obregón, que fue rápidamente sofocada. El presidente tenía como jefe militar en Chihuahua a otro general de su confianza, Eugenio Martínez, quien en el pasado había tenido un buen entendimiento con Enríquez, pues ambos habían participado en las pláticas para la pacificación de Villa. Además, Enríquez le otorgó a Martínez concesiones de casas de juego en Ciudad Juárez, un negocio que en la época aquí tratada era percibida como “de uso exclusivo del ejército”. [32]

Coahuila era un estado clave por su condición fronteriza y porque de ahí provenía una gran cantidad de generales y jefes revolucionarios. De ahí que la lucha electoral fuese de gran interés en el ejército. Durante el Plan de Agua Prieta fue nombrado gobernador el general Luis Gutiérrez, con la encomienda de convocar a elecciones. Tanto el gobernador como el jefe de operaciones local, general José Hurtado, se esforzaron por imponer a un hombre de su confianza. El primero apoyó la candidatura del general Jesús Dávila Sánchez y el segundo al general Arnulfo González. En ese tiempo, Joaquín Amaro era el comandante de la 3ª Jefatura de Operaciones Militares, que comprendía los estados de Coahuila, Nuevo León, San Luis Potosí y Tamaulipas; cada entidad tenía un jefe de operaciones local y todos dependían de Amaro. Hurtado era uno de los generales más cercanos a éste. Seguramente esto determinó que en las elecciones ganara Arnulfo González. Pero en castigo por la abierta intromisión en política, Obregón cambió a Gutiérrez y a Hurtado a otras comisiones castrenses. Sin embargo, el presidente no tocó a Amaro. Aparte de otras consideraciones que pudo tener el presidente para no removerlo estaba una muy simple: el cambio de un jefe militar con tanto poder podía crear más problemas que los que resolvía; por ejemplo, que su sustituto tuviese mayores ambiciones políticas que Amaro, un general con fama de estar poco interesado en la política. Este caso y otros similares llevaron al presidente a concluir que era necesaria una nueva división territorial, por la cual las jefaturas de operaciones coincidieran con la división política del país. El problema político de Coahuila no se resolvió con el triunfo de Arnulfo González, pues tras la elección se erigieron dos legislaturas locales, una que apoyaba a éste —a quien logró entronizar— y otra al candidato derrotado. Esta última llegó a declararse en rebeldía y nombró a un gobernador sustituto. Ante esto, González pidió apoyo al jefe de operaciones local, general Manuel N. López, quien detuvo a los presuntos diputados. [33] Este hecho fue condenado por varios grupos políticos y repercutió en la capital del país. En el Senado, Vito Alessio Robles y Eulalio Gutiérrez (hermano de Luis Gutiérrez) condenaron la intromisión y acusaron al gobernador González por haberla propiciado. Para disminuir el enojo de esa facción, Obregón cambió a López. (El cambio coincidió con la nueva división territorial, por la cual Amaro sólo tendría bajo su jurisdicción el estado de Nuevo León.) Sin embargo, esa intervención marcó el destino de Arnulfo González: el Senado acabó por reconocer a la legislatura antigonzalista como la única legítima; ésta desaforó a González y nombró gobernador a Carlos Garza Castro. En ese momento, 1923, el presidente llamó a Arnulfo González para negociar con él y evitar, así, que la facción gonzalista se uniera a una inminente rebelión en todo el país por la sucesión presidencial. [34]

En otro estado fronterizo, Durango, los problemas electorales fueron de menor calado. En 1920, dos militares cercanos a Carranza recibieron la orden de repartir propaganda electoral en favor de Ignacio Bonillas, justo cuando iniciaba la rebelión de Agua Prieta. Ambos, los generales Jesús Agustín Castro y Enrique Nájera —quienes eran amigos—, se unieron al aguaprietismo; el segundo tomó la ciudad de Durango y De la Huerta lo nombró gobernador. Según un reporte confidencial de gobernación, los dos militares habían acordado traspasarse la gubernatura. [35] Y así sucedió. Como gobernador provisional, Nájera apoyó la candidatura de Castro en 1920. En 1924 Castro apoyó la de Nájera, cuyo contrincante más poderoso fue Felipe Pescador, quien tenía el apoyo de los ferrocarrileros, de gran poder en esa entidad. Nájera contaba con el respaldo del gobierno federal, cuyas tropas, al mando del general Marcelo Caraveo, se mantuvieron al margen cuando agraristas armados por Castro se apoderaron de urnas, intimidaron a los votantes y lograron, así, la victoria de Nájera. De esta manera comenzó una larga etapa en la cual Durango padeció gobiernos pretorianos. También es un ejemplo de cómo un jefe de operaciones y un gobernador actuaban en contubernio para imponer a un candidato.

Por el contrario, el caso de Michoacán es ilustrativo del conflicto entre un jefe de operaciones y un gobernador. El general Francisco J. Múgica ganó las elecciones al general e ingeniero Pascual Ortiz Rubio. Múgica comenzó a utilizar las defensas civiles de los pueblos para incitar una lucha política y social en contra de la Iglesia y de los hacendados; tal vez en su mente estaba la lucha de clases que dirigía Lenin en la Unión Soviética. En Morelia, un grupo socialista puso una bandera rojinegra en la catedral y destruyó imágenes religiosas. Los católicos organizaron una marcha para protestar contra esos actos; la policía y las defensas sociales tirotearon en contra del mitin, con el resultado de varios muertos y heridos. La tropa federal al mando del general Alfredo García intervino para separar a los manifestantes y a la gente del gobernador. [36] El clima político se enrareció poco a poco ya que el gobernador criticaba siempre la actuación de los militares, apoyado discretamente por la CROM de Morones. Mientras tanto, las secretarías de Gobernación y de Guerra trataban de minimizar los hechos, pero al mismo tiempo defendían la acción de los jefes castrenses y criticaban veladamente el proceder de “algunas autoridades estatales”. Este conflicto comenzó cuando el general Enrique Estrada era secretario de Guerra; al dejar el cargo a fines de 1921, Obregón le encomendó la 6ª Jefatura de Operaciones Militares que incluía los estados de Zacatecas, Aguascalientes, Guanajuato, Jalisco, Colima y Michoacán. A partir de ese momento, los protagonistas principales de este conflicto serían el mismo Múgica y Estrada, pues los secundarios —los jefes de operaciones militares locales— cambiaban, pero todos dependían de Estrada: Obregón había accedido a sustituir al general García para poner a Aureliano Sepúlveda. [37] El conflictivo gobernador se había convertido en un dolor de cabeza para el régimen; de ahí que se recurriera a dos estrategias que —sobre todo la segunda— serían utilizadas en el futuro para controlar a gobernadores problemáticos. Primero se promovió —o cuando menos se dejó crecer sin detenerla—, una rebelión en Michoacán, encabezada por un ex coronel, quien manifestaba que su movimiento no iba en contra del gobierno federal sino del estatal; las bandas de asaltantes actuaban impunemente para crear una sensación de inseguridad en la entidad y evidenciar la inutilidad de las defensas civiles del gobernador a la hora de combatir el bandidaje. La segunda se realizaba cuando se incrementaba la animadversión entre las autoridades estatales y el ejército; los jefes militares acusaban a dichas autoridades de injuriar a la institución y amenazaban con retirarse de la capital del estado. Cuando el souflé había crecido lo suficiente llegaba el golpe de efecto de un presidente ofendido por los insultos al instituto armado y le ordenaba al jefe militar, en este caso al jefe militar local, general Luis Gutiérrez, abandonar con su tropa la ciudad de Morelia. En seguida venían los ruegos del congreso local y de asociaciones comerciales para que se diera una contraorden. La amenaza ponía en evidencia la incapacidad del gobernador para mantener la tranquilidad del estado por sus propios medios y, por consiguiente, lo prescindible de su figura, comparada con el papel de las fuerzas armadas. Las dos estrategias funcionaron y Múgica se vio obligado a pedir licencia de un año para separarse del cargo. [38] Al conocerse este hecho, los rebeldes se rindieron y los jefes militares regresaron y retomaron su tarea de combatir a las bandas de asaltantes. En este caso podemos ver cómo las fuerzas armadas fueron utilizadas para hacer caer a un gobernador.

Algo similar ocurrió con el mandatario de Puebla, general José María Sánchez, quien solía utilizar las defensas sociales para invadir tierras y soliviantar a los trabajadores de la región de San Martín Texmelucan, con métodos tan violentos como el asesinato de dos diputados. Con el apoyo del general Gustavo Elizondo, jefe de operaciones en la entidad, se logró la renuncia de ese gobernador. [39]

Sin duda que el caso más famoso, y que llevó una carga de animadversión enorme, fue el del gobernador de Veracruz, coronel Adalberto Tejeda, quien también utilizó fuerzas irregulares para incrementar su poder, lo mismo que organizaciones políticas de obreros y campesinos. Para frenarlo y menguar el radicalismo de sus políticas, Obregón apoyó a su representante militar en la entidad, general Guadalupe Sánchez, hasta que éste se levantó en armas contra el gobierno federal, iniciando la rebelión delahuertista.

En esa época el poder presidencial estaba muy lejos de tener la omnipotencia que luego tendría. En algunas elecciones estatales, el candidato bendecido por el centro difería de aquel que apoyaban las fuerzas armadas destacadas en una entidad. En el Estado de México, el favorito del centro era el general Abundio Gómez, mientras que el jefe de operaciones, general José Amarillas, apoyaba al general Andrés Castro. Tras las elecciones se instalaron dos legislaturas; el edificio donde se ubicó la castrista fue resguardado y protegido por las tropas de Amarillas. El gobierno federal dejó hacer pero finalmente reconoció a Gómez y a su cámara local. [40]

Similar al caso de Veracruz, en que se mandaba a un jefe de operaciones para contrarrestar a un gobernador, fue el de Oaxaca. El general Manuel García Vigil había ganado sin problemas la gubernatura; era un miembro prominente del Partido Liberal Constitucionalista, mismo que nominó a Obregón a la presidencia, pero después se volvió antiobregonista. De ahí que el presidente enviara al general Fortunato Maycotte. Pero ante la sucesión presidencial, al perfilarse la candidatura de Calles, muchos jefes militares estaban sumamente resentidos, entre ellos Guadalupe Sánchez y Maycotte. Este último se adhirió a la rebelión, en mancuerna con García Vigil. Maycotte, en vez de contrarrestar el poder de García Vigil, terminó por unirse a éste para desconocer al gobierno de Obregón.

En Guerrero, donde el cacicazgo es endémico, las cosas funcionaban de manera un tanto diferente, y esto es extensivo al sur y sureste del país. El jefe militar en la entidad era originario de la misma, algo que el Ejecutivo federal buscaba evitar en otras entidades. El general Rómulo Figueroa tenía bajo su mando toda la tropa de la entidad. En la elección para gobernador trató de imponer a un incondicional suyo, pero el candidato de Obregón, el licenciado Rodolfo Neri, ganó las elecciones de 1921. Neri llevó a cabo una reforma agraria limitada, a la que se opuso Figueroa, en alianza con los terratenientes locales —como lo hacía Sánchez en Veracruz. Al igual que Múgica y Tejeda, Neri se quejó continuamente por la intromisión de Figueroa en asuntos que no eran de su competencia. Obregón negoció con Figueroa su cambio a otra entidad, pero éste se resistía —tal como lo haría Cedillo años después al negarse a dejar San Luis Potosí. Figueroa era uno de los muchos generales que no querían a Calles en la presidencia. Al iniciar la rebelión delahuertista, Figueroa fue de los primeros en unirse a ella y así evitó también cumplir el compromiso de ser cambiado a otra entidad. El caso de Guerrero muestra cómo el poder caciquil hacía más difíciles y delicadas las decisiones, que son facultad exclusiva del presidente, como era la de cambiar a jefes militares. También muestra cómo en esos años los militares con mando de tropa tenían —o sentían tener— la facultad de decidir quién se sentaría en la silla presidencial.

 

 

La sucesión presidencial de 1924

 

En 1923, el llamado triángulo sonorense parecía más fuerte que nunca; estaba formado por Obregón, De la Huerta y Calles, presidente, secretario de Hacienda y de Gobernación, respectivamente. En ese año se intensificaron las negociaciones, las especulaciones y los movimientos para definir quién sería el candidato de este poderoso grupo para suceder a Obregón. Como éste favorecía a Calles y como De la Huerta negaba cualquier ambición presidencial y decía apoyar la candidatura del ministro de Gobernación, las cosas parecían marchar sobre ruedas. Fue esa percepción la que generó una gran inquietud en el mundo político, formado en gran parte por militares.

El presidente había enviado un mensaje equívoco desde que anunció su gabinete a fines de 1920: el líder del Partido Liberal Constitucionalista, general Benjamín Hill, fue nombrado secretario de Guerra y Marina. Al morir éste dos semanas después de tomar posesión, fue sustituido por otro prominente peleceano, Enrique Estrada. Si los líderes del partido que apoyaron la candidatura de Obregón a la presidencia formaban a la vez el alto mando de las fuerzas armadas, ¿qué se podía esperar del apolitismo de otros generales? Diferencias de criterio sobre diversos asuntos nacionales alejaron a ese partido del presidente, por lo cual algunos de sus miembros salieron del gabinete a fines de 1921: el propio Estrada, en Guerra y Marina; el general Antonio I. Villarreal, en Agricultura; y el licenciado Rafael Zubarán Capmany, en Industria y Comercio. El presidente y su secretario de Gobernación promovieron el crecimiento del Partido Cooperatista Nacional para contrarrestar al Partido Liberal Constitucionalista. Pero cuando aquél buscó también librarse de la influencia del Ejecutivo, se convirtió igualmente en fuente de resentimiento por parte del obregonismo. Pero también había militares prominentes que pertenecían o apoyaban al Cooperatista Nacional, como los generales Guadalupe Sánchez y José Villanueva Garza, que habían hecho labor política a favor de los cooperativistas en Veracruz. La debilidad de los partidos políticos en ese tiempo favorecía que éstos buscaran el apoyo de personajes políticos de relevancia. Como en su gran mayoría eran militares, las diferencias y pugnas entre ellos se reflejaban en la vida de esos partidos.

