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2025 May 26 Escuelas cerradas; infancias desprotegidas. Mario Luis Fuentes.

En diversos estados del país, las protestas y cierres de escuelas encabezados por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) han vuelto a colocar a la educación pública en el centro del debate nacional. Más allá de la legitimidad que pueda tener la lucha sindical por la mejora de condiciones laborales y salariales del magisterio, es necesario reflexionar con urgencia sobre las profundas consecuencias que tiene, para millones de niñas, niños y adolescentes, la interrupción de los servicios educativos, especialmente en un país donde las condiciones sociales son marcadamente adversas para las infancias.

México fue uno de los países con los cierres escolares más prolongados durante la pandemia de covid-19. De acuerdo con datos de la Unesco, mientras otras naciones reabrieron sus aulas con protocolos adaptativos y recursos extraordinarios, México mantuvo cerradas las escuelas durante más de 200 días, afectando gravemente el proceso de aprendizaje y socialización de toda una generación. No se trató únicamente de la pérdida de conocimientos formales, sino de una fractura en la relación pedagógica, afectiva y social entre estudiantes, docentes y comunidades escolares.

Lo más grave es que, una vez superada la etapa más crítica de la emergencia sanitaria, el país no construyó una estrategia nacional sólida de recuperación de aprendizajes ni de transformación pedagógica para adaptarse a los nuevos desafíos. No hubo un rediseño de contenidos, metodologías ni inversión suficiente en formación docente para enfrentar un escenario de creciente desigualdad, rezago escolar y pobreza. El sistema educativo mexicano —fragmentado, desigual y burocrático— volvió a su rutina sin atender los efectos acumulados de la pandemia.

En este contexto, cada cierre de planteles, en cualquier nivel, constituye un atentado directo contra los derechos fundamentales de niñas, niños y adolescentes, especialmente de aquellos que viven en condiciones de marginación, violencia o abandono institucional. México carece de un sistema nacional de cuidados; las familias, en su mayoría, no cuentan con redes comunitarias, servicios públicos ni condiciones laborales que les permitan cuidar adecuadamente a sus hijas e hijos cuando las escuelas cierran. En muchos hogares, la escuela no sólo es un espacio de aprendizaje, sino el único entorno seguro, protegido y con acceso a alimentación, acompañamiento y estructura cotidiana.

En ese marco, es indispensable ampliar el debate más allá de la coyuntura sindical. Las condiciones en las que estudian millones de niñas y niños en México son profundamente indignas. Existen miles de escuelas sin agua potable, muchas de ellas sin sanitarios adecuados. Hay aulas con techos que se filtran, sin ventilación ni calefacción, y sin acceso a tecnologías mínimas. Las instalaciones deportivas y recreativas son casi inexistentes en gran parte del sistema, y los planteles rara vez están adaptados para recibir a estudiantes con diferentes discapacidades.

La pandemia hizo evidentes todas estas carencias, pero también mostró el potencial de cambio. Por ello resulta inaceptable que, en lugar de apostar por una transformación educativa estructural, se ha optado por respuestas parciales e improvisadas. Se ha perdido un tiempo valioso para construir un nuevo sistema educativo que sea incluyente, adaptativo, democrático y orientado al bienestar de las infancias y juventudes.

Por todo ello, las protestas y paros deben ser leídas como una expresión del agotamiento del actual modelo educativo y laboral, pero también como una llamada de atención para repensar el lugar que ocupa la escuela en la vida social del país. Es urgente un nuevo pacto educativo, que reconozca al magisterio como actor clave del cambio, pero que ponga en el centro a las niñas y niños, especialmente a los más vulnerables.

Cerrar una escuela, en el México de hoy, es cerrar también una esperanza. Y no podemos permitirnos más cierres ni más generaciones perdidas. El país no puede ser rehén de la omisión institucional, de la precariedad estructural ni del conflicto y el chantaje político interminable. Lo que está en juego es el presente y el futuro de millones de personas, y eso exige altura de miras, compromiso social y decisiones transformadoras.

 

 

 

 

 

 

Tomado de: Excélsior