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2017 Autoritarismo. Claudio López-Guerra.
Autoritarismo
En el uso ordinario, fuera de contextos académicos, “autoritarismo” es un término de combate. Designa al ejercicio del poder que contraviene estándares democráticos. Se trata de un concepto doblemente negativo. En primer lugar, su significado se establece por oposición o negación de la democracia. Para saber qué cuenta como autoritario, es necesario y suficiente saber qué cuenta como democrático. Autoritarismo, en este sentido cotidiano, es un concepto abierto o genérico: denota el ejercicio del poder que no es democrático, pero sin especificar un tipo de régimen político. Puede aparecer en la conversación habitual en referencia tanto a una monarquía hereditaria preocupada por el interés general como a una junta militar que gobierna en beneficio de unos pocos. En segundo lugar, autoritarismo es un concepto que denigra. Señalar a un régimen o a un individuo, como autoritario es descalificarlo moralmente. Más allá de esta acepción habitual, cotidiana, el uso de autoritarismo en la academia es más complejo, como se explica a continuación.
EL ESTUDIO POLITOLÓGICO DEL AUTORITARISMO. Independientemente del uso ordinario, en la ciencia política moderna autoritarismo y democracia aparecen como conceptos incompatibles, pero no estrictamente como contrarios. No basta saber qué es la democracia para deducir, negativamente, el significado preciso de autoritarismo. En esta literatura se entiende al autoritarismo como un tipo particular de régimen, no como la negación genérica de la democracia. El esfuerzo por definir al autoritarismo como un tipo de régimen específico puede agruparse en dos etapas principales. La primera cubre los años cincuenta hasta finales de los ochenta del siglo XX, cuando los estudios sobre la transición a la democracia alcanzaron su madurez. La segunda etapa incluye los años noventa y llega hasta nuestros días.
Durante la primera etapa, el objetivo fue distinguir a los sistemas totalitarios de los autoritarios. El advenimiento del fascismo, el nazismo y el comunismo soviético, desde la perspectiva de los enemigos de estos movimientos, dividió al mundo en dos clanes: los partidarios de la democracia y los partidarios del totalitarismo. En el uso corriente, y también en ciertos círculos académicos, autoritarismo y totalitarismo se fundieron y confundieron. Para varios autores, sin embargo, tratar estos conceptos como intercambiables significó un retroceso en el estudio de las formas de gobierno. Hannah Arendt (1996), por ejemplo, insistió célebremente en la importancia de distinguir entre la restricción de la libertad, propia de los sistemas autoritarios; la eliminación total de la libertad política, propia de las dictaduras y las tiranías; y la destrucción de la agencia humana, de la capacidad elemental de iniciativa, propia de los regímenes totalitarios. Para Arendt, más allá de los grados de libertad, lo importante era entender los distintos fundamentos de estas formas de gobierno. El autoritarismo, propiamente entendido, comprende un ejercicio de autoridad, lo cual es distinto de un ejercicio de persuasión y del empleo de la violencia. Por su parte, la tiranía y la dictadura implican, precisamente, el despliegue de la fuerza por parte de uno en contra de todos. Y, por último, el totalitarismo combina ideología y terror de una forma sin precedentes (véase también Arendt, 2006).
Entre aquellos que se sumaron al esfuerzo por distinguir entre totalitarismo y autoritarismo en esta primera etapa se encuentran algunos de los fundadores de la ciencia política contemporánea. Carl J. Friedrich y Zbigniew K. Brzezinski (1956) entendieron al totalitarismo como una nueva forma de gobierno con seis características: una ideología oficial monopólica; un partido de masas controlado por el líder; una policía que despliega terror; un monopolio de los medios de comunicación; un monopolio de las armas y una economía de planeación central. Mientras que Arendt trató de entender las raíces y naturaleza del fenómeno totalitario en general, Friedrich y Brzezinski desarrollaron un modelo institucional para el análisis comparativo. Los sistemas autoritarios o autocráticos aparecen aquí por exclusión como aquellos que no son ni totalitarios ni democráticos.
Los procesos políticos en América Latina en la segunda mitad del siglo XX inspiraron algunos de los primeros esfuerzos por identificar al autoritarismo como un tipo específico de régimen. El trabajo de O’Donnell (1973) en torno del “autoritarismo burocrático” (al que distingue de “oligarquía” y “populismo”) fue uno de los más influyentes. O’Donnell señaló que ciertos sistemas, como el brasileño y el argentino de la segunda mitad de los años sesenta, habían logrado desarrollarse social y económicamente al mismo tiempo que mantenían la falta de competencia y libertad política. Estos sistemas, de acuerdo con O’Donnell, pusieron en duda los postulados de la teoría de la modernización. Si bien no todos aceptaron la teoría de O’Donnell, su trabajo generó un debate importante en torno del estudio del autoritarismo (Collier, 1980).
Juan J. Linz (1975) propuso criterios para identificar al autoritarismo como un tipo específico de régimen, en lugar de definirlo simplemente de manera residual. En su trabajo con Alfred Stepan, el objetivo fue dejar atrás la trilogía democracia- autoritarismo-totalitarismo para crear una clasificación más sofisticada. Linz y Stepan (1996) desarrollaron una tipología que distingue cinco sistemas –democracia, autoritarismo, totalitarismo, postotalitarismo y sultanismo–, en función de cuatro variables: el grado de pluralismo, el tipo de ideología, el nivel de movilización y la naturaleza del liderazgo político. Según esta teoría, en un sistema autoritario el pluralismo político es limitado y no está sujeto a rendición de cuentas; no existe una ideología sofisticada y comprensiva que ofrezca un gran modelo de sociedad hacia el futuro; la movilización política no es intensa ni extensiva; y un líder o una élite ejercen el poder bajo un conjunto de reglas flexibles.
Mientras que los primeros esfuerzos en la ciencia política moderna exploraron las fronteras entre distintos tipos de sistemas que claramente no eran democráticos, los estudios más recientes se han dedicado al análisis de un tipo de régimen que está en la frontera con la democracia: nos encontramos en la era del autoritarismo electoral (Morse, 2012; Levitsky y Way, 2010; Schedler, 2006 y 2013). El autoritarismo electoral o competitivo está compuesto por las principales instituciones de la democracia liberal representativa. Sin embargo, el grado de manipulación es tal que no existe un sistema suficientemente competitivo. La línea divisoria entre una democracia electoral y una autocracia electoral es inevitablemente borrosa, porque la manipulación puede variar sutilmente en grados y modos (Schedler, 2013). Algunos críticos de esta literatura señalan que, si bien el estudio del autoritarismo electoral es importante, se ha dejado de lado el proyecto de formular una tipología completa de sistemas no democráticos (Hadenius y Teorell, 2007).
EL ESTUDIO FILOSÓFICO DEL AUTORITARISMO. A diferencia de otros tiempos, hoy la democracia tiene pocos opositores en la filosofía política. Esto no quiere decir, sin embargo, que hayan desaparecido los esfuerzos filosóficos por identificar los méritos del autoritarismo. La justificación de la democracia es necesariamente un ejercicio comparativo: implica demostrar que ni siquiera la mejor forma de autoritarismo es superior al modelo democrático que busca defenderse. Para articular la mejor defensa de la democracia, tenemos, pues, que articular la mejor defensa del autoritarismo. Por esto, la tarea de demostrar que la democracia se justifica no es más que la tarea de demostrar que el autoritarismo no se justifica.
¿Por qué no el autoritarismo? ¿Qué concepción de autoritarismo presenta el mayor reto a la democracia? En primer lugar, es necesario identificar las principales dimensiones normativas para la evaluación y comparación de distintos arreglos políticos. Por un lado, está la dimensión instrumental. El proceso político importa, al menos en parte, porque sus resultados importan. Desde el punto de vista de la justicia social, las leyes y políticas públicas determinan decisivamente cómo se distribuyen los derechos, las oportunidades y los recursos económicos entre quienes componen una comunidad política. De manera más general, la calidad del gobierno afecta la calidad de vida de los gobernados y el tipo de relación que mantienen entre ellos.