Cuando en los inicios de 1923 la sucesión presidencial comenzó a ser el tema principal de la vida política y como el candidato favorecido por el presidente era Calles, las facciones militares buscaron unirse para combatir esa candidatura. En febrero se fundó la Unión de Militares de Origen Revolucionario 1910-1913; algunos generales también estaban disgustados por otro motivo: la nueva división militar del país, la cual les quitaba poder. [41] Entre los integrantes de la unión estaban los generales Enrique Estrada, Salvador Alvarado, Guadalupe Sánchez, Antonio I. Villarreal, Marcial Cavazos, Manuel García Vigil, Fortunato Maycotte, Manuel M. Diéguez, Rafael Buelna y Cándido Aguilar. (De ellos, tenían mando de tropa Estrada, Sánchez, Cavazos y Maycotte.) Todos se unieron a la rebelión de diciembre de ese año. En el seno de esta organización se discutieron, por un lado, los derechos civiles de los militares para participar en política y, segundo, el intento por contrarrestar la candidatura de Calles, mediante la elección de un candidato que fuese respaldado por la mayoría de esa asociación. En una de sus reuniones, Estrada señalaba que eran los soldados quienes habían pasado por todo tipo de penurias y, por tanto, eran los más capacitados para dirigir los destinos de la patria, ya que ellos se rebelaron, como ciudadanos en armas, en contra de una cruel dictadura. Revivía así tanto la vieja disputa entre civilismo y militarismo, como los argumentos usados por Obregón para rechazar las acusaciones de pretorianismo que le hacían cuatro años antes. La diferencia era que éste no tenía mando de tropa cuando buscaba la presidencia y Estrada sí. Criticaba a los “seudocivilistas”, a quienes no les interesaba la cosa pública sino el presupuesto, “y gritan que nosotros, como soldados, no tenemos derecho de pensar, ni de tener corazón; sólo a ellos corresponde dirigir la política y a nosotros tan sólo soportar las consecuencias de sus torpezas, ya que ellos vuelven discretamente a su casa eludiendo la responsabilidad si la tormenta vuelve”. [42] Reconocía que —por la Ordenanza Militar— no tenían derecho a hacer política, pero sí de preocuparse por la conducción del país. La prensa comentó extensamente estas palabras. Un editorial reconocía el derecho de los militares a tener pasiones políticas, pero una cosa era el soldado individual y otra la institución en su conjunto, pues “su deber, durante la lucha electoral, no es constituirse en elemento activo y determinante de ella sino, por el contrario, mantener la paz, para que pueda realizarse la voluntad popular”. [43] Cuestionaba las palabras del zacatecano ya que de esa preocupación por la conducción del país podía inferirse que se abrogaba el derecho de intervenir violentamente en asuntos políticos. Menos cuidadoso, pues no tenía mando de tropa, fue el general Villarreal quien expresó que “en política mexicana positiva cuando hay paz en una elección, es señal de que no ha habido elección”, para en seguida advertir que el gobierno fracasaría, como lo hizo el gobierno de Carranza, en la imposición de un candidato presidencial. [44] Tan políticos habían sido los militares en 1919 —parecía querer decir Villarreal— como lo eran en 1923, pues los motivos eran los mismos. Simultáneamente, distintas autoridades de la Secretaría de Guerra advertían de posibles violaciones al artículo 545 de la Ordenanza, que decía: “Queda estrictamente prohibido a todo militar en servicio tomar participación alguna, directa o indirectamente, en la política del país, sin que por esto pierda el derecho de votar o ser votado”. Estas advertencias —en forma de circulares que eran dadas a conocer a todos los jefes del ejército—, las veremos repetirse constantemente durante toda esta década.

La Unión de Militares intentó llegar a un acuerdo sobre un candidato al cual todos apoyarían; después de múltiples discusiones se eligió la del general Raúl Madero, pero poco después, con el rompimiento entre Obregón y De la Huerta, éste aceptó la candidatura que por tanto tiempo se había negado a aceptar, lo cual hacía inútil la de Madero que terminó por declinar. Era de esperarse que todos los militares anticallistas se unieran en torno a la candidatura del ex secretario de Hacienda, pero las ambiciones personales y las diferencias políticas acabaron por pesar más. Ni siquiera al estallar la rebelión los generales que la encabezaron se pusieron de acuerdo sobre quién fungiría como jefe supremo de la misma, ni sobre las estrategias a seguir.

La rebelión mostró crudamente las motivaciones personalistas de sus jefes y la desunión, las intrigas y los obstáculos entre ellos. Pero sobre todo puso en evidencia que los “anhelos democráticos” de los generales revolucionarios eran simples pretextos de esas ambiciones.

De ahí que en los años siguientes la prensa fuese sumamente crítica sobre la participación política de los militares.

Sin embargo, es un hecho que los generales revolucionarios eran actores políticos de primer nivel. La ausencia de organizaciones políticas sólidas, ya fuesen partidos, confederaciones obreras o campesinas, dejaban un gran hueco que ocupaban los generales.

Así como Carranza cuestionaba, en 1919, el activismo de algunos militares obregonistas y callaba sobre el apoyo en favor de Bonillas, también Obregón calló ante delitos de militares en favor de Calles. Antes de estallar la rebelión, el general Arnulfo R. Gómez, jefe de Operaciones en el Valle de México, amenazó, secuestró y sobornó a varios diputados federales para que dejaran de apoyar a De la Huerta y respaldaran a Calles, en la importantísima votación para conformar la comisión permanente que calificaría la elección presidencial de 1924. [45] También, con distinta vara fue medida la flagrante infracción del coronel José Álvarez, quien en Monterrey, cuando era jefe del Estado Mayor del general Amaro (o sea que estaba en activo), dio un discurso de bienvenida a Calles, quien estaba de gira política en Nuevo León. La prensa comentaba:

 

Aquello parecía más bien ceremonia oficial. Se le recibió con banda militar en la estación; lo acompañó hasta su alojamiento el jefe de operaciones militares, y, para colmo de acatamiento, y como podría hacerlo un orador partidista, nada menos que el jefe del estado mayor del general Amaro pronunció un discurso tan virulento como entusiasta en favor del candidato. [46]

 

Álvarez fue arrestado, consignado y liberado por un juez de instrucción militar apenas una semana después de dicha perorata, a pesar de la proverbial lentitud de la justicia militar. [47]

Después de ser derrotada la rebelión y, por tanto, de ser desechada la candidatura de De la Huerta, Calles contendió contra el general Ángel Flores, quien fue derrotado en las urnas. La animadversión de un importante sector de las fuerzas armadas hacia Calles fue una constante durante toda su administración. Esto llevó al presidente a buscar otros apoyos políticos, sobre todo en la poderosa CROM de Morones. El ejército parecía confirmar que no era una institución confiable y sí muy peligrosa. Poco antes de que tomara posesión, corrió el rumor de que el ejército sería sustituido por batallones obreros y campesinos. Como muchos rumores, tenía algo de verdad y algo de mentira. Efectivamente, existía un pacto secreto entre Calles y Morones quien, a cambio de apoyo político, recibiría la cartera de Industria y Comercio, la creación de una Secretaría del Trabajo y la formación de batallones obreros. Los dos últimos puntos nunca se concretaron, pero ello no mermó la alianza. Durante la rebelión, Calles suspendió su campaña política, así como su licencia ilimitada en el ejército, y se puso a las órdenes de Obregón quien lo mandó a reclutar fuerzas irregulares al norte del país. Esta tarea le dio la oportunidad de ver de cerca el uso político y castrense que se podía obtener de los agraristas. Ya lo conocía vicariamente, puesto que como ministro de Gobernación apoyó a gobernadores que recurrieron a ellos, principalmente Tejeda en Veracruz (quien llegó a ser su secretario de Gobernación). Aunque la sustitución del ejército por fuerzas irregulares nunca se llevó a cabo —Calles jamás pretendió hacer eso realidad—, el papel de esos grupos comenzó a ser un contrapeso a la enorme fuerza del ejército nacional, sobre todo cuando se buscaba disminuir sus efectivos y su presupuesto. Para tranquilizar a las fuerzas armadas de su posible sustitución por batallones obreros y campesinos, al inicio de su administración Calles ordenó arrestar en el puerto de Veracruz a Herón Proal, líder del movimiento inquilinario en ese puerto que acostumbraba organizar mítines donde se insultaba a la burguesía, a los capitalistas y al ejército nacional. Por esto último fue detenido y juzgado para beneplácito de los generales revolucionarios. La medida mataba dos pájaros de un tiro, ya que el presidente quería terminar con el poder de Proal porque éste se había negado a adherirse a la CROM. La prensa oficial lo decía claramente:

 

Lo primero que debe aprenderse es la primacía de la fuerza pública al servicio de la ley y de las autoridades supremas. Un buen pelotón de soldados deshace en un minuto lo que un agitador había levantado en varios años. Y es porque este agitador no supo aprovechar las energías dispersas que se le brindaban para hacer de ellas un haz vigoroso, ni para juntarlas con mayor provecho aún, a las fuerzas enormes del laborismo organizado. Los soldados que sujetaron a Proal, representan la fuerza y el derecho, sin los cuales no puede existir consentimiento de la opinión y simpatías aprobatorias de la colectividad. [48]

 

 

Los militares durante el callismo

 

Calles llegó a la presidencia fortalecido en algunos aspectos y debilitado en otros. Su administración quedaría marcada por esos claroscuros, así como por la solución que pretendió darle a ciertos problemas y el manejo político que ejerció desde la presidencia. El fracaso del delahuertismo barrió con buena parte de la oposición política a su candidatura. Los militares anticallistas que no defeccionaron tuvieron que calmarse por un tiempo. El presidente, con el conocimiento de que tenía al tigre en casa, formalizó un proyecto de reducción y profesionalización de las fuerzas armadas. Al mismo tiempo fortaleció y extendió su alianza con la CROM y con algunas organizaciones campesinas. Su mayor debilidad era la figura omnisciente de Obregón, artífice de la victoria sobre el delahuertismo. Gran parte de los generales con los que debía colaborar tenía una gran admiración y respeto al Cincinato sonorense; todo su cuatrienio estuvo marcado por la sombra del caudillo. La confederación y su brazo político, el Partido Laborista Mexicano, eran una organización jerárquica, vertical, que funcionaba como un ejército; incluso tenía su estado mayor (el grupo Acción) que decidía las estrategias y los métodos a seguir. Al igual que el ejército, tenía una gran capacidad de movilización, de chantaje y de ejercicio de la violencia. Ya hemos visto cómo el Departamento de Establecimientos Fabriles (en manos de la Confederación Regional Obrera Mexicana) logró mantener todas sus facultades, a pesar de los tímidos intentos de Obregón por disminuirlas.

Las organizaciones campesinas con las que mantuvo alianzas dependían de algunos mandatarios estatales. Eran las ligas campesinas (o ligas de resistencia agraria) formadas por los gobiernos de Tamaulipas, Veracruz, San Luis Potosí, Yucatán y Tabasco. La organización campesina más poderosa, pues tenía fuerza a nivel nacional, el Partido Nacional Agrarista que lideraba Antonio Díaz Soto y Gama, era abiertamente obregonista, y el caudillo difícilmente entregaría ese capital político a Calles. De hecho, éste tuvo una relación difícil con ese partido. Las disputas entre agraristas y cromistas se reflejarían con mayor violencia en las elecciones estatales, aderezadas con la intervención de los generales que, en la mayoría de los casos, mostraban una abierta animadversión hacia la confederación de Morones.

Los conflictos electorales en los estados serán de mayor calado en este cuatrienio puesto que, además de la violencia que ejercían los políticos locales y el ejército, hay que añadir la de la CROM y de los agraristas, que anhelaban aumentar su poder en todo el país. Jean Meyer aprecia dos fases en esas luchas: 1924-1925, “cuando los callistas tratan de asegurarse el control de los estados y se presentan conflictos relativamente sencillos”; y el periodo 1926-1928, “cuando la política dominante es el retorno abierto de Obregón a la vida pública”. [49]

En las elecciones de Hidalgo contendieron el coronel Matías Rodríguez y Francisco López Soto; el primero apoyado por el Partido Laborista Mexicano, el segundo, por Antonio Azuara, gobernador en turno. El jefe de Operaciones, Pedro Gabay, intervino en favor del primero al desarmar a defensas sociales favorables a López Soto. Calles reconoció el triunfo del coronel laborista. [50] En Coahuila volvió a participar el general Luis Gutiérrez contra el general Manuel Pérez Treviño, ex jefe del Estado Mayor Presidencial de Obregón. Fue un caso insólito, ya que Calles reconoció al segundo y el Senado al primero, lo que muestra cómo el presidente gobernó con una minoría en las cámaras federales. Igual que unos años antes, Gutiérrez tenía el apoyo —entre otros senadores— de su hermano Eulalio. Un mes después de esta decisión, y por presión del Ejecutivo, la cámara rectificó y le dio el triunfo a Pérez Treviño. [51]

El congreso local de Nayarit, en un camarazo típico de la época, desaforó al gobernador Miguel Díaz y nombró al coronel Ismael Romero Gallardo. Se dieron actos de violencia por partidarios de unos y otros, a tal punto que Calles acordó “dejar en plena libertad al gobierno y habitantes de ese estado arreglar sus propios asuntos”, por lo cual ordenó al general Matías Ramos Santos, jefe militar en el estado, abandonar la entidad con toda la tropa a su mando para así evitar que, al inmiscuirse en conflictos locales, se culpara a la federación por esa intervención, al mismo tiempo que se le pedía imparcialidad y garantías para todos. El pánico generado por este anuncio provocó que los diputados que desaforaron al gobernador salieran del estado en huida y con temores por su integridad personal. Sus suplentes devolvieron el puesto a Díaz. La amenaza de abandonar la entidad no era nueva y los presidentes sonorenses la utilizaron en varias ocasiones, ya que se dejaba en completa indefensión a la población, que sabía de la violencia de la que eran capaces agraristas, laboristas y fuerzas políticas locales, además de la eterna plaga del bandolerismo. Podemos ver cómo esa amenaza provocó de inmediato la caída de un gobernador, mismo que culpó al general Ramos de inmiscuirse en la política de Nayarit. Romero Gallardo dijo que Ramos, “olvidándose de sus deberes de soldado, se ha convertido en líder político, pues es nada menos que presidente de la liga de comunidades agrarias”; incluso se atrevió a enviarle a un oficial que lo amenazó para que renunciara. A pesar del partidarismo de estas palabras, el hecho es que Matías Ramos participó activamente (y no solamente por omisión: el retiro de tropas) en el entronizamiento de Díaz, la caída de Romero Gallardo y el regreso del primero. Calles requería de un aliado en la entidad, en la cual influía notablemente el poder regional de José Guadalupe Zuno, gobernador de Jalisco, obregonista fervoroso y enemigo de Morones (Zuno fue depuesto en marzo de 1926). [52] En Nayarit, los excesos de algunos jefes militares llegaron al paroxismo en 1926 cuando, en Acaponeta, el senador Luis López Souza y cuatro de sus hijos fueron asesinados por el jefe de la guarnición de esa población, el mayor Francisco Martínez, por órdenes expresas del jefe de operaciones, Alejandro Mange, debido a conflictos políticos que fueron disfrazados de una simple escaramuza en la cual, según la versión que dio Mange, los primeros en sacar las armas fueron los Souza mientras que los militares simplemente repelieron la agresión. [53] La Secretaría de Guerra mandó a una comisión a investigar los hechos, que en vez de trabajar se la pasó de cacería o en banquetes en San Blas. Según un informe de gobernación, Mange actuaba de conformidad con hacendados —quienes le habían obsequiado un automóvil— que se oponían al reparto agrario, por lo cual sus hombres también acostumbraban matar a campesinos y líderes agrarios. [54]

Militares como éste tenían por costumbre intervenir en cuestiones políticas en todos los lugares a donde eran enviados. No siempre seguían una línea política que les mandara la presidencia o la Secretaría de Guerra sino que se guiaban por motivaciones personales. Además de Mange, otro de esos militares era el general Eulogio Ortiz, quien constantemente era llamado al orden por inmiscuirse en política. En Aguascalientes, en una disputa poselectoral reconoció como gobernador a uno de los candidatos porque era su amigo, cuando el congreso local había hecho lo mismo con el otro. [55] En Zacatecas participó activamente en la caída del gobernador, pero cuando ésta parecía retrasarse pidió permiso a Amaro para ir a la capital y poderle informar a usted y al sr. presidente de una sucia maniobra que han fraguado el gobernador Castañeda y el enviado confidencial de Gobernación, Lic. Castelazo, con el objeto de prolongar la estancia en el poder del primero de estos señores, cuando todo estaba arreglado para su salida definitiva, como me permití anunciárselo en una de mis cartas anteriores. [56]

 

Con el sucesor de Castañeda, Fernando Rodarte, destacado miembro de la CROM, mantuvo constantes rencillas, por lo cual Ortiz fue cambiado a Durango, ya que entre otras cosas Ortiz lo acusaba de ser enemigo del ejército, de autonombrarse paladín de los obreros, pero incapaz de organizarlos en la entidad que gobernaba. [57]

 

 

El asesinato del presidente electo

 

El presidente Calles se preocupaba y se ocupaba de los conflictos en los estados, terreno fértil para consolidar su poder a través de los manejos políticos de la CROM; pero también en las entidades de la República encontraba feroces resistencias a su gobierno. No sólo era debido a la guerra cristera, viva y ardiente en gran parte del occidente, sino por conflictos de toda índole en casi todo el país. Desde 1925 se enfrentó a la sombra de la reelección de su antecesor. En ese año se presentó una iniciativa que modificaba los artículos 82 y 83 de la Constitución, que hacía posible la reelección presidencial en periodos no consecutivos. Aunque el proyecto fue rechazado, se volvió a presentar un año después con mayor fortuna: fue aprobado por ambas cámaras. A ese tenor se desató la sucesión presidencial, mucho tiempo antes de lo acostumbrado en el México de aquel tiempo. La bandera antirreeleccionista fue sacada del armario y desempolvada. Nadie podía olvidar que bajo ese principio inició la Revolución, de la cual la mayoría de la clase política se sentía o se decía heredera. Por su carga histórica y emotiva, esa bandera opacaba a las de sucesiones anteriores: la lucha contra la imposición de un candidato oficial. Era tanta la fuerza de Obregón que nadie podía sospechar que Calles pretendiera imponerlo. El sospechosismo más bien iba en sentido contrario: ¿realmente el presidente Calles apoyaba esa reelección o se la imponían? Calles no se pronunció abiertamente a favor o en contra, pero personas de su entorno sí lo hicieron en contra, el principal, su secretario de Industria, Luis N. Morones, de quien se había hablado mucho como posible candidato a la presidencia. De esta forma, la lucha por la sucesión se perfilaría como una lucha entre Obregón y Morones.

Pero había otros personajes en esa tragicomedia. Así como la candidatura de Calles en 1923 provocó una división en el ejército, la reelección de Obregón también. No tan grave ni tan abierta, pero sí preocupante para quienes apoyaban al ex presidente. Éste siempre había jugado brillantemente el papel de ciudadano en armas; así se forjó la imagen del civil que empuña las armas por necesidad y por patriotismo: así lo había hecho contra Huerta, contra Villa, contra la imposición de Bonillas y contra los infidentes delahuertistas. Era, como él mismo decía, “carne de crisis”, aquel a quien siempre se recurre en casos de emergencia. De ahí que muchos sospecharan que la rebelión de los indios yaquis, que inició en septiembre de 1926, fuera provocada por el Cincinato sonorense. Todo empezó cuando el tren en que viajaba fue rodeado por una de aquellas tribus para presentarle una serie de peticiones al gobierno federal. Esa fue una versión de los hechos, la oficial fue que el tren había sido atacado. Menos de un mes después había en Sonora 15 000 hombres del ejército que rodeaban a los yaquis; comandaba la campaña Obregón y dos obregonistas de gran peso en el ejército: Joaquín Amaro, secretario de Guerra, y el divisionario Francisco Manzo, comandante en esa entidad. No solamente era presentarse como el caudillo que soluciona los más graves conflictos y, por tanto, que se transforma en un personaje insustituible; también contribuía a salvar su situación económica y la de sus allegados: la campaña por fuerza favorecía a los pequeños y grandes productores de la región, que podían vender sus alimentos a los miles de soldados destacados en la entidad; esto sucedía en tiempos de crisis económica, que había afectado seriamente los negocios de Obregón. [58]

Además, la campaña militar se llevó a cabo al mismo tiempo que se discutían las reformas constitucionales y cuando cobraban fuerza dos candidatos más: los generales Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez. El primero, sinaloense, formado bajo la protección de Obregón, quien lo hizo secretario de Guerra y Marina durante su administración, tenía simpatías en el ejército, pero éstas se debían más por ser protegido del caudillo. Antes de que se formalizaran las reformas constitucionales, muchos militares pensaban que sería el candidato del ex presidente. Un editorialista se preguntaba:

 

¿Es el general Serrano una personalidad sobresaliente en nuestro mundo político? ¿Cuáles méritos ostenta para que con tanta facilidad se le brinde su candidatura para la presidencia?... Por más indagaciones que hacemos por todas partes, no podemos convencernos de que el general Serrano sea una personalidad de valor intrínseco en nuestro mundo político. Su popularidad no suena por ninguna parte. Ni en el ejército ni fuera de él, el general Serrano tiene la magia suficiente para atraerse numerosos partidarios... En los días en que la revolución delahuertista puso en grandes apuros al gobierno no fue Serrano quien más lauros conquistó en los campos de batalla... Muchos piensan que el general Obregón piensa reelegirse en la persona de Serrano. Así se conciliarán perfectamente los dos principios antagónicos. Habrá y no habrá reelección. [59]

 

El otro candidato, el sonorense Arnulfo Gómez, era de una personalidad más vigorosa; había sido comandante de las más importantes jefaturas de operaciones: Valle de México, Jalisco y Veracruz. En esta última entidad tenía muchas simpatías entre los comerciantes, propietarios urbanos y rurales. Se forjó en la milicia, incluso antes de la Revolución, y sus ascensos no fueron tan meteóricos como los de Serrano. Era un militar más hecho que Serrano y como tal estaba acostumbrado a que siempre se le obedeciera, incluso fuera del ámbito castrense. Esto le había ocasionado dificultades con algunas autoridades civiles; sin embargo, no era reacio a negociar con éstas. Esa forma de proceder le trajo simpatías, sobre todo en Veracruz; él —sin autoridad para hacerlo— deportó a Herón Proal a su natal Guatemala, donde no lo aceptaron y el vapor que lo llevaba lo trajo de regreso a México; pero ese gesto de autoridad produjo enorme aceptación en una buena parte de los habitantes del puerto. Igualmente, su enemistad hacia Morones le granjeó simpatías entre el sector comercial y productivo del puerto. Además, se sabía que Gómez había prometido que de llegar a la presidencia arreglaría el conflicto religioso. Un agente de Gobernación informaba a su patrón que, en conversación con el arzobispo de México, éste le comentaba que la Iglesia “no necesitaba prensa, sino un caudillo”; daba a entender que se trataba de Gómez, ya que durante el movimiento cismático que intentaba crear una “Iglesia mexicana” el clero lo veía con simpatía, pues les había prometido que en Jalisco no habría cisma; y efectivamente no lo hubo. [60] La prensa recordaba la energía con que procedía pues durante la rebelión delahuertista llegaba a ordenar ejecuciones sin proceso alguno:

 

Con su policía militar aprehendía a diestra y siniestra a infinidad de ciudadanos por el grave delito de haber sido amigos, unos; empleados, otros, y simpatizadores de don Adolfo de la Huerta, los más, e internados en la prisión militar de Santiago Tlatelolco. Es deber asentar en los libros todo ingreso, pero don Arnulfo Gómez ordenó que a todos los individuos que enviase con cierta contraseña, no se les diera alta y se les fusilara al amanecer del siguiente día. [61]

 

Con las reformas a la Constitución ambos generales vieron disminuidas sus posibilidades de llegar a la presidencia, porque muchos de los apoyos que pretendían obtener en la esfera castrense se debían a un escenario político sin Obregón como candidato. Cuando éste anuncio su candidatura, el 26 de junio de 1927, gran parte de los generales cercanos a Serrano y a Gómez se decantaron hacia el bloque reeleccionista o mantuvieron una actitud pasiva. Así lo hicieron Jesús M. Ferreira y Juan Domínguez, quienes en un principio apoyaban a Serrano.

A pesar de los constantes llamados de la Secretaría de Guerra para que jefes de operaciones, de guarnición y comandantes de cuerpos de línea se abstuviesen de participar en política, éstos lo seguían haciendo, y tanto Obregón como Serrano y Gómez tenían sus listas de generales y coroneles “adictos a su candidatura”. Es más, al parecer el propio subsecretario del ramo, general Miguel Piña, alentaba disimuladamente a los candidatos antirreeleccionistas. [62] Según esta versión, Piña seguía órdenes de Calles, quien era contrario a la candidatura de Obregón, pero tampoco quería patrocinar abiertamente a un candidato enteramente callista como Morones, pues así se enfrentaría al disgusto de Obregón. La conducta de Piña causó desconcierto en círculos castrenses porque se mandaban señales equívocas, que era lo que Calles buscaba. Durante la campaña, debido a las ofensas de Gómez y Serrano hacia Obregón, muchos generales se dieron cuenta de que esas candidaturas estaban destinadas al fracaso.

Serrano fue cortejado por el callismo, ofreciéndole el gobierno del Distrito Federal; desde esa magnífica plataforma política y económica Serrano promovió su precandidatura. Por su parte Gómez lo hizo desde la Jefatura de Operaciones Militares de Veracruz. Serrano tenía como su principal valedor al general Eugenio Martínez, jefe de operaciones en el Valle de México. Gonzalo N. Santos lo recuerda así:

 

El general Serrano, a quien seguramente el general Calles le había dado volantín, renunció como gobernador del Distrito, pero ya he dicho que las fuerzas federales que comandaba en el valle de México y en la capital, estaban a las órdenes del general Eugenio Martínez que era serranista de hueso colorado y socio de él en todos los garitos de juego, en donde también tenían como socio al inspector general de policía, general Roberto Cruz. [63]

 

Calles no buscaba que ganaran las elecciones, simplemente les daba juego político, a uno como jefe de operaciones en Veracruz, al otro como gobernador del Distrito; de esta forma mantenía cerca a los enemigos de la diarquía gobernante (Calles-Obregón). También lograba dividir políticamente a los altos jefes del ejército, puesto que unos apoyarían a uno de los candidatos antirreeleccionistas y otros a Obregón. Las sucesiones presidenciales son juegos políticos en los que intervienen muchos factores, personajes, circunstancias e instituciones, y no se pueden simplificar a la voluntad o al capricho de uno u otro personaje, mucho menos en aquel tiempo. La ausencia de partidos políticos fuertes las convertía en un juego peligroso, pues la fuerza de un candidato era la suma de los caudillos que lo apoyaban. La mayoría de ellos pertenecía al ejército nacional, por lo cual éste era en realidad una institución política. Ni Calles, Obregón, Serrano y Gómez podían ignorarlo. Pero tampoco lo podían hacer los políticos civiles como Morones o Antonio Díaz Soto y Gama, creadores de organizaciones de masas que buscaban convertirse en un contrapeso a los militares. De ahí que los constantes llamados y advertencias para que éstos no se mezclaran en asuntos políticos caían en oídos sordos, y las propias autoridades castrenses lo sabían; los mismos que hacían esos llamados eran los primeros en mezclarse en política. Durante el cuatrienio callista hubo más advertencias que en la administración anterior, pues tanto el presidente como el secretario Amaro querían unas fuerzas armadas más profesionales. Pero esa meta se contraponía al poder político que tenían los militares.

En el capítulo anterior señalé cómo la Ley Orgánica de 1926, lejos de castigar a los militares que pedían licencias para dedicarse a actividades políticas, las fomentaban, pues conservaban el tiempo de servicio aun cuando estuviesen separados del ejército. Los militares designados para cargos de elección popular en el ámbito federal —presidente, senador y diputado— conservaban su antigüedad en el ejército por el tiempo que durara el puesto; lo mismo sucedía si la designación para laborar en la administración pública federal era hecha directamente por el presidente de la República. En cambio, para gobernador, diputado local, presidente municipal, o funcionario en alguno de estos dos ámbitos, no conservaban la antigüedad por el tiempo que durara el encargo.64 En 1927, de 488 generales que había en el ejército, 114 tenían licencia ilimitada, que en parte prueba el involucramiento del ejército en la política. Y digo en parte porque el número tan alto de licencias también se debía al exceso de generales en el ejército, por lo cual la administración castrense tenía a muchos sin actividad alguna. A un editorialista le parecía

 

natural que siendo los candidatos visibles hasta ahora, generales del ejército, sus más fervorosos y entusiastas partidarios se hallen en las filas de éste. Lo malo es que no siempre que ha ocurrido —¡y vaya si han sido muchas veces!— los militares supieron renunciar a la superioridad que les da la fuerza de que disponen, para ponerse en igualdad de condiciones con los civiles, antes de entrar en la lucha política. El militar que se ha sentido arrastrado hacia la política, ha preferido por lo común ser político sin dejar de ser militar. Y ningún partido mejor organizado, más homogéneo y manejable que una fracción del ejército, sometida a su jefe por los férreos lazos de la Ordenanza. Con la ventaja, sobre todos los demás, de que en cualquier momento se puede transformar, de máquina de expedir votos, en mecanismo de lanzar balas, sin ningún esfuerzo particular por parte de quien lo dirija. Esta supremacía es justamente la que se renuncia con dificultad. Ella es también la que reduce a nada la importancia de las agrupaciones políticas no integradas militarmente ni adiestradas en el arte de la guerra, cuando se trata de resolver en última instancia una cuestión electoral. [65]

 

La experiencia de aquel año sirvió para que la administración castrense concediera menos licencias ilimitadas. En 1929, de 372 generales que tenía el ejército sólo 16 tenían licencia ilimitada y un año después de 387 sólo 9 gozaban de esa prerrogativa. [66]

Nadie en México, fuese civil o militar, creía que en el país existiese o pudiese llegar a haber elecciones confiables. De ahí el ansia por levantarse en armas, incluso antes de la propia elección. Eso les sucedió a Gómez y Serrano, que terminaron por recurrir a un fallido golpe de estado en la capital del país. Al parecer, Eugenio Martínez fue quien se echó para atrás y así logró conservar la vida, no así Serrano que fue fusilado sin consejo de guerra previo, junto con nueve de sus seguidores, varios de ellos civiles. Serrano fue capturado en Cuernavaca y fusilado en Huitzilac, sin siquiera haber hecho una declaración o un plan político que desconociera al gobierno.67 Ante la muerte del sinaloense, Gómez buscó ponerse al frente de fuerzas en Veracruz, pero poco pudo hacer: fue capturado, sujeto a consejo de guerra y fusilado. [68] Otros militares que fueron ajusticiados o que murieron en escaramuzas con las fuerzas federales fueron los generales Héctor Ignacio Almada, Alfredo Rueda Quijano, Óscar Aguilar (cercanos a Eugenio Martínez), Agapito Lastra, Alfredo Rodríguez, Norberto Olvera, Arturo Lazo de la Vega (retirado), Horacio Lucero y Francisco Bertani.