Hay quienes consideran que la dimensión instrumental es la única que existe, o la única que importa moralmente. Se les conoce como “instrumentalistas”. Richard Arneson (2004: 40) es uno de sus principales exponentes contemporáneos: “El poder político pertenece por derecho a quienes son buenos para ejercerlo.” El mejor sistema político es aquel que producirá los mejores resultados, bajo una cierta teoría de lo que son buenos resultados: por ejemplo, una teoría de la justicia. Arneson de hecho es un demócrata, pero es fácil ver cómo el instrumentalismo podría conducir a la justificación del autoritarismo. Si un diseño autoritario fuera instrumentalmente el mejor, estaríamos obligados a adoptarlo. Arneson, como otros instrumentalistas, es un demócrata porque no considera que exista un diseño autoritario que, en el largo plazo, funcione mejor que la democracia liberal. Lo que para muchos es el modelo más plausible de autoritarismo –el tutelaje platónico (Dahl, 1989) o epistocracia (Estlund, 2008), que consiste en dejar que los más sabios y virtuosos gobiernen– tiene serios problemas. Se ha afirmado, por ejemplo, que en cuestiones políticas no existen expertos con esos atributos; que aun si existieran, no podríamos confiablemente identificarlos; que aunque pudiéramos identificarlos, su sabiduría y virtud podrían estar correlacionadas con otras características negativas, como un sesgo racial o de clase, cancelando los efectos positivos.
El autoritarismo se vuelve aún menos atractivo, según algunos demócratas, cuando consideramos la dimensión no-instrumental en la comparación normativa de los sistemas políticos. Los críticos del instrumentalismo señalan que las instituciones políticas no sólo importan por los resultados que producen. También importan en sí mismas, en virtud del trato que reciben las personas por el simple hecho de adoptar una forma de gobierno en lugar de otra. Para algunos, las instituciones autoritarias son inferiores porque la libertad política es intrínsecamente valiosa, ya sea porque la participación política es constitutiva de la vida buena (la perspectiva republicana aristotélica) o porque amplía el menú de opciones de planes de vida para todas las personas (la perspectiva liberal).
Para efectos de esta discusión, es fundamental determinar si en verdad, en la filosofía política, hemos puesto a competir a la democracia con su mejor rival, es decir, con la mejor forma de autoritarismo. ¿Realmente no existen instituciones autoritarias que sean justificables? A propósito de esta pregunta, el giro que ha tomado la teoría democrática en tiempos recientes es muy relevante. De acuerdo con la concepción deliberativa de la democracia, que sin duda es la que tiene hoy más adeptos, previo a la toma de las decisiones debe existir un debate incluyente, imparcial y exhaustivo sobre las virtudes de las distintas opciones a elegir. Además de que esto en principio contribuye a la legitimación del proceso, también mejora sus propiedades epistémicas o instrumentales, es decir, reduce la probabilidad de tomar malas decisiones. Una de las propuestas más interesantes para llevar la deliberación a la práctica consiste en la creación de “minipúblicos”: grupos relativamente pequeños de ciudadanos elegidos al azar que discuten y deciden sobre algún problema concreto (Goodin, 2008). Puesto que la selección es aleatoria, lo que surge es una versión en miniatura de la sociedad en su conjunto: ninguna clase o grupo queda fuera. Y justamente porque su número es reducido, la deliberación auténtica es posible. Para muchos, los minipúblicos son una innovación que hace posible la democracia deliberativa en sociedades masivas y complejas como las nuestras.
Sin embargo, no está claro que los minipúblicos, creados y aplaudidos por los teóricos de la democracia, sean realmente instituciones democráticas. Sin duda, el proceso aleatorio y la presunción de igualdad son atributos democráticos. Pero, en última instancia, el objetivo es poner el asunto en cuestión en manos de un grupo que, tras la deliberación, se ha vuelto más competente que el resto de los ciudadanos en su conjunto. Tras el proceso, sólo una minoría tendría el derecho de decidir, y lo tiene en virtud de su superioridad epistémica. En la metodología aristocrática tradicional, la idea es seleccionar a los más competentes; en la metodología de los minipúblicos, la idea es producir a los más competentes, sin los sesgos que presuntamente tienen los modelos aristocráticos clásicos. Por esto, algunos críticos han señalado que los minipúblicos son claramente elitistas, es decir, antidemocráticos (Saward, 2000; Walzer 2007).
Si aquellos que defienden este tipo de innovaciones institucionales tienen razón sobre sus ventajas, y si aquellos que las clasifican como autoritarias tienen razón sobre el aspecto conceptual o descriptivo, estaríamos ante la posibilidad de justificar ciertos tipos de instituciones autoritarias, para ciertos propósitos. Podemos imaginar, por ejemplo, que en ciertos contextos sería justificable adoptar un sistema basado en los minipúblicos para elegir gobernantes, en lugar del sufragio universal (López-Guerra 2011 y 2014).
BIBLIOGRAFÍA. Arendt, H. (1996), “¿Qué es la autoridad?”, en Entre el pasado y el presente, Barcelona, Ediciones Península, pp. 104-154; Arendt, H. (2006), Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza Editorial; Arneson, R. (2004), “Democracy is not intrinsically just”, en K. Dowding, R. Goodin y C. Pateman (eds.), Justice and Democracy: Essays for Brian Barry, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 40-58; Collier, D. (1980), The New Authoritarianism in Latin America, Princeton, Princeton University Press; Dahl, R. A. (1989), Democracy and its Critics, New Haven, Yale University Press; Estlund, D. (2008), Democratic Authority, Princeton, Princeton University Press; Friedrich
- J., y Brzezinski, Z. K. (1956), Totalitarian Dictatorship and Autocracy, Cambridge, Harvard University Press; Goodin, R. (2008), Innovating democracy, Nueva York y Oxford, Oxford University Press; Hadenius, A. y Teorell, J. (2007), “Pathways from authoritarianism,” en Journal of Democracy, vol. 18, núm. 1, pp. 143-157; Levitsky, S. y Way, L. A. (2010), Competitive Authoritarianism: Hybrid Regimes after the Cold War, Cambridge, Cambridge University Press; Linz, J. J. (1975), “Totalitarian and authoritarian regimes”, en F. J. Greenstein y N. W. Polsby (eds.), Handbook of political science, vol. 3, Reading, Addison-Wesley, pp. 175–411; Linz, J. J. y Stepan, A. (1996), Problems of democratic transition and consolidation, Baltimore, Johns Hopkins University Press; López-Guerra, C. (2011), “The enfranchisement lottery”, en Politics, Philosophy and Economics, vol. 10, núm. 2, Sage, pp. 211- 233; López-Guerra, C. (2014), Democracy and Disenfranchisement: The Morality of Electoral Exclusions, Oxford, Oxford University Press; O’Donnell, G. (1973), Modernization and Bureaucratic- Authoritarianism: Studies in South American Politics, Berkeley,
Institute of International Studies, University of California; Morse, Y. L. (2012), “The era of electoral authoritarianism”, en World Politics, vol. 62, núm. 1, enero, Cambridge Journals, pp. 161-198; Saward,
- (2000), “Less than meets the eye: democratic legitimacy and deliberative theory”, en M. Saward (ed.), Democratic Innovation: Deliberation, Representation and Association, Nueva York, Londres, Routledge, pp. 66-77; Schedler, A. (ed.) (2006), Electoral Authoritarianism: the Dynamics of Unfree Competition, Boulder, Lynne Rienner Publishers; Schedler, A. (2013), The Politics of Uncertainty: Sustaining and Subverting Electoral Authoritarianism, Nueva York y Oxford, Oxford University Press; Walzer, M. (2007), “Deliberation, and what else?”, en S. Macedo, Deliberative Politics: Essays on Democracy and Disagreement, Nueva York, Oxford University Press, pp. 58-69.
[CLAUDIO LÓPEZ-GUERRA]
1 La historia del caso de Hopwood fue que obtuvo un resultado bueno en el examen de admisión, no obstante lo cual fue rechazada. Ella consideró que esto era injusto, porque algunos de los solicitantes admitidos eran afroamericanos y mexicano-americanos, quienes tenían pésimas calificaciones en college y más bajas notas en las pruebas de admisión. La escuela de Leyes de la Universidad de Texas defendía la política de la acción afirmativa que daba preferencia a los solicitantes de minorías. Ella llevó el caso a la Corte, argumentando discriminación.