El historiador Jean Meyer ha dicho sobre este momento de la historia política del país que:

 

Los fusilamientos en la guerra contra los delahuertistas no habían dejado tal impresión en la opinión pública. Lo ocurrido en octubre de 1927 fue un trauma según lo manifiestan muchos testimonios de la época... Es cuando muchos desesperan. Al haber provocado esa lucha salvaje por su tentativa reeleccionista, Obregón se mutilaba en octubre de 1927, acabando con sus adversarios. Además polarizaba los odios y quedaba frente a frente con Morones... Los tiempos inciertos no habían terminado, tiempos en que los tiranos prosperan para entretener al caos o para domarlo... No quedan en el escenario más que Calles, Obregón y Morones. “Quien mata más es quien gobierna”, confió a un íntimo amigo el general Obregón; lo confirma la sangrienta eliminación de los antirreeleccionistas y la purga del ejército: 40 generales fusilados, muchos oficiales superiores ejecutados o expulsados de los cuadros. [69]

 

Obregón siguió su campaña en solitario, pero por eso mismo se intensificó el enfrentamiento con Morones; el Partido Laborista Mexicano había aceptado con reticencias apoyar su candidatura. Se decía que Morones alentaba a los enemigos de Obregón, principalmente a los antirreeleccionistas, resentidos por el fusilamiento de sus candidatos, y los cristeros que veían en Obregón la misma política hacia la Iglesia. El 1 de julio de 1928 Obregón ganó unas elecciones sin competidores. Cuando el 17 de julio fue asesinado por el joven católico José de León Toral, muchos sospecharon que detrás del gatillero estaba el líder de la CROM e incluso el propio presidente. Éste se vio obligado a pedir las renuncias de los principales laboristas en su gabinete: a Morones, como secretario de Industria, a Celestino Gasca, como jefe del Departamento de Establecimientos Fabriles, y a Eduardo Moneda, como director de los Talleres Gráficos de la Nación.

Muchos autores han coincidido en señalar el hábil manejo de Calles en la más grave crisis de su gobierno. El disgusto y las sospechas hacia la dupla Calles-Morones llegaron a las más altas esferas castrenses. Ya hemos señalado la animadversión que muchos generales mostraban hacia Morones y los métodos de la CROM. En la capital del país los generales conspiraban abiertamente pues se reunían en el hotel Regis, mientras se rumoraba que el presidente quería extender al menos dos años su mandato, en tanto que otros se pronunciaban por que lo dejara el 30 de noviembre. Para acabar con esas especulaciones, en su último informe de gobierno Calles señaló que había que aprovechar la crisis, por más dolorosa que fuera la pérdida de un gran hombre, para que de esta manera terminara la época de los hombres fuertes e iniciara una etapa de instituciones, que serían el sostén del país. Prometió terminar su administración el último día de noviembre. Pidió al congreso que designase un presidente provisional, como también la fecha para nuevas elecciones en las que se eligiera un presidente constitucional. Se dirigió especialmente al ejército con estas palabras:

 

Nunca como hoy, por mi resolución irrevocable, y que durará hasta mi muerte, de no abrigar la más remota ambición de volver a tener el carácter de presidente de la República, nunca como hoy he podido sentirme más lógicamente autorizado para constituirme, ante el país, como me constituyo, en fiador de la conducta noble y desinteresada del ejército... Que todos los miembros del ejército nacional, conscientes de su papel definitivo en estos instantes, se encierren en el concepto real y ennoblecedor de su carrera militar, en la que el honor y la fidelidad a las instituciones legítimas deben ser norma fiel y guía constante; e inspirándose en los deberes que su alta misión les impone, desoigan y condenen con toda energía las insinuaciones calladas y perversas de los políticos ambiciosos que pudieran pretender arrastrarlos y escojan, entre la satisfacción íntima del deber cumplido y el reconocimiento de la República y el respeto del exterior, y una conducta de deslealtad, de traición real a la Revolución y a la patria en uno de los instantes más solemnes de su vida; conducta que nunca encontraría justificación ante la sociedad ni ante la Historia. [70]

 

Con estas palabras, a la vez que recordaba los deberes constitucionales de los generales, halagaba su vanidad al insinuarles que ellos se habían portado a la altura de las circunstancias y los conminaba a que no fueran a echar todo a perder; también recurría a la vieja estratagema de culpar a los políticos y sus ambiciones de las deslealtades de los militares; aquéllos eran quienes incitaban a la rebelión a éstos y, de no ser por los políticos, los generales seguramente se dedicarían en cuerpo y alma a la defensa de la soberanía nacional. Éste era un tópico muy utilizado en la época, al cual los militares eran muy afectos para justificar y minimizar sus propios errores, crímenes y deslealtades o, bien, los de sus colegas caídos en desgracia. Pero Calles estaba muy lejos de creer esto y de minimizar el poder político y las ambiciones de los altos jefes militares; de ahí que su siguiente paso fuera convocarlos a una reunión en Palacio Nacional para discutir el tema de la sucesión presidencial. Ahí les planteó que para transitar sin peligro a una vida institucional era indispensable la unidad del ejército, pues

 

desunido el ejército, vendría como consecuencia ineludible la desunión de toda la familia revolucionaria, porque una parte de esa familia se iría con un grupo y otra con otro grupo, y entonces, si un gobierno llegara a constituirse en semejantes condiciones, no sería un gobierno nacional, sería un gobierno de facción... Yo no sé si estaré equivocado, pero creo conocer personalmente a casi todos y cada uno de los componentes del ejército, y basado en ese conocimiento, tengo la creencia de que sería un error muy lamentable que nos llevaría a un fin contrario al que perseguimos —quiero decir que vendría la desunión del ejército—, si uno de sus miembros, cualquiera que sea su jerarquía, cualquiera que sea su prestigio y la fuerza que tenga dentro de la institución, tuviera pretensiones en estos momentos históricos, de aspirar a la primera magistratura del país; yo estimo que en este periodo [1928-1934], el ejército debe mantenerse al margen de la situación; que ninguno de sus miembros debe presentarse como candidato, porque ese solo hecho traería la división dentro de la institución, porque despertaría —les dije que les hablaría con rudeza—, recelos en unos y suspicacias en otros: unos no creerían asegurada su situación, los otros temerían encontrar hostilidad, y así el ejército comenzaría a dividirse en grupos. [71]

 

Con estas palabras dejaba implícito que la unidad del ejército era sumamente precaria, al desaparecer el hombre indispensable. También reconocía una realidad que, con los sucesos recientes, ya casi nadie podía negar: las ambiciones políticas de los generales minaban el prestigio, el profesionalismo y la incipiente institucionalización de las fuerzas armadas. De seguir por el mismo camino peligraba la propia institución y, por supuesto, la paz e integridad del país. También obligaba a los que no estuviesen de acuerdo a manifestarlo libremente, pues la reunión se planteó como una discusión libre sin las ataduras de la disciplina. Uno de los generales que con mayor entusiasmo apoyó el que ningún militar buscase la presidencia provisional y la constitucional fue José Gonzalo Escobar, quien pocos meses después se levantó en armas; en esa reunión dijo: “En lo que respecta al ejército..., quiero manifestar que los cuartelazos y las asonadas ya pasaron a la historia... Considero que el ejército ha quedado definitivamente purgado”.

Sería ingenuo pensar que las palabras lo eran todo, en política eso no lo ha sido ni lo será nunca. Calles no podía quedarse satisfecho con los conceptos de Escobar o de otros que dijeron más o menos lo mismo. El presidente ofreció —directa o indirectamente— a varios jefes puestos públicos a cambio de su lealtad: a Escobar le prometió la Secretaría de Industria en el gobierno que debía iniciar en febrero de 1930; Escobar no aceptó. Con Juan Andreu Almazán, jefe militar en Nuevo León, llegó a un acuerdo para que se hiciese gobernador constitucional de Puebla a su hermano Leónides Andreu Almazán, a pesar de que éste había nacido en Guerrero. A Cedillo lo ascendió a general de división. [72] Ya hemos visto que también promovió que el Senado ratificara un buen número de grados.

El arreglo con los generales le dio a Calles un amplio margen de maniobra para acordar con los políticos el nombre del presidente provisional. La elección de Emilio Portes Gil fue acordada y votada por unanimidad en la Cámara de Diputados. El político tamaulipeco tenía la ventaja de ser obregonista y satisfacía así a los seguidores del caudillo. Otra virtud era que no pertenecía al círculo íntimo del callismo, pues de haber sido así su elección habría sido más difícil. Era también un civil, lo cual demostraba que el presidente había impuesto exitosamente esa idea. En la misma sesión —25 de septiembre— el congreso señaló la fecha del 17 de noviembre de 1929 para la elección del presidente constitucional. De esa forma, quienes quisieran participar como candidatos podían hacerlo, salvando los requisitos del artículo 82 de la Constitución: para ser elegibles debían haber residido en el país un año antes de las elecciones y en el mismo periodo de tiempo no haber estado en servicio militar activo, ser gobernador, secretario o subsecretario de estado. Calles aprovechó perfectamente el ritmo político de la nueva sucesión presidencial: en una reunión informal pidió a los altos cargos de su gabinete, a los jefes militares en activo y a gobernadores que permanecieran en sus puestos hasta después del 18 de noviembre, con lo cual quedaban inelegibles como candidatos presidenciales. La razón aludida fue la misma que dio a los generales: evitar la división entre los revolucionarios. [73] El verdadero motivo era dejar fuera de la contienda a todos los personajes políticos y militares más destacados, con la excepción del general y licenciado Aarón Sáenz, a quien Calles había escogido para ser el candidato del naciente partido: el Partido Nacional Revolucionario, la institución que buscaba ser la encarnación de la unidad revolucionaria y de la nueva época que anunció tras la muerte del caudillo. Para dar un brochazo de congruencia a lo anterior, Calles anunció que se retiraba de la vida pública y sería como un ciudadano más; sus enemigos, especialmente los obregonistas como Soto y Gama, cuestionaron su intención de terminar con la época de los hombres fuertes, cuando Calles mismo había influido notoriamente en la designación de Portes Gil y después en la de Sáenz. En esa crítica, Soto y Gama utilizó la expresión de Jefe Máximo de la Revolución para aludir a su poder omnímodo, el cual cobró mayor significancia en el momento en que el sonorense anunció su “retiro de la vida pública”.

 

 

El Maximato

 

El respaldo a la candidatura de Sáenz parecía incuestionable, primero, porque lo apoyaba Calles y, segundo, por haber sido un fiel obregonista, coordinador de la segunda campaña presidencial del caudillo; lo más importante es que había sido un obregonista moderado, enemigo de acusar al callismo por la muerte de su jefe, al contrario de líderes como Soto y Gama, Aurelio Manrique y algunos generales como Francisco R. Manzo, Fausto Topete, José Gonzalo Escobar, entre otros. La amenaza de una nueva rebelión favoreció a quienes buscaban impulsar otra candidatura en el Partido Nacional Revolucionario, y así quitar el tufo de “imposicionismo”. Distintos jefes militares, políticos y líderes regionales consideraban que Sáenz, por su espíritu conciliador y sus nexos con la iniciativa privada de Nuevo León, estaba alejado de los postulados revolucionarios. Sobre todo, enfrentó la oposición de cuatro militares con mucha influencia: Joaquín Amaro, quien continuó como secretario de Guerra del presidente Portes Gil; Saturnino Cedillo, cacique de San Luis Potosí; Juan Andreu Almazán, jefe de operaciones en Nuevo León; y Lázaro Cárdenas, gobernador de Michoacán. Así cobró fuerza y apoyo la candidatura de Ortiz Rubio, quien terminó por imponerse como candidato del naciente Partido Nacional Revolucionario.

Pero antes de que esto sucediera inició la rebelión escobarista el 3 de marzo de 1929. La encabezaron los jefes de operaciones en La Laguna (Torreón), José Gonzalo Escobar; en Veracruz, Jesús M. Aguirre; en Durango, Francisco Urbalejo; y en Sonora, Francisco R. Manzo. En Sonora, Chihuahua y Durango se adhirieron los gobernadores y generales Fausto Topete, Marcelo Caraveo y Juan Gualberto Amaya, respectivamente. Fueron 22 batallones y 21 regimientos los que defeccionaron y que representaban el 28% de los efectivos del ejército. A diferencia de la rebelión delahuertista, en ésta fueron más frágiles las adhesiones al movimiento de los jefes de batallones y regimientos, pues varios de sus comandantes lo hicieron sólo de palabra y en cuanto pudieron regresaron a las órdenes del gobierno federal. Al igual que en 1923, los jefes que se rebelaron habían manifestado hasta el último momento su adhesión al gobierno de Portes Gil, para evitar que se enviara tropa a combatirlos. Así procedió Aguirre cuando acusó al gobernador de Veracruz, coronel Adalberto Tejeda, de sedición y con esa excusa ocupó todas las oficinas federales y estatales. El general José María Dorantes, jefe del 7º regimiento, se trasladó con su tropa a la capital del país para sustraerse de las órdenes de Aguirre. [74] De forma similar procedió Manzo, al acusar de sedición al general Antonio Armenta Rosas, jefe del 29º batallón; indicó a la Secretaría de Guerra que iba en su persecución cuando en realidad lo perseguía porque Armenta se había negado a secundar el movimiento. Al mismo tiempo lanzaba el Plan de Hermosillo, que desconocía al gobierno de Portes Gil, llamaba traidor a Calles y condenaba la imposición de Ortiz Rubio como candidato del Partido Nacional Revolucionario.

Debido a que en un accidente al jugar polo Amaro perdió un ojo y tuvo que ser atendido en un hospital en Estados Unidos, Portes Gil nombró secretario de Guerra a Calles para que dirigiera la campaña contra los infidentes. Tal vez sin quererlo, Calles emulaba el papel del caudillo, del ciudadano en armas que se ponía el uniforme y las botas cuando la patria estaba en peligro. Las incidencias de esta campaña han sido narradas prolijamente y no me ocuparé de ellas; sólo habría que mencionar a los generales que tuvieron mayor actividad en la misma: Juan Andreu Almazán, Lázaro Cárdenas, Eulogio Ortiz, Alejandro Mange, Saturnino Cedillo, Miguel M. Acosta, Anselmo Macías Valenzuela, Anacleto López, Rodrigo M. Quevedo, Gilberto R. Limón y Benigno Serrato, entre otros. A diferencia de 1924, en este movimiento casi todos sus jefes consiguieron escapar hacia Estados Unidos, pocos perecieron en combate o fueron fusilados. De los primeros, el general Miguel Alemán, y de los segundos Jesús M. Aguirre. La propensión de varios de esos jefes a asaltar trenes y bancos, antes de alcanzar la frontera, fue una de las peculiaridades del movimiento.

La rebelión de 1929 mostró de forma contundente las ambiciones personales detrás de este tipo de movimientos y que sus líderes buscaban llegar al poder por la fuerza, interesados en el poder por el poder mismo, haciendo parecer los ideales democráticos que esgrimían como simples pretextos. De forma más contundente que en 1923-1924 —que con todos sus errores, bajezas y personalismos tuvo hechos de valentía, generosidad y osadía—, en 1929 todo pareció una farsa y, por lo mismo, puso en evidencia la calidad moral de un buen número de generales que hicieron la Revolución. Para tener una idea más cabal —y más divertida— de las miserias de la política de aquel tiempo, le recomiendo al lector la sátira que de esa rebelión hizo Jorge Ibargüengoitia en su novela Los relámpagos de agosto. [75]

La depuración de generales obregonistas dejó a un Calles fortalecido. Muchos jefes que siempre lo habían odiado y despreciado estaban ahora muertos o exiliados; los que seguían en activo debían rumiar su enojo y convencerse de que al sonorense, más que despreciar, había que temer y respetar. La sociedad en su conjunto y los gobiernos que vinieron después comprendieron la urgencia de una profunda reforma del instituto armado. Tanta oratoria y tinta usada para alabar las reformas del ejército en años anteriores quedó severamente cuestionada ante la desfachatez con que actuaron Escobar, Aguirre y Manzo.