2 El caso de Abigail Fisher contra la Universidad de Texas en Austin es similar al de Hopwood, y los jueces argumentaron que la Universidad tenía que demostrar que su meta de diversidad era acorde con un estricto escrutinio. La opinión de la Corte del 24 de junio de 2013 señaló que a la raza no se le asigna un valor numérico y los criterios son varios: puntaje numérico, resultados del desarrollo académico en high school y, en tercer lugar, una medición más holística, como son actividades de liderazgo, experiencia laboral, etcétera.
3 Una defensa enfática del papel de la autonomía para el conjunto de la obra de Kant es presentado en la palabra “Autonomie”, escrita por T. Ballauf (1971).
4 Más allá de Habermas, otros autores incorporaron esa formulación kantiana de la relación entre autonomía y razón pública. Cf. J. Rawls (2005), Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press; O. O’Neill (1995), Constructions of Reason, Cambridge, Cambridge University; I. Maus (1992), Zur Aufklärung der Demokratietheorie, Frankfurt am Main, Suhrkamp. Para una discusión que comprenda el modelo kantiano en el debate contemporáneo, cf. K. Baynes (1992), The Normative Grounds os Social Criticism: Kant, Rawls, Habermas, Nueva York, State University of New York Press.
5 Autores como Amartya Sen y Marta Nussbaum coinciden en la necesidad de encontrar una “base material” para la autonomía individual. Sin negar que la libertad de los sujetos sea éticamente constituida, entienden que la garantía directa de soporte material (por ejemplo, un ingreso monetario regular) contribuye de forma decisiva para el ejercicio de la autonomía. La relación entre “dinero” y autonomía individual, por lo tanto, no podría ser negligente. A. Sen (1999), Development as Freedom, Oxford. Oxford University Press; de ella misma (2011), The Idea of Justice, Harvard University Press, Belknap; también, M. Nussbaum (2000), Women and Human Development. The Capabilities Approach. Cambridge University Press y, además (2011), Creating Capabilities. The Human Development Approach, Cambridge, Belknap.
6 Posteriormente, Forst adiciona todavía una quinta concepción de autonomía a su lista, la autonomía social (Forst, 2007: 189-210).
En: Carlos Pereda Failache (Editor). Diccionario de justicia. México, Siglo XXI Editores, 2016. 1140 págs.
PRÓLOGO
DE CÓMO CUIDAR, DESCUIDAR Y NO CUIDAR A LA JUSTICIA
En las más diversas situaciones –desde las más íntimas a las más públicas– no conviene desatender esa advertencia (que, entre nosotros, de un modo u otro tanto ha sido recomendada por pensadores como Andrés Bello o Carlos Vaz Ferreira): Ten cuidado con las palabras. Después de todo, haciendo uso de palabras recorremos la vida, bien o mal, y más si se trata de palabras cuyos usos prácticos, morales, legales o políticos las han vuelto tan dramáticas como “justicia”. Porque no cabe la menor duda: “justicia” no es sólo una palabra de uso común, sino una palabra dramática.
En efecto, no es raro que apenas se la introduce en una conversación, o incluso en la disquisición científica más teórica, tarde o temprano nos pongamos a discutir y, más temprano que tarde los ánimos se acaloren. En algún momento ya no se escucha. Sólo se repite la propia posición y se grita, si es que no se insulta. No es difícil explicar por qué. Con palabras como “justicia” o, más bien, con los conceptos que construimos con sus usos y con otros con que se vincula, no sólo hacemos referencia a sociedades y personas, también las defendemos o atacamos, a menudo con pasión. Así, a partir de conceptos como éstos articulamos el mundo social y sus formaciones (por ejemplo, predicamos de sociedades y personas que son justas o injustas o, al menos, en algunos aspectos justas y, en otros, injustas). Esas evaluaciones –correctas o incorrectas– tienen consecuencias en nuestros modos de creer, desear, sentir, actuar: al usar estos conceptos no sólo juzgamos, sino que también nos damos fuerza o asustamos, nos alegramos o angustiamos, nos aturdimos o consolamos.
De ahí la importancia de atender las ramificaciones a menudo intrincadas del concepto subdeterminado de justicia y de otros conceptos con que se interrelaciona y, así, de contribuir a cuidar a la justicia. Pero, ¿de dónde proviene esa importancia?
CONFLICTIVA FAMILIA DE CONCEPTOS SUBDETERMINADOS DE JUSTICIA
Sospecho que la pregunta anterior acerca de la importancia de cuidar un valor generalmente tan apreciado como la justicia es, en general, más fingida que real. Pero lo es aún más en las “repúblicas llorosas” –la expresión es de José Martí– de América Latina, en donde la justicia desde hace siglos –tanto en la vida pública como en la privada– ha sido, a la vez, la gran ausente y la gran esperada. De ahí que un diccionario de conceptos morales, legales y políticos en torno a la justicia “escrito en América Latina” no necesita justificación. (Precisar que se trata de un diccionario “escrito en América Latina”, sólo informa que sus autores son latinoamericanos, con sus peculiares experiencias, anhelos y fantasmas, pero no que escriban teniendo en cuenta preponderantemente la producción teórica latinoamericana o que escriban sobre América Latina.)
Más inquieta, sin embargo, la expresión “conflictiva familia de conceptos subdeterminados de justicia”. Porque ¿qué se entiende por “conceptos subdeterminados”? Como sucede al usar palabras dramáticas, cuando atribuimos justicia o algún grado de justicia a una sociedad o a una persona, o a un aspecto de una sociedad o de una persona…, aunque a veces su uso resulte más o menos claro, apenas se examinan tales atribuciones, con frecuencia se descubre que necesitan determinarse más, mucho más. Hasta no es raro descubrir que estamos ante conceptos en extremo subdeterminados. Entre otras causas, en la tradición abundan las ambigüedades, que también se encuentran presentes en el decir de cada día. Por ejemplo, solemos aludir a una atribución personal del concepto de justicia si se lo usa en oraciones como “sospecho que se trata de una persona justa” o “un acto justo como ése era el que todas y todos esperábamos”. En cambio, nos topamos con una atribución social en oraciones como “hace tiempo ignoramos lo que podría ser un orden social justo” o “Ese Estado no es justo”. Con el propósito de eliminar presuntas ambigüedades como éstas, se señala: ambas predicaciones –la personal y la social– tienen poco o nada que ver la una con la otra; relacionarlas sólo produce confusión. No obstante, mucho se ha discrepado acerca de si frente a esta relación o a otras análogas estamos frente a una confusión o no.
Por eso, comenzaré por tener en cuenta cómo desde la Antigüedad ya se discrepaba con quienes rechazaban las relaciones entre las atribuciones personales y sociales de justicia. El propósito de estos apuntes iniciales es, entonces, esbozar –aunque no sea más que a muy, muy grandes rasgos– una vaga historia no sólo de cómo se ha determinado al concepto de justicia sino, más ambiciosamente –¿demasiado ambiciosamente?– de cómo se ha cuidado, descuidado y no cuidado a la justicia.
LA JUSTICIA EN LOS ANTIGUOS; POR EJEMPLO, EN PLATÓN
En el libro IV de La República Platón considera que la justicia es tanto una virtud de las personas –o, más precisamente, del alma– como una virtud de los Estados y del orden social que instauran. Así, al proponer ambas virtudes como isomórficas, Platón no duda –para decirlo en un vocabulario que le es ajeno– en psicologizar la política y, en el mismo movimiento totalizador, en politizar la psicología.
¿Cuáles son sus argumentos? Cada objeto y cada ser vivo tiene su virtud; ésta consiste en la excelencia del operar de su función. La virtud de un cuchillo reside en cortar adecuadamente; la virtud de los ojos en hacernos ver, y un ojo será tanto más virtuoso cuanto vea mejor. De manera análoga, tanto el alma de cada persona como los Estados poseen sus correspondientes funciones. Según Platón, cuando éstas operan con excelencia, operan con virtud.
Platón distingue tres partes del alma que pueden reconstruirse como las partes funcionales o agentes interiores que nos motivan a actuar. El agente interior “razón” busca conocimiento y, por eso, su virtud es la sabiduría que permite conocer; en Platón el genuino conocimiento es el conocimiento de las Ideas –o en una mejor traducción, aunque más enigmática, de las Formas–. El agente interior “apetitos” busca la satisfacción de los deseos corporales; de ahí que su virtud sea la temperancia que consiste en el dominio de sí que pone límites a la tendencia al exceso de las diversas inclinaciones. El agente interior que tal vez podamos reconstruir – bastante libremente– con la palabra “autoconciencia” (thumos) busca el reconocimiento; su virtud es el coraje tanto para reflexionar sobre sí y arriesgarse a conocerse, como a enfrentarse al peligro.
A su vez, con una división tripartita análoga, según Platón es posible reconstruir las clases sociales o agentes exteriores que conforman las sociedades y los Estados. El agente exterior “clase gobernante” se ocupa de la planeación y dirección general del Estado, y su virtud es la sabiduría. El agente exterior “clase trabajadora” consiste en los ciudadanos encargados de producir los bienes materiales que precisa el Estado para sobrevivir, y su virtud es la temperancia. El agente exterior “clase militar” se encarga de defender la independencia del Estado, por lo que su virtud es la valentía capaz tanto de evaluar lo que es un peligro y lo que no lo es –quién es amigo y quién es enemigo–, como de hacer frente a los enemigos.
Urge ya preguntar: además de las funciones que cumplen esas virtudes, ¿cuál es el aporte de la virtud de la justicia para las personas y los Estados? Según Platón, tanto en ese micro Estado que es el alma humana como en esa macro alma que es el Estado, la justicia es la otra virtud. O, si se prefiere: es una meta-virtud. Pues la virtud de la justicia no sólo acompaña, sino que también vigila el funcionamiento de las demás virtudes. Así, cuando éstas dejan de funcionar correctamente, y se producen desgarramientos entre los agentes interiores o exteriores, se debe intervenir con justicia. De este modo, la justicia es la virtud que busca armonizar tendencias disruptivas en las almas y en los Estados. Por consiguiente, los trabajos de la justicia consisten en establecer mediaciones: mediar para armonizar lo diferente –razón, cuerpo, autoconciencia– y mediar para unificar la multiplicidad –multiplicidad de personas, de grupos, de recursos naturales y artificiales–. Si se tiene éxito con las mediaciones y se consigue la armonización, la justicia permite mantener el alma y el Estado como todos bien ordenados. Previsiblemente, cuando esas estructuras se descomponen hay desorden por doquier: caos psíquico que destruye a las personas, caos social que destruye las sociedades. La virtud de la justicia tiene que impedir que las funciones de los diversos componentes del alma y del Estado entren en conflicto o se confundan produciendo guerras civiles interiores o exteriores. De acuerdo con estas observaciones no sorprenderá, pues, que a partir de Platón pueden reconstruirse como sigue dos principios de la justicia social:
1] Actuar con justicia social implica regir la estructura básica de la sociedad con el principio de subordinación de los intereses de las personas y de los diversos grupos sociales al bien común o principio de la primacía del bien común.
2] Actuar con justicia social implica regir la estructura básica de la sociedad con el principio de la división natural del trabajo.
En Platón la justificación de ambos principios descansa en la ontología, esto es, en cómo es, según Platón, la realidad. Así, más allá de las apariencias –más allá de quienes habitamos la caverna de sombras pasajeras y engañosas que es este mundo– existe un Orden. La buena vida de cada persona y de cada grupo de personas consiste en descubrir el lugar que le corresponde en ese Orden: en encontrar su “lugar natural”. Una vez que se sabe de ese lugar, las personas, si resisten las tentaciones de abandonarlo y carecen de debilidad de la voluntad, se encuentran en paz consigo mismas y felices, y los Estados se desarrollan y florecen.
Claramente, el método de Platón para obtener los principios de justicia es epistémico. La acción justa sólo puede respaldarse en el saber –o, más bien, en los saberes– de aquellos expertos que son capaces de aprehender la Idea –o Forma– de la justicia. Por eso, actuar con justicia implica regir tanto el alma como la sociedad de acuerdo con los saberes que implica la Idea de Justicia. Por ejemplo, es preciso saber cuál es el bien común que hay que preferir a los bienes particulares. A su vez, el principio de diferenciación de funciones implica discernir qué funciones debe realizar cada clase social (por ejemplo, la clase trabajadora debe obtener los bienes materiales, la clase gobernante debe planificar la economía). También los saberes de la Idea de la justicia deben incluir cómo aplicar tales saberes; la felicidad tanto personal como social depende de esa aplicación. (Por supuesto, en Platón estos saberes de la justicia, como los saberes de cualquier Idea, no son relativos a ningún contexto social o personal; obviamente no son relativos a las costumbres de una región o a las preferencias de un individuo. Así, respecto de la justicia –y en general en relación con todo valor o virtud– nadie se encuentra más lejos que Platón del relativismo, sea o no multiculturalista: la validez de valores y virtudes es independiente del espacio y del tiempo.)
Me apresuro a puntualizar que considero que La República es un libro repleto de buenas y de malas enseñanzas acerca de cómo cuidar la justicia, y entre las malas enseñanzas abundan algunas atroces. Sin embargo, sólo me detengo todavía un momento a indicar unas pocas de las complejas huellas que a lo largo de los siglos ha dejado este modo inmensamente influyente de cuidar la justicia –y, a menudo, tal vez de radicalmente descuidarla o no cuidarla–.
HERENCIAS PLATÓNICAS O, EN ALGUNA MEDIDA, PLATONIZANTES
Como en relación con los otros valores morales, legales y políticos, respecto de la justicia las relaciones entre los tiempos modernos y el mundo antiguo son de complejas rupturas y de no menos complejas continuidades en el teorizar y en el actuar. Por supuesto, las teorías de Platón se encuentran lejos de agotar lo que cree y anhela el mundo antiguo en torno a la justicia y, en general, en torno a los valores. No obstante, no sólo su voz se escucha en las más diversas tradiciones, sino que tener en cuenta la radicalidad de esa voz ayuda a subrayar continuidades y rupturas con propuestas sobre la justicia de los tiempos modernos.
Por ejemplo, es posible defender la primacía del bien común, como lo hacen muchos movimientos de tendencia “comunitarista” – para usar una etiqueta abusiva–. Sin embargo, no hay que olvidar: los “comunitarismos” de los tiempos modernos han sido moral, legal y políticamente a veces conservadores y, otras, revolucionarios. Por consiguiente, tales “comunitarismos” a veces han respaldado versiones del otro principio platónico, el de la división natural del trabajo. En cambio, otras veces lo han rechazado pues este segundo principio elimina la movilidad social: implica una diferencia que fija los talentos y las habilidades de las personas y las condena a formar parte de una de las clases –trabajadora, gobernante o militar– para siempre. Por otra parte, no pocas veces a lo largo de la historia se ha retomado el método de formular o descubrir estos principios –la propuesta acerca de conocer la justicia como se conoce cualquier otra clase natural– bajo banderas tan diversas, y en ocasiones opuestas, como el “derecho natural”, el “realismo metafísico” y hasta –de modo algo oscuro ¿o perverso?– como “teología política”. Así, se han retenido alguno, o algunos, de los motivos platónicos no sólo sin comprometerse con los otros, sino incluso atacándolos.
Por desgracia, estos apresurados apuntes iniciales no son el lugar para proseguir enumerando los diversos movimientos teóricos y prácticos que se desarrollan con algún tipo de continuidad con herencias platónicas o platonizantes. En cambio, recojo ya movimientos de franca ruptura. En particular interesa atender aquellos que se subsumen bajo las banderas de la Ilustración. En líneas muy, muy generales comienzo por agruparlos en dos direcciones. Si no me equivoco, lo que se piensa acerca de cómo cuidar, descuidar o no cuidar a la justicia a comienzos del siglo XXI, de manera directa o indirecta, en alguna medida se origina en estos dos tipos de argumentaciones opuestas.