Al ponerse de nuevo al frente de la Secretaría de Guerra —aunque sólo fuera por breve tiempo, hasta que la revuelta fue sofocada—, Calles quedaba como figura principal, por encima del presidente Portes Gil. Sin embargo, éste no se quedó de brazos cruzados cuando era inminente el alzamiento. Apenas iniciado 1929 firmó el decreto que creaba las Defensas Agrarias y llevó a cabo un programa de reparto agrario de gran magnitud. [76] También tenía que enfrentar la creciente actividad de los cristeros. El presidente actuaba de esta forma para lograr una base de apoyo para el naciente partido oficial y para su propio proyecto político.

Si en 1927 uno de los partidos políticos con mayor proyección era el Nacional Antirreeleccionista, que postuló como su candidato a Arnulfo R. Gómez, en 1929 ese mismo partido difícilmente podía postular a otro militar. El político civil más popular era José Vasconcelos, quien en artículos periodísticos y discursos pregonaba los males del militarismo. De ahí que el general Antonio I. Villarreal no tuviese ninguna oportunidad de aspirar a la candidatura de ese partido, además de que él mismo se eliminó al unirse al escobarismo. Vasconcelos se veía a sí mismo —y por sus dotes oratorias lo transmitía exitosamente a sus seguidores— como una reencarnación de Francisco I. Madero, el demócrata que se enfrentó a la dictadura de Porfirio Díaz y que terminó asesinado por Victoriano Huerta. De nuevo la lucha política se centraba en el civilismo versus militarismo, representado en el candidato oficial. Más aún, Vasconcelos se presentaba como una encarnación de Quetzalcóatl, el dios civilizador, enfrentado al Huitzilopochtli, (encarnado en Calles, Amaro, Escobar, Morones), el dios guerrero, el destructor. [77] En uno de sus mítines más nutridos, en la plaza de Santo Domingo de la ciudad de México, afirmaba que en ese mismo lugar

 

resonó en otras épocas la voz que anunciaba catástrofes, horrorizada delante de las degollaciones y felonías de Huitzilopochtli. Y como el profeta fue expulsado y desterrado, fue olvidado, los caníbales continuaron su cena, pero el invasor no tardó en presentarse vengativo, con el hierro de los conquistadores. Y vino después el fracaso de otras predicaciones, otro eco de la voz milenaria que por boca de Madero condenaba a los asesinos de la dictadura, y la Revolución ha estado fracasando porque acalló aquella voz y asesinó al profeta, y lo echó en olvido, y tornó al festín de Huitzilopochtli. Yo hoy siento que la voz de Quetzalcóatl, la misma voz histórica y milenaria, busca hoy expresión en mi garganta y le da fuerzas para que grite, yo sin ejércitos, a tantos que se respaldan con ejércitos... ahora como hace mil años, lo que en condensado exclamara Quetzalcóatl: Trabajo, Creación, Libertad. [78]

 

Sin duda que esta mistificación se presentaba en un momento muy oportuno, cuando las ambiciones de un grupo de generales llevaba al país a otra sangrienta rebelión; cuando los excesos en contra de los cristeros —y de su entorno, sin distinguir entre combatientes, simpatizantes o gente enteramente inocente— a manos de jefes militares eran el pan nuestro de cada día; cuando Escobar, representante de esos militares sanguinarios, tendía la mano a los cristeros en un desesperado afán por conseguir su colaboración para tumbar al régimen callista. En uno de sus mítines decía el candidato: “El vasconcelismo es el nuevo maderismo... ¿Qué vamos a hacer para que este nuevo maderismo triunfe? Yo he creído encontrar esta fórmula salvadora: contra el porfirismo, el maderismo; contra la barbarie, la civilización”. Taracena glosa otra parte: “Habló de la banda de rufianes que se acuchillan en el Norte y en Mazatlán, como alacranes que se devoran los unos a los otros, criminales a quienes al triunfo del vasconcelismo se enviará a presidio, pues entonces se suprimirá la pena de muerte”. [79]

La historiografía sobre esa campaña ha destacado la penetración que tuvo en zonas urbanas y de clase media, principalmente estudiantes. Sus seguidores y líderes tuvieron después una destacada participación en la vida política, cultural e intelectual del país, de ahí el perdurable impacto del mensaje civilista y antimilitarista del vasconcelismo. Aquí sólo menciono algunos nombres: Manuel Gómez Morín, Carlos Pellicer, Adolfo López Mateos, Ángel Carbajal, Juan Bustillo Oro, Rubén Salazar Mallén, Baltasar Dromundo, Alejandro Gómez Arias, Andrés Henestrosa, Manuel Moreno Sánchez y Mauricio Magdaleno. [80]

La derrota de Vasconcelos en las urnas, predecible por tener Ortiz Rubio todo el aparato del Estado a su favor y porque además el oaxaqueño no tenía bases de apoyo en los estratos mayoritarios de la población, fue sin embargo un triunfo moral al evidenciarse que el callismo y el Partido Nacional Revolucionario, que recurrieron al fraude y a la represión, no estaban interesados en respetar la voluntad popular.

Ortiz Rubio tomó posesión el 5 de febrero de 1930 y ese mismo día sufrió un atentado que por poco le cuesta la vida. Igual que en el caso de Obregón, siempre existió la duda de la autoría intelectual del mismo; Ortiz Rubio años después llegó a hablar de un complot que incluía a personajes tan disímbolos como Calles, Portes Gil, el líder vasconcelista Vito Alessio Robles y el general Eulogio Ortiz, comandante en el Valle de México, quien había mandado matar a algunas personas que supuestamente conocían la trama del atentado. [81] Más allá del sospechosismo de Ortiz Rubio, estaba el hecho mismo que parecía marcar la política mexicana: el asesinato como forma de arreglar los asuntos políticos.

La conformación del gabinete lo habían acordado Calles y Ortiz Rubio; según éste, no le quedaba de otra, pues aquél era de facto el dueño de la situación. Tzvi Medin explica la razón para la inclusión de dos militares en activo en el gabinete:

 

Los generales Amaro (Guerra) y Almazán (Comunicaciones y Obras Públicas), eran militares activos desconectados de lo que podríamos denominar políticos profesionales, y vislumbraban su ascenso político en oposición a éstos y por tanto apoyando al presidente frente a los ataques de los líderes del Pnr o los portesgilistas. Que todos fueran callistas era previsible, pero lo definitivo desde el punto de vista de Ortiz Rubio fue que las diferentes fracciones se vieran representadas en el gobierno en puestos claves, en tanto los mismos ortizrubistas no lograron de hecho representación significativa alguna. [82]

 

Aquí podría añadir que esos dos militares le debían sus más importantes logros a Calles; de Amaro es indiscutible, como titular de la Secretaría de Guerra, pero también de Almazán, por nombrarlo y mantenerlo como comandante de la importantísima jefatura de operaciones en Nuevo León y al frente de la división más importante que combatió al escobarismo. El argumento de Medin es interesante porque muestra cómo los presidentes en México, al no tener todo el poder y control que quisieran, recurrían a militares desvinculados de la política para tenerlos en puestos políticos destacados, ya que creían que con ello les serían completamente leales. También muestra al ejército como uno más de los instrumentos políticos de que dispone el jefe del ejecutivo.

Pero en esa coyuntura, con un presidente débil y a la sombra de un caudillo omnisciente, se dio una dinámica muy peculiar en la cual los secretarios de estado, legisladores federales y jefes militares eran utilizados por uno u otro para fortalecer su postura y, a veces, como instrumentos de chantaje. Un ejemplo fue el trabajo de espionaje a Calles que orquestó el secretario particular del presidente, coronel Eduardo Hernández Cházaro; el Jefe Máximo recibía constantes visitas de políticos y militares en su domicilio, mismas que preocupaban al presidente. Calles se enteró de que era espiado y solicitó la renuncia del secretario particular, a lo cual accedió Ortiz Rubio, aunque lo nombró jefe del Departamento del Distrito Federal. Ante ese desafío al poder del Jefe Máximo, éste telefoneó al presidente para decirle que “la mayor parte de los gobernadores y jefes militares se encontraban distanciados de él por culpa del espionaje a que los había sometido Hernández Cházaro”, y le solicitaba la renuncia de éste. Al negarse, Calles le mandó decir que grupos de diputados y senadores se organizaban para desaforarlo y así evitar que el ejército —en obediencia al presidente— fuera movilizado en contra del Jefe Máximo. [83] Hernández Cházaro se vio obligado a renunciar. Por fuerza la política se convertía en un juego de lealtades. Por lo general se ha considerado que Amaro siempre le fue leal al presidente, pero eso no descartaba que el secretario de Guerra fuese un callista de hueso colorado. Ortiz Rubio se ocupó y se preocupó por tener de su lado a Amaro; de ahí las constantes muestras de afecto y reconocimiento: ofrecía banquetes en su honor, lo acompañaba frecuentemente en las revistas de diferentes corporaciones del ejército y los desfiles del 16 de septiembre tuvieron gran impulso en 1930 y 1931. [84] Amaro no lo defraudó e incluso llegó a involucrar a uno de sus generales en un asunto electoral para apoyar la línea política del presidente: en el plebiscito del Partido Nacional Revolucionario, en Querétaro, Cedillo quería imponer a Saturnino Osornio y para ello envió un fuerte contingente desde San Luis Potosí, para que —ilegalmente— votaran por él. El presidente y Amaro ordenaron al jefe de operaciones en la entidad, general Heliodoro Charis, que evitase que esto se consumara, pues Ortiz Rubio apoyaba a otro precandidato. Charis fue acusado de intervenir en política y el Senado pidió su destitución. Hay que decir que Amaro tenía una particular aversión hacia Cedillo y sus agraristas, y Osornio era un imitador de los procedimientos del cacique de San Luis Potosí. [85] Amaro quería desarmar a esas fuerzas y consolidar el dominio del ejército sólo con fuerzas regulares.

Calles, quien tenía enorme influencia en las dos cámaras, seguramente estaba detrás de las críticas a Charis, que en realidad eran ataques a Amaro. A Calles le disgustaba el apoyo incondicional de Amaro al presidente y por eso planeó la renuncia del primero. El Jefe Máximo se encargó de crear un ambiente hostil al presidente, sobre todo en las cámaras, mismas que podían desaforar a Ortiz Rubio. Así por ejemplo, un grupo de senadores señalaba a la prensa que ellos podían ratificar grados militares sin necesidad de que la solicitud llegara a través de la Secretaría de Guerra, o sea, del Ejecutivo. [86] Después de crear ese ambiente, Calles se presentaría como el “salvador” del presidente, pidiendo a cambio la renuncia de Amaro. Para hacer menos humillante la salida de este importante general, los otros tres divisionarios que tenían un puesto en el gabinete acordaron que también renunciarían: Juan Andreu Almazán, Saturnino Cedillo y Lázaro Cárdenas. Parte de este arreglo consistía en que el sustituto de Amaro fuese Calles, quien al tomar posesión dijo que

 

los motivos que han hecho que venga yo a asumir la jefatura del ejército nacional, a ocupar el puesto de secretario de Guerra y Marina... no son desconocidos por ustedes; se deben a un acto de lealtad, de desinterés y de patriotismo del general Amaro, para allanar al gobierno de la República el camino para poder resolver la crisis de carácter político que se había presentado en el mismo y en cuya crisis el ejército nacional no ha tenido ni tiene, en mi concepto, ninguna participación, porque la institución, hasta el presente, se ha mantenido al margen de los acontecimientos políticos. [87]

 

Calles había resultado un buen discípulo de Obregón, experto en fomentar o dejar crecer amenazas para después presentarse como el hombre indispensable. Si en 1929 lo fue para sofocar una crisis militar, dos años después lo fue para solucionar una política. Pero no sólo lo hacía para mostrarse como figura indiscutible sino también para justificar su regreso a la vida pública, cuando había prometido solemnemente su retirada; el estadista, que había anunciado el fin de la época de los caudillos e inaugurado la de las instituciones, tenía que tener un mínimo de coherencia, cuando menos en el discurso.

Pero los problemas entre Calles y Ortiz Rubio no cesaron con esas renuncias, pues éste aún buscaba desmarcarse del poder callista. Fue así que se decidió quitarlo del cargo. Para ello era importante que renunciara dos años después de haber tomado posesión porque así se evitaba convocar a nuevas elecciones y se designaba a un presidente interino. Un mes antes de cumplirse ese plazo, Calles renunció como secretario de Guerra y se nombró como titular al general Abelardo Rodríguez, un callista incondicional. [88] Así Calles evitaba cargar con el fardo de la lealtad e institucionalidad que, como ministro de Guerra, supuestamente debía tener hacia el presidente al que quería obligar a renunciar.

La presión para que renunciara fue similar a las amenazas anteriores: con el control del congreso fácilmente podía ser desaforado. Abelardo Rodríguez tenía las riendas de la administración castrense y la posibilidad de cambiar generales, de conformidad con Calles. De los generales de mayor rango —de brigada y de división—, todos estaban de acuerdo con la renuncia del presidente, excepto dos divisionarios, Amaro y Cárdenas. [89] A pesar de ello ninguno estaba dispuesto a tratar de impedirlo. Existía la posibilidad de que Ortiz Rubio pretendiera dar un golpe de estado, impidiendo la instalación de las cámaras (después de las elecciones legislativas federales de 1932). Rodríguez solicitó un estudio a un fiel colaborador suyo sobre el papel del ejército en ese hipotético caso; la conclusión de Javier Gaxiola fue que “de consumarse el golpe de estado al impedirse la reunión del Congreso el 1 de septiembre, la única actitud legal y patriótica del ejército sería luchar por el restablecimiento del orden constitucional y por el respeto que merecen los poderes constituidos”. [90] Sin embargo, un resignado Ortiz Rubio presentó su informe de gobierno el 1 de septiembre y al día siguiente presentó su renuncia como presidente. El congreso, previa consulta informal al Jefe Máximo y después de barajarse los nombres de Alberto J. Pani y de los generales Amaro y Juan José Ríos, designó a Abelardo Rodríguez para concluir el periodo constitucional el 30 de noviembre de 1934.