LAS ARGUMENTACIONES ILUSTRADAS QUE ELIMINAN O REDUCEN LAS CONSIDERACIONES SOBRE LA RAZÓN PRÁCTICA Y, EN GENERAL, LAS CONSIDERACIONES NORMATIVAS
Una fuerte tendencia de los tiempos modernos –que toma fuerza a partir del siglo XIX pero que viene de antes y aún es vigente–, aconseja que si procuramos investigar con seriedad, esto es, de acuerdo con procedimientos racionales, es preciso adoptar en exclusiva el punto de vista de la tercera persona tal como se lo entiende –o se postula que se lo entiende– en las ciencias naturales. A partir de premisas como éstas, también se razona que las ciencias sociales tienen que modelarse según el modelo de las ciencias naturales. De esta manera, se busca eliminar las consideraciones de justicia o reducirlas a consideraciones no normativas. En general, se busca eliminar o reducir los valores morales, legales y políticos como objetos de una consideración racional seria. Así, en ocasiones se concluye que algunas –sólo algunas– de las tareas que eran propias de las argumentaciones –¿o pseudoargumentaciones?– morales, legales y políticas deben ser retomadas por investigaciones en ciencias sociales en lo posible naturalizadas. ¿Cómo es esto?
Se conoce: a partir de no pocas versiones del positivismo lógico moderno, pero no sólo, algunas propuestas eliminacionistas de la razón práctica han sido extremadamente influyentes en la teoría, aunque también en muchos planes para actuar. Esas propuestas eliminacionistas o propuestas sobre la irracionalidad de todo fin último y, por lo tanto, sobre la irracionalidad de cualquier concepto de justicia sostienen la equivalencia racional de todos los fines y, así, de toda normatividad, cualquiera sea el contenido que ésta pueda tener. Como consecuencia se afirma que los planes de vida más básicos por los que la gente actúa de esta u otra manera responden a preferencias y decisiones privadas, productos de deseos, emociones o intereses de individuos acerca de los cuales no es posible argumentar. Declarar que salvar la vida de un inocente es un acto justo tiene, pues, el mismo valor cognoscitivo que exclamar la interjección “¡ay!”; a saber, no tiene valor cognoscitivo alguno. Así, la primera declaración se puede respaldar en último término tan poco racionalmente como declarar: “torturar a una persona es un acto justo”. (De esta manera se razona, por ejemplo, en muchas teorías emotivistas de los valores.) Por lo tanto, partiendo de estas premisas, las únicas consideraciones sobre la justicia que se pueden llevar a cabo sin abandonar la esfera de lo racionalmente posible, consisten en “describir hechos sociales”, y a partir de esos “hechos”, calcular cuáles son los medios “más justos” en el sentido de “más adecuados para alcanzar ciertos fines”, repito, cualquiera que sea el contenido de éstos. Dicho de otra manera: sólo es posible indagar y discutir racionalmente sobre medios o fines subordinados, no sobre fines últimos. Así, en el esquema de acción “medio-fin”, los fines últimos son parte de una caja negra inescrutable. La razón en las ciencias sociales, la razón en general, sólo puede ser razón instrumental.
Las propuestas reduccionistas son diferentes de las propuestas eliminacionistas, aunque comparten la misma supresión de la razón práctica. En este segundo tipo de reflexiones ya no se declara la irracionalidad de todo fin último, sino que se procura razonar una propuesta sobre el carácter natural de todo fin último. Cierta manera de comprender la teoría de la evolución de las especies nos descubriría el contenido de tales fines, por ejemplo, el contenido de lo que hay que entender por justicia. Pero según otras tradiciones de pensamiento, también nos podrían descubrir ese contenido teorías naturalizadas de la historia y de la sociedad –que fuesen algo así como casos particulares de la teoría de la evolución–.
Sugerí que ambas propuestas –repito: muy influyentes en el quehacer de las ciencias sociales a partir del siglo XIX– tienen propiedades comunes ya que consideran que los fines últimos son dados, sea por las preferencias de los individuos, sea por la teoría de la evolución o por teorías naturalizadas de la historia o de la sociedad. En las propuestas eliminacionistas este carácter de dado vuelve a los fines últimos racionalmente inescrutables; en las propuestas reduccionistas tales fines son objeto de conocimiento como en las tradiciones platónicas o platonizantes; sin embargo, a diferencia del conocimiento platónico, se trata de conocimientos tan naturalizados como los conocimientos que se obtienen a partir de cualquier investigación científica en ciencias naturales.
Como consecuencia, estas propuestas vuelven superfluos los trabajos normativos de la razón práctica y su punto de vista de la primera persona en tanto que agente que razona. Por lo tanto, directa o indirectamente se elimina la posibilidad de que los agentes tengan algún poder. Así, se declara sin sentido, o se consideran ilusorias y profundamente falaces, las deliberaciones, por ejemplo, acerca de cuidar la justicia.
Creo que no exagero si afirmo que todas las direcciones en que se ha trabajado en ciencias sociales y, en general, que todas las teorías sobre la práctica individual o social que se han expuesto desde mitad del siglo XIX – desde las más conservadoras a las más revolucionarias– han tenido versiones influyentes que se dejan reconstruir como propuestas eliminacionistas o reduccionistas para descuidar o enfáticamente no cuidar la justicia. (Las teorías de la tecnocracia y de la llamada “ingeniería social” –elaboradas a partir de ciertas formas de entender el liberalismo–, no pocas veces implican propuestas eliminacionistas de valores como la justicia. A su vez, los denominados “marxismos cientificistas” fueron teorías reduccionistas de tal razón. Entre otros, vale la pena volver a nombrar un representante ya olvidado de esas reducciones, pero que en su momento su moda causó furor, al menos en América Latina. L. Althusser observa –con retórica implacable pero sin argumentos– que el concepto de justicia se reduce por completo al concepto de justeza: hacer justicia es ajustar la política de un movimiento social a los fines dados por la teoría científica de la historia, de manera análoga al mecánico que ajusta un auto teniendo en cuenta las leyes de la física.)
Sin embargo, dentro de la misma Ilustración, en lo que puede considerarse la otra tradición, se desarrollan argumentos de rompimiento radical tanto con el cuidado de la justicia por parte de la tradición platónica, como con su descuido o no cuidado en las argumentaciones que eliminan o reducen las consideraciones normativas. Por eso, de nuevo con la rapidez que exigen estos apuntes, paso a revisar los contrastes, al menos entre dos maneras de cuidar –¿mal y bien?– la justicia: la de la tradición platónica ya brevemente apuntada y la de la tradición kantiana.
EL ARGUMENTO ILUSTRADO DE KANT ACERCA DEL PODER DE LOS AGENTES Y EL INCESANTE RECOMENZAR DE LAS REFLEXIONES SOBRE LA JUSTICIA EN LOS TIEMPOS MODERNOS
En contra del principio de la primacía del bien común, Kant defiende como un imperativo –literalmente– categórico tratar a cada persona como un “fin en sí”. Las personas no deben usarse como medios para alcanzar otros fines, ni siquiera en aras de alcanzar el bien común o la máxima felicidad posible, pues poseen ciertos derechos que no se deben violar en ninguna situación. Éste es el principio de justicia en cuanto principio de la primacía de los derechos humanos. De ahí que ocuparse con la justicia sea, en la tradición que inicia Kant, ante todo ocuparse con lo que a lo largo del siglo XX se ha defendido con vehemencia como tales derechos. De esta manera, los derechos de cada persona, los derechos humanos, introducen algo más que fuertes límites: son barreras que el Estado, las iniciativas privadas o los movimientos sociales no deben franquear incluso en nombre de bienes sociales muy apreciables (una mayor seguridad ciudadana, progreso económico, mayor felicidad para el mayor número de personas, éxito de cierto país en una guerra,…). Por lo tanto, según el principio de la primacía de los derechos, la no instrumentalización de las personas forma parte de lo moral, legal y políticamente no negociable.