Durante el Maximato, debido a la peculiaridad de su funcionamiento político (con un hombre fuerte detrás del poder pero sin puesto alguno, y sin embargo con gran influencia en el gabinete, en las cámaras, en el ejército y entre los gobernadores de los estados), el puesto de ministro de Guerra y Marina fue de mayor relevancia y poder que en años anteriores. De 1917 a 1928 los secretarios siempre dependían, legalmente y de facto, del presidente, por más fuerza y prestigio que tuvieran. Amaro tuvo mayor poder no cuando fue secretario bajo Calles sino bajo Portes Gil y Ortiz Rubio. Lo mismo sucedió con Rodríguez y después con Lázaro Cárdenas. Ambos saltaron de esa secretaría a la presidencia de la República. Caso atípico fue el de Calles, quien no necesitaba la secretaría para contar con un inmenso poder. Seguramente que ese incremento en la preponderancia de los secretarios explica, en parte, las importantes reformas realizadas en las fuerzas armadas durante ese periodo, a las que hemos hecho referencia en los capítulos anteriores. [91]

De los dos grandes retos políticos que enfrentó el presidente Rodríguez, el primero fue la eliminación política de Adalberto Tejeda, quien tenía enorme fuerza en Veracruz (fue gobernador de ese estado en 1920-1924 y 1928-1932) y no ocultaba sus ambiciones presidenciales. Su base de apoyo estaba en las ligas agrarias del estado, que eran organizaciones políticas para promover el reparto agrario y muchas de ellas estaban armadas. El segundo gran reto era que el Partido Nacional Revolucionario sacara adelante a un candidato presidencial con la suficiente aceptación de su oligarquía, la cual había sufrido un gran desgaste por las luchas personalistas desde que ese partido fue creado. Sobre el primer reto, Medin señala que en enero de 1933

 

Calles y Rodríguez nombraron como secretario de Guerra y Marina al general Lázaro Cárdenas, el campeón del agrarismo michoacano, convirtiéndolo así en el agente gubernamental encargado de la destrucción de las milicias campesinas de Veracruz... [Así] fue alejado de su base de poder en Michoacán, donde los callistas se preocuparon de que su lugar como gobernador fuera tomado por el general Benigno Serrato, que desarrolló una política anticardenista... Cárdenas comprendió que el problema en esos momentos era de técnica política y no de objetivos ideológicos, y fue plenamente consciente, especialmente luego de haber vivido la época de Ortiz Rubio, que el objetivo era el poder político. [92]

 

Rodríguez y Cárdenas acordaron que fuese el general Miguel Acosta, hasta entonces secretario de Comunicaciones, el encargado de conducir el contingente militar para llevar a cabo esa misión, la cual se realizó con gran éxito. La salida de Tejeda del escenario político allanó el terreno a un candidato presidencial más afín a la ideología de izquierda, no sólo como compensación por el golpe infringido a los agraristas veracruzanos sino por una creciente presión de los grupos radicales dentro del Partido Nacional Revolucionario, y por la pugna interna dentro de la elite callista por la candidatura presidencial. [93]

Cárdenas, primero como secretario pero sobre todo como candidato, demostró que el golpe era contra Tejeda y su grupo de poder, y no contra las organizaciones campesinas. En un mitin señaló:

 

Siempre he sostenido que sólo armando a los elementos agraristas que han sido, son y serán el baluarte firme de la Revolución, se les podrá capacitar para que sigan cumpliendo su apostolado, en vez de continuar siendo víctimas de atentados como ocurre en toda la República. Entregaré a los campesinos el máuser con el que hicieron la Revolución, para que la defiendan, para que defiendan el ejido y la escuela. [94]

 

En 1936, ya como presidente, Cárdenas creó dentro de la Secretaría de Guerra el Departamento de las Reservas del Ejército con la finalidad de incorporar a todas las fuerzas irregulares del país, para que dependiesen de la federación y no de caciques y gobernadores. Era la misma lógica centralizadora y corporativista bajo la cual se organizarían campesinos y obreros (Confederación Nacional Campesina y Confederación de Trabajadores de México). Cárdenas efectivamente dio armas a campesinos, pero sobre todo a los ejidatarios que habían recibido tierras en dotación o restitución. Recordemos que un primer intento por “federalizar” a las fuerzas irregulares lo había hecho el presidente Portes Gil, quien como gobernador de Tamaulipas también había iniciado la corporativización de obreros y campesinos. Las afinidades ideológicas y de praxis política llevaron al tamaulipeco a promover, en mayo de 1933, la precandidatura del general michoacano, con el apoyo explícito de las ligas de comunidades agrarias de San Luis Potosí, Tamaulipas, Michoacán, Chihuahua y Tlaxcala, entre otras. [95] Cárdenas contó con esas bases de apoyo para alcanzar la nominación de su partido y, sobre todo, para tener el espaldarazo de Calles; su más fuerte contrincante era el general Manuel Pérez Treviño. Santos recuerda la reacción de algunos diputados afines al coahuilense cuando se dieron cuenta que trabajaba en favor de Cárdenas: “Más mostraban su espanto cuando yo intencionalmente les recalcaba que el candidato de ellos, Pérez Treviño, era el presidente del Partido Nacional Revolucionario, pero el mío, Cárdenas, era el ministro de Guerra y Marina”. [96]

Como ha señalado Medin, una vez obtenida la nominación de su partido, Cárdenas hizo una campaña amplia e intensa, menos para ganar la presidencia en las urnas —con el aparato del partido y del gobierno esto se daba por descontado— que para ampliar su base de apoyo.

 

 

Los inicios del cardenismo

 

Al tomar posesión el 1 de diciembre de 1934, Cárdenas inauguraba no sólo una nueva administración sino también iniciaba el segundo periodo presidencial de seis años; todos confiaban que fuese menos violento que el anterior y que el presidente que lo iniciaba fuese el mismo que lo terminara. Los augurios eran más favorables debido a la ausencia de grandes conflictos que marcaron las décadas anteriores. El hombre fuerte todavía era Calles, lo cual se reflejó en el gabinete del nuevo gobierno: casi la totalidad de sus miembros eran callistas connotados. Uno de ellos era el secretario de Guerra, Pablo Quiroga, quien fue ratificado; se trataba de un general formado durante el callismo: como no se adhirió al Plan de Agua Prieta de 1920, fue acusado de malversación de fondos y, aunque fue declarado inocente, fue dado de baja; por acuerdo presidencial reingresó al ejército en 1927. Durante el Maximato fue oficial mayor, subsecretario y, después de la renuncia de Cárdenas para buscar la candidatura presidencial, fue nombrado secretario. [97] Sin embargo, el presidente logró insertar como subsecretario a un general de toda su confianza: Manuel Ávila Camacho. La historiografía del periodo ha tratado ampliamente la forma como el presidente logró deshacerse de la influencia y del poder de Calles, por lo cual no detallaré este proceso y sólo me limitaré a ofrecer algunos de los mecanismos que utilizó. Como ha demostrado Alicia Hernández, el presidente recurrió a las fuerzas armadas como pieza fundamental para deshacerse del “caudillo institucional”.

El presidente utilizó los cambios en las comandancias de zona militar (así llamadas a partir de 1933). Uno de los primeros, y de gran significado, fue trasladar al general Manuel Medinabeitia de la zona militar de Sonora a la del Valle de México. Desde 1931, Medinaveitia estaba como jefe en aquella entidad, en la que Calles tenía gran influencia, y ese general era hechura del Jefe Máximo:

 

Es muy probable —señala Alicia Hernández— que se le asignara la comandancia más importante del país por una doble razón: la primera —a la que Cárdenas recurría en frecuentes ocasiones— para tener cerca al enemigo, bajo su vigilancia, hasta encontrar el momento de liquidarlo; la segunda, para no levantar sospechas, puesto que un divisionario protegido por Calles difícilmente hubiera aceptado el traslado a una zona militar insignificante... En el transcurso del año (16-xII-1935) lo puso “en disponibilidad”, y así lo mantuvo hasta enero de 1938. [98]

 

En el capítulo anterior señalamos cómo la administración castrense admitió cada vez menos licencias ilimitadas a los jefes del ejército, pues de esa manera podían dedicarse libremente a actividades políticas, hacer acusaciones al gobierno y, eventualmente, levantarse en armas. Después de la rebelión escobarista se ponía “en disponibilidad” a los militares a quienes no se les quería dar una comisión, ya que de esa forma seguían en activo, sujetos al estricto cumplimiento de la Ordenanza y sin la fuerza que daba tener tropa a su mando o administrando una dependencia militar. Cárdenas siguió así una mecánica que se remontaba a los gobiernos del Maximato. Otra a la que habían recurrido todos los presidentes de la posrevolución era la utilización de los comandantes de zona como contrapeso al poder de algunos gobernadores. También Cárdenas lo hizo, sobre todo en entidades donde los gobernadores eran callistas incondicionales: a Sonora envió a Eulogio Ortiz y después a Juan Zertuche; a Sinaloa, a Pablo Macías Valenzuela (sinaloense, por lo cual contravenía las reglas no escritas sobre la designación para estos puestos), muy cercano a Portes Gil y a Manuel Ávila Camacho; a Jalisco mandó al general Antonio Guerrero Gastélum, también sinaloense y cercano a los hermanos Macías Valenzuela, pero lo más importante, un general anticallista; a Coahuila, bastión pereztreviñista, despachó a Andrés Figueroa (cercano a Almazán) y después a Alejo González, quien había sido carrancista, por lo cual no se adhirió al aguaprietismo y, por ello, fue dado de baja; después logró reingresar pero sin comisión alguna, hasta que Cárdenas lo nombró comandante en Coahuila. [99] En las entidades en que hubo declaratoria de desaparición de poderes (o que los gobernadores fueron desaforados), se nombró a coroneles o a generales para el puesto; así sucedió en Tabasco, Durango, Querétaro, Guerrero, Sinaloa y Sonora. [100]

Para enfrentarse al poder callista, Cárdenas recurrió a viejos enemigos de los sonorenses, sobre todo a los carrancistas, quienes culpaban de la muerte de Venustiano Carranza a esa facción revolucionaria. El general Jesús Agustín Castro, duranguense que estuvo encargado de la Secretaría de Guerra en tiempos de Carranza y que por ese pasado estaba en la banca desde 1928, fue enviado como jefe de zona militar a su estado natal, donde era gobernador el general Carlos Real Félix, adicto a Calles. [101] Otro ex carrancista, Benacio López Padilla, también fue rescatado de la banca y se le mandó a la primera zona militar, en el Valle de México. Gildardo Magaña, ex zapatista, sin comisión desde 1928, fue enviado a su estado natal (Michoacán) como comandante de zona, para después proyectarlo hacia la gubernatura. [102]

En ese mismo tenor de darle juego político a los enemigos de los sonorenses fue que Cárdenas emitió un decreto que concedía la amnistía a políticos y militares exiliados por las pasadas rebeliones, las de 1923-1924, 1927 y 1929, y que por ello eran enemigos naturales del callismo.

Para generar una mayor lealtad, Cárdenas también aprovechó el cambio generacional que se daba no sólo en el generalato sino entre la oficialidad. Militares que habían sido subordinados de los más importantes generales revolucionarios fueron favorecidos por el régimen, con comisiones castrenses y políticas de mayor relevancia. Ya hemos señalado en otro lugar la importancia que dio el presidente a oficiales jóvenes, mejor preparados, y que fueron ascendidos (como sucedió en la promoción de 1936) en mayor número que en años anteriores. Entre los generales relativamente jóvenes que tuvieron una mayor proyección —según indica Raquel Sosa—, sobre todo en el mando de zonas militares, están los generales Josué Benignos, Adrián Castrejón, Juan Domínguez Cota, Antonio Guerrero Gastélum, Jesús Madrigal, Lucas González Tijerina, Juan Izaguirre, Pablo Macías, Juan José Ríos y Juan Soto Lara. [103]

El distanciamiento entre el presidente y el Jefe Máximo se agravó con unas declaraciones de éste sobre la situación en el país, en las cuales criticaba la ola de huelgas que había, promovidas por líderes ambiciosos:

 

En un país donde el gobierno los protege, los ayuda y los rodea de garantías, perturbar la marcha de la construcción económica no es sólo una ingratitud, sino una traición. Porque estas organizaciones no representan ninguna fuerza por sí solas. Las conozco. A la hora de una crisis, de un peligro, ninguna de ellas acude y somos los soldados de la Revolución los que tenemos que defender su causa. [104]

 

De esta forma daba a entender que eran cosa del pasado los tiempos en que él, como presidente, había dado todo su apoyo a la CROM de Morones. Sin embargo, lo que sucedía era que el alumno seguía las enseñanzas de su maestro: consolidar una base de apoyo leal al presidente, que lo defendiera ante cualquier ataque, tal como había hecho el grupo Acción de Morones por varios años. Durante el cardenismo, el hombre fuerte del movimiento obrero era Lombardo Toledano y no Morones. Con esas palabras —que parecen bastante imprudentes para un político que no acostumbraba irse de la boca—, el Jefe Máximo confiaba en su ascendencia sobre las fuerzas armadas, para que sus jefes más destacados presionaran a Cárdenas y terminase la agitación obrera. Él mejor que nadie sabía de la animadversión que existía entre líderes obreros y jefes militares. Una de las características del cardenismo fue el enfrentamiento continuo entre unos y otros, que en los dos últimos años de su administración llevaría a limitar la agitación obrera y campesina, así como a frenar las huelgas y el reparto agrario.

Por otro lado, aludir al ejército como salvador de la Revolución era recurrir otra vez a la imagen del gran hombre que calza de nuevo las botas, pues así lo requiere la patria, tal como hizo Obregón en 1923 y Calles en 1929. A posteriori es muy fácil criticar esas declaraciones, pues ya sabemos que con ellas se ganó la animadversión de los líderes obreros, quienes fácilmente encendieron los ánimos de su clientela política para lanzarlos en contra del general sonorense, en un auténtico linchamiento político, mientras que Cárdenas observaba desde barrera de primera fila un espectáculo que seguramente no dejaría de agradarle. La metáfora anterior falla en un aspecto importante, ya que el presidente no se quedó de brazos cruzados: aprovechó el tono un tanto golpista de esas palabras para actuar; en otra parte de las declaraciones, Calles lamentaba la división de los revolucionarios, entre callistas y cardenistas, y recordaba lo sucedido pocos años antes cuando se hablaba de callistas y ortizrubistas. A nadie escapaba lo desafortunado de esa comparación que podía implicar una velada amenaza de que Cárdenas terminaría por dimitir, igual que su paisano. Ante esto, Cárdenas reunió al gabinete y pidió la renuncia a todos para poder sobrellevar la crisis surgida por las palabras del Jefe Máximo. [105] El manotazo sobre la mesa funcionó para cambiar el signo de las simpatías de los políticos, quienes, después de las declaraciones, habían salido en estampida a felicitar a Calles; días después, ante el acto de firmeza presidencial hicieron lo propio al ir a Los Pinos. De esta forma, el ala cardenista en las dos cámaras federales poco a poco se robusteció a costa de la callista. El Jefe Máximo decidió salir del país por un tiempo. A su regreso, el 13 de diciembre de 1935, fueron a recibirlo callistas distinguidos entre los que se encontraban los generales Manuel Medinabeitia, Alejandro Mange, José María Tapia y Joaquín Amaro. Al día siguiente, cinco de los senadores que fueron a recibirlo fueron desaforados, acusados de sedición. También de forma inmediata Amaro fue cesado de la Dirección de Educación Militar de la Secretaría de Guerra; Medinaveitia dejó la comandancia de la primera zona militar y fue sustituido por el general Rafael Navarro Cortina; José María Tapia fue acusado de preparar una rebelión e incluso Pedro Amaro perdió el mando de un regimiento. [106] Esto hizo que muchos congresistas, al ver las barbas de su vecino cortar, se pasaran al ala cardenista. Así fue posible desaparecer los poderes en estados gobernados por callistas: Guanajuato, Durango, Sinaloa y Sonora. A esta embestida política siguieron acusaciones de todo tipo hacia Calles y su entorno, que culminaron con su expulsión del país en abril de 1936. En las declaraciones que ofreció Cárdenas en torno a estos hechos, implícitamente se distanciaba de los métodos utilizados la década anterior contra los delahuertistas, contra Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez:

 

El gobierno que presido, consciente de sus responsabilidades y deseoso de apartarse de lamentables precedentes que existen en la historia de nuestras cruentas luchas políticas, en las que frecuentemente se ha menospreciado el principio de respeto a la vida humana, estimó que las circunstancias reclamaban, por imperativo de seguridad pública, la inmediata salida del territorio nacional de los señores general Plutarco Elías Calles, Luis N. Morones, Luis L. León y Melchor Ortega. [107]

 

El fin del Maximato como sistema político hizo posible el fortalecimiento de la institución presidencial y Cárdenas fue especialmente cuidadoso en aumentar el poder del ejecutivo. Al tiempo que se deshacía de Calles perfeccionaba el sistema corporativo con la fundación de la Confederación de Trabajadores de México, en 1936. En poco tiempo, la confederación pasó de ser una central obrera independiente, pero que apoyaba al régimen, a formar parte del mismo. Más controlada desde el principio, la Confederación Nacional Campesina acabó por ser parte del sistema.

Precisamente la idea para transformar al Partido Nacional Revolucionario era a través de un cambio profundo en su estructura y funcionamiento, que dejaría de ser el aglutinador de fuerzas políticas regionales para convertirse en un partido de masas. Así nació el Partido de la Revolución Mexicana, al que fueron incorporados los sectores popular, obrero, campesino y militar. Este último fue diseñado para que en él quedaran representados los tres grupos que para el cardenismo, en particular, y para los líderes revolucionarios, en general, se consideraban los pilares de la Revolución iniciada en 1910: campesinos, obreros y soldados. Por supuesto que ése no era el único motivo para crear el sector militar, que a fin de cuentas —y no podía ser de otro modo— terminó por ser una especie de Frankenstein que el propio poder político creó y tuvo que liquidar al poco tiempo. Su finalidad principal era contar con el apoyo y la aprobación de las fuerzas armadas del candidato presidencial que el partido eligiera. Aquí no analizaré en detalle la creación de este sector, porque sale de la temporalidad que me impuse; pero hay que señalar que simplemente lograr que el sector fuese creado —la mayoría de los generales se oponía a él— fue una muestra de los cambios que se habían dado en las fuerzas armadas, más disciplinadas e institucionales. [108] El ejército, que por ley debe ser garante de la paz en el país y debe respetar las garantías individuales de todos los mexicanos, de repente se convertía en un sector más del partido en el poder. Debido a ese papel institucional, el sector militar fue creado con infinidad de candados: los delegados de las fuerzas armadas que participaran en las asambleas electorales no podían tener mando de tropa; los delegados no podían presentar programas políticos para las fuerzas armadas, a menos que tuvieran el visto bueno del presidente o del secretario de la Defensa Nacional. Se prohibía la participación de generales: los delegados sólo podían ser jefes y oficiales. Esto le dio mayor influencia a algunos jóvenes militares que, con el tiempo, llegaron a tener destacados puestos en la milicia y en la política. [109] El candidato escogido por Cárdenas para sucederlo fue Manuel Ávila Camacho, quien había hecho una fulgurante carrera en la burocracia castrense, como oficial mayor, subsecretario y secretario de Guerra y Marina (en 1937 la dependencia cambió su nombre al de Secretaría de la Defensa Nacional). Aunque en las fuerzas armadas su mote era “el soldado desconocido” por no tener antecedentes destacados en acciones de guerra, no era un general que despertara grandes antipatías, como sí las generaba Francisco J. Múgica, quien tampoco se había distinguido en la milicia, más bien en la política, por haber sido diputado constituyente en 1917; sin embargo su radicalismo era mal visto en las esferas castrenses. Una de las razones por las cuales Cárdenas optó por Ávila Camacho fue precisamente para contar con el apoyo de las fuerzas armadas dentro del Partido de la Revolución Mexicana, pues el candidato natural de la oposición era uno de los divisionarios con mayor prestigio en el ejército: Juan Andreu Almazán. Una de las primeras medidas de Ávila Camacho como presidente fue disolver el sector militar en el partido. Se sabe que, aun como secretario de la Defensa y como candidato, no estaba de acuerdo en meter a las fuerzas armadas como un sector del partido en el poder. En una época dominada por los totalitarismos, el fascismo en Italia y Alemania y el comunismo en la Unión Soviética, la medida parecía tener un tufo totalitario. Si el país quería ser visto como una democracia, cuando ese sistema político pasaba por tiempos difíciles en el mundo, no podía permitirse mantener al sector militar, más cuando la alianza política y económica con Estados Unidos inevitablemente iba a transformarse en una alianza militar.

Cuando en México surgió el sistema de partido único y, después, al afianzarse el presidencialismo con la incorporación de las organizaciones de masas a ese partido, se creó un régimen donde la participación política de los mexicanos seguía reglas más claras: dentro del partido, todo; fuera de él, nada. Por fuerza esto generó una mecánica disciplinaria más rígida, con la cual —pudiera decirse de este modo— los militares se sentían más a gusto. Aunque aún existían faccionalismos y personalismos, cuando se tomaba una decisión sobre una candidatura a diputado, senador, gobernador o presidente, fuese ésta por plebiscito o dedazo, la decisión estaba tomada y el candidato del partido tenía asegurada la victoria en las urnas. El perfeccionamiento del sistema político ocurrió al mismo tiempo que en las fuerzas armadas se daba un relevo generacional y cuando éstas habían dado pasos importantes para su profesionalización; de ahí que para generales, coroneles, mayores o tenientes fuera más fácil aceptar reglas del juego más rígidas, ya que desde que iniciaron su carrera estaban acostumbrados a una férrea disciplina; en cambio, los generales que participaron en la Revolución estaban habituados a reglas más caóticas; así como ascendieron vertiginosamente en la carrera de las armas querían hacerlo en la esfera política y muchos de ellos también en los negocios.

Con un ejército más profesional, las reglas para ascensos, comisiones castrenses, pago de sobrehaberes y gastos extraordinarios eran más rígidas y, por tanto, podían ser más fácilmente aceptadas por todos. Hablo en términos generales y comprendo que, tanto en los procesos políticos como en los militares, seguiría habiendo preferencias por compromisos políticos, amiguismo, odios personales o de grupo, etcétera. Un sistema político más jerarquizado, donde el presidente era el árbitro supremo, resultaba más adecuado para unas fuerzas armadas donde sus miembros aceptaban mejor —y valoraban más— la disciplina que la propia carrera les impone. Por otro lado, el guía de ese sistema, el presidente en turno, era a la vez el comandante supremo del ejército y de la armada; por tanto había que disciplinarse, demostrar lealtad y sumisión, tal como lo hacía la mayoría de los actores políticos en el país.

 

 

Notas:

 

1 Álvaro Matute, Historia de la Revolución mexicana 1917-1924. Las dificultades de un nuevo Estado, v. 7, México, El Colegio de México, 1995, p. 104-107.

2 Excélsior, diciembre de 1925.

3 Álvaro Matute, Historia de la Revolución..., v. 7, p. 114-116; Amendiola, “Política regional”, Mañana, 24 de abril de 1944.

4 Hernández a Carranza, 16 de mayo de 1919, citado en Gilbert M. Joseph, Revolución desde afuera. Yucatán, México y los Estados Unidos, 1880-1924, México, Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 200.

5 José C. Valadés, Historia general de la Revolución mexicana, v. VI, México, Manuel Quesada Brandi, 1967, p. 146.

6 Diario de los Debates 1875-1997, 3 de octubre de 1919.

7 Citado en Ignacio A. Richkarday, 60 años en la vida de México, v. 1, México, Ares, 1962, p. 493-512.

8 Diario de los Debates del Senado, 27 de noviembre de 1919. Según Martín Luis Guzmán, Sánchez Azcona era amigo y partidario de Pablo González, Obras completas, v. I, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 151.

9 Secretario de Gobernación Aguirre Berlanga al Senado, 8 diciembre de 1919, leído en sesión del 10 de diciembre, Diario de los Debates del Senado. En este escrito se menciona el artículo 886, lo cual es erróneo, pues los artículos de la Ordenanza General del Ejército que tratan sobre licencias van del 894 al 920.

10 El Universal, 9 de abril de 1920.

11 Luis Cabrera, Obras completas. V. 3, Obra política, México, Oasis, 1975, p. 514.

12 “El civilismo es algo más que una prenda de vestir”, El Universal, 22 de enero de 1920.

13 Loc. cit.

14 Álvaro Matute, Historia de la Revolución mexicana 1917-1924. La carrera del caudillo, v.

8, México, El Colegio de México, 1983, p. 78.

15 Para este proceso véase el excelente libro de Álvaro Matute, ibídem, p. 25-108; José C. Valadés, Historia general de la Revolución..., v. vI, p. 252-282, 359-392.

16 V. Carranza, Manifiesto, mayo de 1920, citado en Ignacio A. Richkarday, 60 años en..., p. 542-543.

17 El acuerdo de adhesión entre el jefe rebelde Fernández Ruiz y Obregón es del 6 de febrero de 1920. Pedro Castro, Adolfo de la Huerta. La integridad como arma de la Revolución, México, Siglo xxI, 1998, p. 89-97.

18 Al testificar ante el juez, Obregón dijo que comparecía por buena voluntad y no por obligación, pues la Secretaría de Guerra no tenía autoridad para mandar a un civil a comparecer en un juicio militar, y él ya no tenía ningún grado. Luis L. León, Crónica del poder. En los recuerdos de un político en el México revolucionario, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 104-107.

19 Obregón, Manifiesto, 30 de abril de 1920, citado en Ignacio A. Richkarday, 60 años en..., v. 1, p. 531. Un mes antes, el gobierno de Carranza otorgaba un aumento de 15 centavos diarios a los soldados del ejército, prometido desde enero, pero que se concretó hasta el 30 de marzo como medida preventiva ante una inminente asonada militar. El Universal, 24 de marzo de 1920.

20 Carranza, Manifiesto, mayo de 1920, citado en Ignacio A. Richkarday, 60 años en..., v. 1, p. 548.

21 José C. Valadés, Historia general de la Revolución..., v. vII, p. 1-21, 37-51; John W. F. Dulles, Ayer en México. Una crónica de la Revolución mexicana (1919-1936), México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 34-44; Álvaro Matute, Historia de la Revolución..., v. 8, p. 103-124, 130-133.

22 Herrero había estado bajo las órdenes del general rebelde Manuel Peláez. Fue amnistiado por el general Francisco de P. Mariel, quien iba en la comitiva presidencial; por eso se confió en él y también porque conocía muy bien la sierra poblana. Al parecer, el contacto entre Herrero y Obregón era el general Agustín Basave y Piña, ex felicista que le había recomendado amnistiarse y así seguir haciendo labor anticarrancista, pero en la política, apoyando la candidatura de Obregón. Álvaro Matute, Historia de la Revolución..., v. 8, p. 133.

23 El Universal, 10 de mayo de 1920.

24 John W. F. Dulles, Ayer en..., p. 43.

25 Álvaro Matute, Historia de la Revolución..., v. 8, p. 130-131.

26 Declaración del secretario de Guerra, Plutarco Elías Calles. El Universal, 3 de junio de 1920.

27 Ibídem, 3 de junio de 1920.

28 Coronel Luis Amieva, jefe de la policía. Ibídem, 1 de junio de 1920.

29 Ibídem, 3 de junio de 1920.

30 El 3 de junio salieron fuerzas hacia Michoacán, Puebla y Estado de México, pues se buscaba que en la capital quedaran sólo 4 000 hombres. Ibídem, 4 de junio de 1920.

31 Ibídem, 3 de junio de 1920.

32 De esto se acusaba al general Abelardo Rodríguez, en Tijuana, desde fecha tan temprana como 1921, Excélsior, 26 de febrero de 1921. En 1925 la Secretaría de Guerra prohibía a jefes y generales destacados en ciudades fronterizas valerse del puesto y de su influencia, ya que protegían o se asociaban con personas que regenteaban casas de juego y en muchas ocasiones los militares desatendían sus deberes para ocuparse de esos negocios. Ibídem, 24 de septiembre de 1925. De lo mismo se acusaba al general Agustín Olachea, jefe de guarnición en Mérida, 14 de julio de 1924, agn-IPs, caja 13, exp. 43. En junio de 1927, el presidente Calles decretó el cierre de todos los garitos de juego en el país; sin embargo siguieron en funcionamiento. El gobernador del Distrito Norte de Baja California, Abelardo Rodríguez, controlaba o recibía participación de esos negocios y otros derivados de su condición fronteriza, sobre todo el contrabando, J. C. Caldwell a Calles, 24 de junio de 1927, ibidem, caja 13, exp. 51. En San Luis Potosí, Saturnino Cedillo, jefe de operaciones en el estado, junto con el gobernador Abel Cano, tenía participación en todos los negocios de juego de la entidad y las autoridades militares solamente los clausuraban en noches en que los casinos perdían dinero; las redadas llevaban el dinero confiscado a la jefatura de operaciones, misma que lo regresaba al dueño nominal de muchos de estos juegos, un señor González Fajero, Agente 29, 13 de agosto de 1927, ibídem, caja 58, exp. 9. En Celaya el general Rodrigo M. Quevedo era socio del garito más importante, junto con el presidente municipal de esa población, 25 de julio de 1927, ibídem, caja 13, exp. 55. De lo mismo se acusaba al jefe militar en Durango, general Francisco Urbalejo, quien controlaba las casas de juego de la capital del estado, 2 de agosto de 1928, ibídem, caja 13, exp. 37. En Aguascalientes se informaba que el jefe de operaciones recibía participación de algunos garitos e incluso se decía que la casa más importante, “La Gitana”, daba dinero a los gobernadores y jefes de operaciones, entre ellos a Federico Berlanga y Maximino Ávila Camacho; al agente de gobernación que fue enviado a clausurar uno de esos lugares, el general Jaime Carrillo, jefe de operaciones en la entidad, le obstaculizó su trabajo y cuando obtuvo la tropa y los gendarmes para cerrarlo, jugadores y dinero ya habían salido del lugar, 28 de abril de 1932, agente Galindo, ibídem, caja 13, exp. 28.

33 El Universal, 13 de febrero de 1923. Para el caso de Coahuila véanse Luis Monroy Durán, El último caudillo. Apuntes para la historia de México, acerca del movimiento armado de 1923, en contra del gobierno constituido, México, [s. e.], 1924, p. 211-219; Ernest Gruening, Mexico and its heritage, Nueva York, Greenwood Press, 1968, p. 413-417; Martha Beatriz Loyo Camacho, Joaquín Amaro y el proceso de institucionalización del ejército mexicano, 1917-1931, México, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 90-91; Randall George Hansis, Álvaro Obregón, the mexican revolution and the politics of consolidation, 1920-1924, tesis doctoral en Historia, Universidad de Nuevo México, Albuquerque, 1971, p. 70-72.

34 Excélsior, 10 de noviembre de 1923.

35 Citado en Ernest Gruening, Mexico and its heritage..., p. 423.

36 El Universal, 13-17 de mayo de 1921.

37 Ibídem., 6 de octubre de 1921.

38 El congreso local nombró a Sidronio Sánchez Pineda para sustituirlo. Ibídem., 13 de marzo de 1922.

39 El Universal, enero-marzo de 1922.

40 Ernest Gruening, Mexico and its heritage, p. 452-453.

41 La primera noticia sobre ésta apareció en El Universal, 3 de febrero de 1923; Georgette José Valenzuela, El relevo del caudillo. De cómo y porqué Calles fue candidato presidencial, México, El Caballito, 1982, p. 18.

42 El Universal, 3 de junio de 1923.

43 Ibídem., 4 de junio de 1923.

44 Georgette José Valenzuela, El relevo del caudillo..., p. 24.

45 José C. Valadés, Historia general de la Revolución mexicana, v. vII, p. 283; Gonzalo N. Santos, Memorias, México, Grijalbo, 1984, p. 265.

46 El Universal, 28 de septiembre de 1923.

47 El discurso lo dio el 27 de septiembre de 1923 y fue liberado el 7 de octubre; en segunda instancia, el Supremo Tribunal Militar sobreseyó el caso el 2 de noviembre. Excélsior, septiembre-noviembre de 1923.