A su vez, el principio de la división natural del trabajo tan presente no sólo en las tradiciones platónicas o platonizantes y, por lo tanto, ese fijar de antemano las obligaciones de cada clase social (gobernantes, el aparato militar, los ciudadanos o cualquier otra diferenciación que se proponga), desaparece en la tradición kantiana. El sujeto moral, legal y político básico pasa a ser cualquier persona que en tanto agente no puede abandonar el punto de vista de la primera persona que razona y actúa. Precisamente, se trata del plebeyo cualquiera: el ciudadano común y corriente, más allá de su oficio y del lugar que esa persona ocasionalmente ocupa en una estructura social. Así, en esta tradición se subraya que las personas más allá de ser –o más bien, de actuar como– soldados, abogadas, agricultores o médicas son, ante todo, personas. Al respecto, en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de 1785, Kant formula la célebre primera fórmula del imperativo categórico de cualquier moral como sigue: Actúa según la máxima de una acción que cualquiera pueda querer como una acción universal. De ahí que, de acuerdo con este imperativo, cuando evaluamos una acción como justa o injusta no importa que esa acción la haya llevado a cabo una mujer o un hombre de gobierno, una obrera o un campesino. La evaluamos según un principio de justicia en cuanto principio de universalidad que rige para cualquier persona.
Por otra parte, en contra del método de conocimiento no natural de la justicia, muchas teorías de la modernidad introducen el contractualismo. Al menos a partir de Hobbes se postula un estado de naturaleza en el que, como se carece de todo orden moral, legal o político, rige la guerra de todos contra todos. Así, cualquier mujer u hombre en esta miserable condición pronto concluye que estaría mejor si se acordase algún orden moral, legal y político. En la oración anterior hay que subrayar las palabras “si se acordase”, pues la justificación última de la autoridad política –y de sus consecuentes derechos y obligaciones–, descansa para el contractualismo en lo que la gente está “dispuesta a acordar”: en el consentimiento recíproco de los miembros de una sociedad. Por supuesto, expresiones como “estado de naturaleza” y “contrato social” aluden a ficciones o, si se prefiere, a situaciones contrafácticas. No obstante, tal contrato hipotético provee de herramientas para evaluar la legitimación de un Estado y sus leyes. Los principios de justicia no se descubren, pues, mediante el conocimiento de una Idea no natural como en Platón; tampoco se obtienen conociendo un concepto naturalizado de justicia –suponiendo que tiene sentido postular la existencia de tal concepto–, sino que resultan de un conocimiento alcanzado en un acuerdo bajo ciertas condiciones o principio del conocimiento de la justicia en una situación hipotética.
Notoriamente reconstrucciones ilustradas de la razón práctica como la de Kant –o como las de Rousseau…– provocaron varias de las mayores teorizaciones morales, legales y políticas sobre la justicia de los tiempos modernos. Y, de un modo u otro, estas reflexiones en ningún momento desaparecieron del horizonte de estos tiempos. No obstante, como ya se señaló, a partir del siglo XIX y en gran parte del siglo XX, reconstrucciones de la razón práctica como éstas, más que convivir con las propuestas eliminacionistas o reduccionistas de la justicia, en gran medida resultaron provisoriamente sepultadas por los quehaceres de las ciencias sociales practicadas según el paradigma “meramente describir y explicar”. Esta situación no duró por mucho tiempo. En el último tercio del siglo XX se regresó la mirada hacia el argumento acerca del poder del agente y, así, al punto de vista de la razón práctica. A veces este regreso fue provocado por la insatisfacción teórica creciente que produjeron la mayoría de los intentos de eliminación o de reducción de las consideraciones normativas. Pero también varios acontecimientos sociales contribuyeron a este regreso. (Por ejemplo, la destrucción de no pocas esperanzas a partir de los conocimientos que hemos adquirido al irse precisando las dimensiones criminales de algunas catástrofes sociales del siglo XX: el conocimiento de las atrocidades del nazismo, de los campos stalinistas, de las dictaduras militares de América Latina…).
Procurando aprender de estas catástrofes, y en contra de las versiones cientificistas del marxismo, en las tradiciones socialistas surgió la necesidad práctica y teórica de reflexionar sobre la normatividad que debe regir las acciones. Respecto de estas tareas, me limito a recordar el nombre más influyente en esa variante de inspiración –en sus comienzos– marxista que fue, que es, la Escuela de Fráncfort: Jürgen Habermas. Pero también en la tradición –tan peculiar– de la filosofía francesa, pensadores como Jacques Rancière con su defensa de la democracia, o Alain Badiou con su insistencia en el carácter innovador del acontecimiento, han roto con cualquier resabio de esos determinismos que difundió la “ciencia ficción” althusseriana. A su vez, en las teorías liberales –en contra del “rational choice” y de algunas versiones del utilitarismo–, también se sintió la necesidad de revalorar la razón práctica. Me detengo todavía un momento, de nuevo con la rapidez que –¿mal?– aconsejan los apresurados apuntes de un prólogo, en la más influyente de estas revaloraciones.
UNA TEORÍA DE LA JUSTICIA
John Rawls publicó su libro más famoso en 1971, y a partir de entonces propuso varias correcciones y rectificaciones. En gran parte las dejaré de lado para concentrarme en su propuesta inicial. (Algunas de esas rectificaciones se incluyen en varias de las entradas de este diccionario.) Como Platón, pero con un diseño social opuesto al de Platón, Rawls considera que, cuando se trata de cuidar la justicia social, el lugar a atender es la estructura básica de la sociedad. Tal estructura consiste en el conjunto de instituciones sociales, políticas y económicas y, como consecuencia, en los modos en que esas instituciones asignan los derechos fundamentales y distribuyen los beneficios y las cargas sociales. La distribución de esos bienes primarios debe ser el resultado de la aplicación de los principios de la justicia.
Sin embargo, a diferencia de Platón, Rawls –como gran parte de la tradición ilustrada–, no supone un método de conocimiento no natural para aproximarse a tales principios, sino ese método que ya se adelantó de conocimiento natural de los principios de justicia basado en el acuerdo mutuo bajo ciertas condiciones hipotéticas. Claramente Rawls recupera este método de las teorías contractualistas ya aludidas. No obstante, los agentes que postula Rawls para elegir los principios de justicia no son los temerosos –¿y tenebrosos?– habitantes del estado de naturaleza de Hobbes, ni los nostálgicos ciudadanos de Rousseau, sino agentes interesados en ponerse acuerdo en los beneficios de la cooperación. ¿A partir de qué principios de justicia están dispuestos esos agentes a llevar a cabo su cooperar? Rawls propone una “posición original” para elegir tales principios. Esta posición es el resultado de un experimento mental que consiste en imaginar agentes libres e iguales pero que sólo disponen de información selectiva. (En la versión de 1971 que comento se agrega que los ciudadanos deben estar motivados por el propio interés; en versiones subsecuentes Rawls hace referencia, de manera más amplia, a la motivación propia de “ciudadanos razonables”.)
Es decisivo para la independencia lógica del método de Rawls que en la posición originaria quienes elijan los principios de justicia dispongan de “información selectiva”. Por ejemplo, se dispone de conocimientos generales acerca de la naturaleza de las personas y de las realidades empíricas de la vida social, incluida alguna información sociológica sobre las condiciones de la cooperación social. Sin embargo, en esa posición se sitúa a la vez a los agentes detrás de un “velo de la ignorancia”. Ese velo impide que los agentes conozcan qué posición precisa ocuparán en la vida social. Así, esos agentes ignoran circunstancias tales como su situación económica, política o religiosa; tampoco conocen sus talentos, habilidades, salud, género, apariencia, origen étnico o religioso. (Supongamos el comprensible interés o, más bien, la razonabilidad en preferir que la ciudad que habitamos disponga de barrios hermosos y seguros; por eso, detrás del velo de la ignorancia se supone que ningún agente racional se atreverá a elegir una ciudad llena de barrios miserables e inseguros. Supongamos el menos comprensible interés, pero frecuente a lo largo de la historia, de favorecer a gente con el mismo color de piel que uno, con la misma orientación sexual que uno, con la misma religión que uno; detrás del velo de la ignorancia ese interés se descubre como suicida porque nadie sabe qué color de piel tiene, ni qué orientación sexual, ni qué religión.)