48 “El caso Proal”, El Demócrata, 24 de diciembre de 1924. La detención la hizo el coronel Ruperto García de Alba, jefe de Estado Mayor de la Jefatura de Operaciones Militares en Veracruz, cuyo comandante era Juan Andreu Almazán.

49 Jean Meyer et al., Historia de la Revolución mexicana, 1924-1928. Estado y sociedad con Calles, v. 11, México, El Colegio de México, 1981, p. 183.

50 Excélsior, enero-marzo de 1925.

51 Ibídem, noviembre-diciembre de 1925.

52 Véanse Marjorie Ruth Clark, La organización obrera en México, Era, 1981, p. 102-109; Jean Meyer et al., Historia de la Revolución mexicana, v. 11, p. 188-191; Excélsior, 29 de abril de 1925.

53 Excélsior, 19 de diciembre de 1926.

54 La encabezaba el general Miguel S. González y el coronel E. Zertuche. La Casa Aguirre, dueña de muchas haciendas en el estado, fue la que obsequió el auto. Informe del agente Trigos de la Secretaría de Gobernación, Tepic, 22 de enero de 1927, agn-IPs, caja 1969 y 106. 55 Ortiz reconoció a Francisco Díaz Barrientos y el congreso a Isaac Díaz de León, por lo cual el primero pudo gobernar unos cuantos días, hasta que Ortiz fue conminado por las secretarías de Gobernación y de Guerra a que respetara la decisión del congreso. Excélsior, 4 de diciembre de 1926.

56 Ortiz a Amaro, Zacatecas, 13 de diciembre de 1925, aja, serie 0301, inv. 195, exp. 77, f. 133.

57 Excélsior, 29 de enero de 1927.

58 El agregado militar E. Davis calificaba de fuentes confiables al referirse a las deudas del ex presidente, 4 de abril de 1926, mId, 2657-G-622; sobre el alivio que representó la campaña militar para los negocios de Obregón, Thompson, 2 de agosto de 1927, ibídem, 2657- G-622/17.

59 “La no aceptación del Gral. Serrano”, El País, 1 de junio de 1926.

60 El agente que escribía a Tejeda informaba además de la amistad de Gómez con los elementos menos radicales de la administración, principalmente con el ministro de Hacienda Alberto J. Pani y, en cambio, era enemigo de los más radicales, principalmente Morones, 18 de febrero de 1926, agn-IPs, caja 106.

61 Juan Jiménez, “Tribuna del público”, La Prensa, San Antonio, Texas, 5 de mayo de 1927.

62 Juan Gualberto Amaya, Los gobiernos de Obregón, Calles y regímenes “peleles” derivados del callismo. Tercera etapa. 1920-1935, México, [s. e.], 1947, p. 132-133.

63 Gonzalo N. Santos, Memorias, p. 322.

64 Artículos 40 y 41 de la Ordenanza General del Ejército.

65 “Ciudadanos ex armados”, El Universal, 21 de junio de 1927.

66 En julio de 1929 había 32 divisionarios, 115 generales de brigada y 225 brigadieres, de los cuales con licencia ilimitada, respectivamente, había 4, 4 y 8. Licencia temporal la tenían 3 divisionarios, 5 de brigada y 4 brigadieres. En julio de 1930 el ejército contaba con 31 divisionarios, 123 generales de brigada y 233 brigadieres; de ellos tenían licencia ilimitada: ningún divisionario, tres generales de brigada y seis brigadieres; licencias temporales para cuatro divisionarios, cinco generales de brigada y seis brigadieres. Memoria presentada al H. Congreso de la Unión por el secretario del ramo, general de división Joaquín Amaro, 1929-1930.

67 El 3 de octubre de 1927 fueron ejecutados los generales Francisco Serrano, Carlos Vidal, Miguel Ángel Peralta, Daniel Peralta y Carlos V. Ariza; el mayor Octavio Almada y el capitán Ernesto Méndez Noriega; los civiles Rafael Martínez de Escobar (periodista que escribía con el pseudónimo de Rip-Rip), Otilio González, Alonso Capetillo, Augusto Peña, Antonio Jáuregui Serrano y José Villa Arce; al momento de la aprehensión Francisco J. Santamaría logró escapar. La orden fue ejecutada por el general Claudio Fox, quien estuvo acompañado de los coroneles Hilario Marroquín y Nazario Medina, del teniente coronel Carlos S. Valdez, del mayor José Pacheco y del capitán Pedro Mercado. Pedro Castro, A la sombra de un caudillo. Vida y muerte del general Francisco R. Serrano, México, Plaza Janés, 2005, p. 186-190.

68 Esto ocurrió en Coatepec, Veracruz, el 5 de noviembre, a él y a su sobrino, el coronel Francisco Gómez Vizcarra.

69 Jean Meyer et al., Historia de la Revolución mexicana..., v. 11, p. 141-144.

70 Citado en Froylán C. Manjarrez, La jornada institucional. Parte primera. La crisis de la política, v. 1, México, Talleres Gráficos Editorial y Diario Oficial, 1930, p. 26-38.

71 La versión taquigráfica de la reunión fue publicada dos años después. Froylán C. Manjarrez, La jornada institucional..., v. 1, p. 42-69. Asistieron los siguientes generales que eran funcionarios de la Secretaría de Guerra: Joaquín Amaro, Abundio Gómez, Juan Jiménez Méndez, José Luis Amezcua; generales con mando de tropa: Gilberto Limón, de Guardias Presidenciales, Agustín Mora, jefe de la guarnición de la capital, y los siguientes jefes de Operaciones Militares: Divisionarios: Francisco Urbalejo, Juan Andreu Almazán, Francisco R. Manzo, José Gonzalo Escobar, Jesús M. Aguirre, Roberto Cruz, Lázaro Cárdenas, Pedro Gabay y Jesús M. Ferreira; generales de brigada: Eulogio Ortiz, Alejandro Mange, Francisco R. Berlanga, Juan Espinosa y Córdoba, José Juan Méndez, Anacleto López, Pedro J. Almada, Evaristo Pérez, Matías Ramos, Andrés Figueroa, Heliodoro Charis, Rafael Sánchez, Francisco S. Carrera Torres, Jaime Carrillo, Antonio A. Guerrero y Rodrigo Talamantes; también asistió el divisionario Saturnino Cedillo.

72 Gonzalo N. Santos, Memorias, p. 329-350.

73 John W. F. Dulles, Ayer en..., p. 374.

74 El general Meza, jefe del 1° regimiento de caballería, tampoco secundó el movimiento de Escobar en Coahuila. En Veracruz, a los pocos días de iniciado el movimiento, los jefes del 13º y 44º regimientos, general Miguel Molinar S. y coronel Francisco de P. Puga, abandonaron el movimiento. Froylán C. Manjarrez, La jornada institucional..., v. 2, p. 12, 26.

75 Los personajes que corresponden a las figuras históricas reales son: José Guadalupe Arroyo es Juan Gualberto Amaya, Trensa es Escobar, el Gordo Artajo es Francisco Manzo, Canalejo es Urbalejo y Camaleón es Caraveo; datos tomados de Pedro Salmerón Sanginés, Aarón Sáenz Garza, militar, político, empresario, México, Miguel Ángel Porrúa, 2001, p. 176-177.

76 Para julio de 1929 se había repartido más de un millón de hectáreas. Portes Gil le explicaba a Calles esa política: “yo tengo que dar más tierra de la que usted dio, porque se nos viene encima una revolución dentro de tres o cuatro meses, y me considero en el deber de demostrar a los campesinos que soy tan revolucionario como usted. Se me va a levantar parte del ejército y yo voy a tener necesidad de que los campesinos sustituyan al ejército”. Citado en Tzvi Medin, El minimato presidencial: historia política del Maximato, 1928-1935, México, Era, 1983, p. 60.

77 Véase Alfonso Taracena, La verdadera Revolución mexicana (1928-1929), México, Porrúa, 1992, p. 214 (Sépan Cuántos 616).

78 El Universal, 11 de marzo de 1929, citado en José Joaquín Blanco, Se llamaba Vasconcelos. Una evolución crítica, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 153-154.

79 Mitin en la ciudad de México, 24 de marzo de 1929, Alfonso Taracena, La verdadera Revolución..., p. 221-222.

80 José Joaquín Blanco, Se llamaba Vasconcelos..., p. 152-153.

81 Tzvi Medin, El minimato presidencial..., p. 83.

82 Ibídem, p. 79.

83 Ibídem, p. 91-95.

84 Después de pasar revista a las guardias presidenciales dio un banquete a Amaro al que asistieron, entre otros, los generales Matías Ramos, Pablo Quiroga y Agustín Mora, Excélsior, 6 de junio de 1930; en ceremonia multitudinaria, Ortiz Rubio y Amaro pasaron revista a los regimientos aéreos, a los de artillería, y entregaron banderas a un batallón de infantería y un regimiento de caballería, El Universal, 1 de septiembre de 1930; en Tlalnepantla estuvieron juntos en una fiesta hípica ofrecida por el 26º regimiento, al mando del general Félix Ireta, paisano del presidente, ibídem, 10 de noviembre de 1930; para las fiestas septembrinas, en Balbuena pasaron revista a toda la tropa de la jefatura de operaciones del Valle de México, alrededor de 12 000 hombres, Excélsior, 16 de septiembre de 1931.

85 Santos ofrece una versión diferente al negar que los contingentes vinieran de San Luis Potosí y al asegurar que eran queretanos; el autor lo presenta como un asunto de principios, de defensa del congreso sobre el pretorianismo y no como una instrucción de Calles, aunque reconoce que éste se mostró complacido con el proceder del líder legislativo. Gonzalo N. Santos, Memorias, p. 463-470.

86 La Secretaría de Guerra, por conducto del jefe del Departamento de Caballería, señalaba, a manera de ejemplos, dos errores que había cometido el Senado: había ratificado grado de coronel a Hermógenes S. Ortega, quien sólo tenía reconocido por la secretaría el de capitán segundo; de igual forma se ratificó el grado de coronel a Enrique Calleros, quien había sido dado de baja por no poder comprobar sus grados y servicios. Excélsior, 23 de septiembre de 1931.

87 Ibídem, 17 de octubre de 1931.

88 El Universal, 31 de julio de 1932.

89 Emilio Portes Gil, Autobiografía de la Revolución. Un tratado de interpretación histórica, México, IneHrm, 2003, p. 663-664.

90 Tzvi Medin, El minimato presidencial..., p. 114.

91 Los titulares de la Secretaría de Guerra y Marina fueron los siguientes: Amaro, 1 de diciembre de 1928 a 3 de marzo de 1929; Calles: 3 de marzo a 18 de mayo de 1929; Amaro: 18 de mayo de 1929 a 14 de octubre de 1931; Calles: 14 de octubre de 1931 a 31 de julio de 1932; Abelardo Rodríguez: 1 de agosto a 3 de septiembre de 1932; Pablo Quiroga (subsecretario encargado del despacho): 5 de septiembre a 31 de diciembre de 1933; Lázaro Cárdenas: 1 de enero a 15 de mayo de 1933; Pablo Quiroga: 15 de mayo de 1933 a 15 de junio de 1935.

92 Tzvi Medin, El minimato presidencial..., p. 131-132.

93 Ibidem, p. 134.

94 Citado en ibidem, p. 145.

95 John W. F. Dulles, Ayer en..., p. 522.

96 Gonzalo N. Santos, Memorias, p. 514.

97 Alicia Hernández Chávez, Historia de la Revolución mexicana, 1934-1940. La mecánica cardenista, v. 16, México, El Colegio de México, 1981, p. 96.

98 Ibídem, p. 102.

99 Ibídem, p. 96-105.

100 En Tabasco, el garridista Manuel Lastra Ortiz fue sustituido por el general Áureo L. Calles (quien no tenía ningún parentesco con don Plutarco); en Durango el general Carlos Real Félix, por el general Severiano Ceniceros; en Querétaro Saturnino Osornio, por el coronel Ramón Rodríguez Familiar; en Guerrero el general Gabriel M. Guevara, por el general José Inocente Lugo; en Sinaloa Manuel Páez, por el coronel Gabriel Leyva Velázquez y en Sonora Ramón Ramos, por el general Jesús Gutiérrez Cázares. Alicia Hernández Chávez, Historia de la Revolución mexicana..., anexo 2.

101 En diciembre de 1935 el Senado declaró desaparecidos los poderes en la entidad y se nombró gobernador al coronel Enrique R. Calderón. Ibídem, p. 104.

102 El gobernador Benigno Serrato murió en un accidente aéreo a finales de 1934; este general había suprimido las organizaciones campesinas locales que Cárdenas había creado durante su gobierno, por lo cual muy posiblemente Michoacán hubiera sido una entidad más en la que se hubiesen declarado desaparecidos los poderes; pero debido a ese accidente, el gobernador interino, Rafael Ordorica, pudo terminar el cuatrienio y fue sustituido en 1937 como gobernador constitucional por Gildardo Magaña, quien comulgaba con las políticas agrarias del presidente. El Universal, 4 de diciembre de 1934; Alicia Hernández Chávez, Historia de la Revolución mexicana..., anexo 2.

103 Raquel Sosa Elízaga, Los códigos ocultos del cardenismo. Un estudio de la violencia política, el cambio social y la continuidad institucional, México, Plaza y Valdés, 1996, p. 309-310.

104 Declaraciones publicadas en la prensa el 12 de junio de 1935, citado en John W. F.

Dulles, Ayer en..., p. 583.

105 Entre los renunciantes estaba Pablo Quiroga como ministro de Guerra; fue sustituido por Andrés Figueroa y Ávila Camacho quedó como subsecretario.

106 Navarro Cortina estuvo como comandante de la 1ª zona militar poco más de siete meses y su misión más importante fue la de informar a Calles que debía salir del país. Posiblemente por esa misión Cárdenas lo premió con la 2ª zona en el Territorio Norte de Baja California y posteriormente con el gobierno de dicha entidad, 11 de agosto de 1936, Marshburn, mId, 2025-489/184; John W. F. Dulles, Ayer en..., p. 604.

107 Citado en ibídem, p. 620.

108 Sobre el tema véanse Alicia Hernández Chávez, Historia de la Revolución mexicana..., p. 106-118, 187-208; Marcela Mijares Lara, Los militares y el PRM: la efímera existencia del cuarto sector del partido de masas (1938-1940), tesis de licenciatura en Historia, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2008.

109 El grupo Morelos, formado por varios oficiales que seguían en todo las indicaciones presidenciales, estaba encargado de hacer labor política en favor del candidato favorecido por el dedo presidencial: Manuel Ávila Camacho. Oficialmente este grupo no formaba parte del sector para guardar las apariencias de imparcialidad, pero varios de sus miembros eran parte del sector, como el mayor Alfonso Corona del Rosal y el teniente coronel Cristóbal Guzmán Cárdenas. Otros miembros del grupo Morelos llegaron a ser secretarios de la Defensa: el general de brigada Gilberto R. Limón, el entonces brigadier Marcelino García Barragán y el teniente coronel Hermenegildo Cuenca Díaz. Alicia Hernández Chávez, Historia de la Revolución mexicana..., 116-118. Otros nombres en Jorge Alberto Lozoya, El ejército mexicano, México, El Colegio de México, 1984, p. 72.

 

 

Plasencia de la Parra Enrique. Historia y organización de las fuerzas armadas en México, 1917-1937. México. UNAM-IIH. 2010. 416 p. (Serie Historia Moderna y Contemporánea, 52).