Se asume, pues, que quienes eligen los principios de justicia detrás del “velo de la ignorancia” son suficientemente razonables para no tomar riesgos que es posible que acaben arruinado sus vidas. Según Rawls, los principios correctos de la justicia social para construir las instituciones básicas de la sociedad que determinarán la distribución de beneficios y cargas de la cooperación en una sociedad bien ordenada se deben elegir en una situación hipotética que tenga las características de la posición originaria (de la posición “detrás del velo de la ignorancia”). En tal posición, se supone que los agentes eligen como primer principio para cuidar la justicia lo siguiente:
1] Cada persona tiene un derecho igual al más amplio sistema de libertades básicas compatible con un sistema similar de libertades para todos.
En la tradición platónica –y a veces de manera no abierta, pero tácita–, se defienden versiones de algún tipo de estratificación social fijo o más o menos estable (clases sociales, pues, esenciales o relativamente esenciales). En cambio, se supone que los agentes razonables detrás del “velo de la ignorancia”, para proseguir cuidando a la justicia, eligen un segundo principio según el cual
2] Las desigualdades económicas y sociales han de satisfacer dos condiciones: a] tienen que ser para el mayor beneficio de los miembros menos favorecidos de la sociedad, y b] estar adscritos a cargos y posiciones accesibles a todos en condiciones de equitativa igualdad de oportunidades.
El principio 1] tiene, en Rawls, primacía léxica y, por eso, debe aplicarse antes del principio 2]. Se puede resumir esta teoría de la justicia en dos pasos. Primer paso: se debe maximizar el sistema de libertades básicas hasta hacerlas compatibles con su igual distribución para todos. Segundo paso: se acepta la distribución desigual de los bienes cuando ésta tiene el efecto de maximizar los bienes de los peor favorecidos.
Pero he aquí algunas dudas o preguntas –¿o críticas?–. No hay que desatender que en 1] se alude a un “sistema de libertades”, y con razón, porque apenas pronunciamos la palabra “libertad” de inmediato vienen a la mente diversos tipos de libertades: libertad de pensamiento, libertad de expresión…; cada una de las cuales no puede comprenderse ni ejercerse por separado. Más todavía, el sentido y la práctica de cada tipo de libertad dependen de cómo se especifican las otras. Pero, ¿cuáles son las libertades que deben formar parte de ese “sistema”? Junto a las libertades como la libertad de pensamiento y de expresión, dependiendo de la historia de cada una de las sociedades poco a poco se agregan la libertad de movimiento, la libertad de ocupación, la libertad para hacer contratos, la libertad de comercio, la libertad de portar armas… ¿En qué momento y con qué criterios se cierra el “sistema básico de las libertades”? ¿Acaso hay criterios aculturales y ahistóricos para hacerlo? Supongamos que los hay. Incluso disponiendo de esos criterios, la palabra “sistema” sugiere una falsa armonía entre las diversas libertades, cualquiera que sea su número. “Falsa armonía”: los diversos tipos de libertad –incluso los ejemplos más paradigmáticos de libertad–, suelen entrar en conflicto los unos con los otros o con otros bienes. Por ejemplo, si se considera que la libertad de expresión no debe tener ninguna restricción, habrá conflictos si se sucumbe en algún lenguaje de odio que, por ejemplo, incite al racismo, o al sexismo, o meramente a la injuria. Por eso, como no podemos entender el sentido y la práctica de cada tipo de libertad sin remitirnos a los otros tipos –y a cómo la realización de cada tipo de libertad favorece o impide la realización en alguna medida de las otras libertades–, pareciera que se confirma la sospecha con que comencé estos apuntes: estamos ante una conflictiva familia de conceptos subdeterminados no sólo de libertad, sino, en general, de justicia.
Se responderá: no es ésta una dificultad grave. De situación en situación habrá que ponderar, equilibrar…, por ejemplo, unas libertades en relación con las otras; después de todo un símbolo común de la justicia es la balanza. Sin embargo, ésta puede resultar una dificultad grave según el tipo de teoría que se construye, pues en su versión de 1971, Rawls indica que su teoría procura ser una “geometría moral”. No obstante, para ponderar y equilibrar las libertades (y algo análogo se puede decir tal vez de otros bienes de la familia de la justicia como el respeto a las personas, a la seguridad ciudadana, a la salud…) ¿acaso no se necesita –para recoger el parecer de Pascal– más que un espíritu de geometría, un espíritu de fineza para, en las cambiantes situaciones de la historia, aplicar con discernimiento lo que el mismo Rawls considera una “teoría ideal”? Tal vez el Rawls posterior a 1971 se hace cargo de esta objeción cuando subraya la importancia de una teoría de la razón pública.
Tampoco han faltado ataques al contenido mismo de los principios de justicia y a su metodología para justificarlos. Rawls pide que nos imaginemos a nosotros mismos en la posición original. Así, si investigamos los principios que cualquier persona que argumentase de manera sistemática adoptaría, descubriremos lo que es objetivamente justo. Pero imaginemos gente tan diferente como Platón, Santo Tomás, Inocencio III, Jefferson, Marx, Simón Bolívar, Zapata,… situándose en la posición originaria e investigando los principios que adoptaría cualquier persona que reflexionase sistemáticamente. Por ejemplo, de seguro Platón –¿y otros integrantes de la lista?– no se decidirían en la posición originaria por los principios que propone Rawls. Sería extraño aducir que, por ejemplo, Platón no era suficientemente razonable como para poder decidir de manera correcta en la posición originaria. Tal vez se generalice el señalamiento anterior con un ataque como: sólo se elige en la posición originaria como primer principio de la justicia un principio de libertad si se predetermina una sociedad que desconoce los profundos lazos que cada persona tiene con su cultura y con sus conciudadanos. Acaso se observe: sin esos lazos tal vez para muchas culturas o, al menos, para mucha gente, la vida no tiene sentido.
Quizá se responda a estas observaciones con un contraargumento como: después de su propuesta fuertemente kantiana –fuertemente trascendental– de 1971, Rawls no ambiciona una teoría de la justicia para todo lugar y todo tiempo, sino que desarrolla una teoría de la justicia sólo para las “sociedades liberales”. Pero en esta respuesta ¿qué se entiende por “sociedades liberales”? ¿Sólo se trata de aquellas en las que rigen los dos principios rawlsianos de justicia? Frente a esta restricción, tal vez se objete: Rawls presupone de antemano los principios de justicia que declara que se justifican en la posición originaria. Pero, si se toma en serio la última afirmación, ¿no salen sobrando el dramatismo de la posición originaria y la posición misma?
De nuevo: no cabe la menor duda de que se pueden seguir ofreciendo argumentos y contraargumentos en torno a principios de justicia como los de Rawls, los de Kant, los de Platón u otros. Sin embargo, en estos apuntes iniciales ya es tiempo de regresar otra vez a las advertencias –a estas alturas en expansión– que aparecen en quienes sienten la necesidad de cuidar la justicia. En efecto, creo que conviene extender todavía un poco más el horizonte de preocupaciones y arriesgarse –¿de manera demasiado aventurera?– a advertir:
Cuando cuides la justicia, ten cuidado de no dejarte intoxicar por hábitos solidificados de reflexión porque tal vez se puedan llevar a cabo tales cuidados desde más perspectivas de las que a menudo sospechas
¿A qué nos podemos referir con tal advertencia o, más bien, enigmático consejo? Por diferentes que sean –y lo son en extremo– las concepciones para cuidar la justicia de pensadores antiguos como Platón, por un lado y, por otro, esa compleja tradición contractualista de los modernos que va de Hobbes a Rawls y a tantas otras y otros, podemos indicar que en estas posiciones –sin excluir concepciones como el republicanismo– se discute en niveles muy altos de abstracción acerca de lo que hay que considerar la normatividad de una sociedad justa. En consecuencia, argumentando acerca de lo que debe ser, en general, una sociedad bien ordenada, se construyen “utopías razonables”. Podemos denominar a esta importantísima y heterogénea manera de cuidar la justicia como las vías positivas de cuidarla. No obstante, desde la más remota Antigüedad existen también otras maneras de cuidar la justicia. ¿A qué me refiero?
LAS VÍAS NEGATIVAS
Por ejemplo, en otras tradiciones que también buscan cuidar la justicia –¿de manera no menos razonable e ilustrada que la anterior?–, se parte de propuestas que de antemano renuncian a grados altos de abstracción. Así, se comienza por recoger diversas experiencias de injusticias relativamente situadas y los deseos, creencias y emociones que estas experiencias provocan en primeras y en segundas personas del singular o del plural. Son reportes acerca de sufrimientos en ocasiones difícilmente soportables que en muchos lugares del mundo no dejan de repetirse sin el menor tapujo: niñas y niños despedazados, gente arrojada en campos de exterminio, mujeres violadas y vendidas, obreros tratados como esclavos… De esta manera, procesos tales de deshumanización convierten a cada jornada en un martirio que no cesa: que incluso parece que nunca dejará de cesar hasta la muerte. Para cuidar la justicia se parte, entonces, de recoger con la mayor minucia posible experiencias de injusticias más o menos concretas qua injusticias. Luego se procurará explorar, no la injusticia en general, sino esas injusticias particulares, aunque en ocasiones también el tipo o los tipos a que corresponden tales injusticias. En estos casos tal vez no se excluya investigar las condiciones sociales (políticas, económicas, culturales…) que hacen posible y hasta probables tales injusticias. Previsiblemente puede llamarse a esta manera de cuidar la justicia – que parte de los impactos bien concretos y los estragos no menos concretos de su ausencia– como las vías negativas de teorizar sobre la justicia.
En tales vías la atención busca focalizarse para nombrar y describir las situaciones de dominación que se tienen enfrente con el propósito de despertar indignación y rechazarlas. (Cuidado: no hay que concebir ese “tener enfrente” de manera demasiado estrecha, demasiado literal.) Pero, de hecho ¿cómo se podría llevar a cabo tal teorizar? Entre otros, he aquí tres ejemplos característicos y bien conocidos desde la Antigüedad de cuidar la justicia y de teorizar sobre ella a partir de vías negativas. Se trata
–de escuchar los testimonios de víctimas;
–de examinar la no poca literatura, o artes plásticas, o películas, o performances,… que construyen, por ejemplo, historias o caricaturas o llamados de alerta… en las que se inventan o recrean catástrofes sociales, por ejemplo, situaciones de explotación y de violencia; y
–de cierta manera de trabajar en ciencias sociales (en historia, antropología, sociología, economía…) que no excluye las discusiones normativas.
En relación con el primer tipo de estas posibles vías negativas hay que tener en cuenta seriamente testimonios de víctimas hay que detener los discursos provenientes del Estado y su continuación en los medios masivos de comunicación. Incluso hay que interrumpir las propias emociones y las propias palabras. ¿Con qué propósito? Se trata de escuchar el dolor que nos es ajeno y de atender las catástrofes a que se hace referencia. Pero no pocas veces tales testimonios remiten a experiencias que, quienes no las han padecido, son incapaces siquiera de imaginar. Al respecto, tengamos presente la escucha a sobrevivientes de una violación o de un secuestro o, para poner un caso extremo, de un campo de exterminio. Esa escucha se lleva a cabo desde fuera de tales situaciones de horror. ¿Qué hacer, pues? Entre otros, hay dos obstáculos opuestos que introduce este “desde fuera” para aprehender esos testimonios. Por un lado, se deben evitar las explicaciones fáciles de esas vivencias que, al subsumirlas en mapas cognoscitivos generales –“sobrevivientes de tal o cual catástrofe”…–, acaban por diluir su densa singularidad, y hasta impiden la genuina atención. Se debe escuchar, pues, la palabra de las víctimas no sólo con respeto, sino con entrega. Sin embargo, por otro lado, respecto de estas escuchas hay todavía un obstáculo opuesto que franquear. A menudo se acusa como una forma de consuelo –y hasta de intentar normalizar lo traumáticamente anormal por excelencia–, reflexionar sobre la enormidad de estos traumas. Acaso se juzga como algo todavía peor ofrecer explicaciones complejas (políticas, económicas, culturales,…) que los ubican como fragmentos de ciertas historias, entre otras historias. Considero que este invocar retóricas del silencio y de lo no representable –que no comprometen a nada– más bien insulta a las víctimas. Porque no hay que confundir mirar de frente las injusticias, investigarlas y asumir responsabilidades con consolarse. Más bien, el consuelo y, sobre todo, la trivialización, con la consecuente parálisis de toda acción, resultan de asumir políticas de lo inefable.
Respecto del segundo tipo de posibles vías negativas de teorizar sobre la justicia en estos apuntes me limito a la literatura. Es bien conocido que, desde los tiempos más remotos, por ejemplo, en la épica, a la vez que se escenifican injusticias bien particulares, se invita también, por ejemplo, a compadecerse y protestar; así, junto a las narraciones de hazañas, es raro que se pase por alto el terrible dolor que desparraman, por ejemplo, los imperios y sus efectos, la guerra, los exilios, el hambre. En las más diversas tradiciones, las grandes tragedias han proseguido esa cirugía de los desmanes del poder y la locura de los poderosos. Y la comedia y la farsa no han dejado de ridiculizar su arrogancia, junto con sus pretendidas glorias. De esta manera, se busca sensibilizarnos para que podamos percibir en detalle lo que las estructuras sociales injustas procuran encubrir con esforzada vehemencia, y no pocas veces con éxito. Observaciones análogas pueden realizarse respecto de las otras artes.
Un tercer tipo característico de vía negativa de cuidar la justicia – cada vez más importante en los tiempos modernos– lo ofrecen las ciencias sociales cuando éstas no sucumben al paradigma “meramente describir y explicar”. Se conoce: uno de los antecedentes de la constitución de las ciencias sociales fueron los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII con su crítica, aguda y atinada, a los hábitos hipócritas y las costumbres represoras de la corte. No es casual que en Francia estas ciencias nacieran con el nombre de “sciences morales”. De hecho, en no pocas investigaciones han hecho honor a ese nombre. Por ejemplo, estas ciencias han analizado con minucia diversas clases de discriminación, explotación y desmantelamiento de la vida pública. O, en tradiciones distintas pero convergentes, bajo banderas como “crítica de la ideología” o “crítica de la industria cultural”, en no pocas investigaciones sociales se han reconstruido fantasías que sabotean a las personas y las sumen en pánicos y deseos alucinantes que acaban siendo suicidas. Por supuesto, respecto de este tercer tipo de vía negativa es decisivo no desatender los ya mencionados programas en ciencias sociales para eliminar o reducir las consideraciones sobre la razón práctica y, en general, las consideraciones normativas. (Por ejemplo, esos estudios antropológicos que describen los indígenas hambrientos del Amazonas, que lo han perdido todo y sólo esperan la muerte hacinados en campos que se parecen a campos de refugiados, como un paisaje más de Brasil.)
De seguro, se preguntará ya: ¿acaso no podemos, y debemos, construir a partir de estos y otros materiales análogos que proporcionan las vías negativas una teoría de la injusticia paralela, y con grados tan alto de abstracción, como las teorías de la justicia que se han ofrecido, por ejemplo, de Platón a Rawls? Para comenzar a explorar un poco la respuesta negativa doy –¿demasiado precipitadamente?– las siguientes razones, muy tentativas por cierto. En primer lugar, parecería que, para que tuviese alguna utilidad, una teoría de la injusticia tendría que ser algo específicamente diferente de una simple teoría de la no justicia, esto es, de una teoría parasitaria que indicase, en el mismo nivel de abstracción que una teoría de la justicia, el incumplimiento de uno o varios de sus principios. Por eso, si una teoría de la injusticia aspira a no resultar meramente una teoría parasitaria de la no justicia, tal teoría sustantiva de la injusticia tendría que ser, en segundo lugar, una teoría no formal, sino material. Sin embargo, en tercer lugar, no hay algo así como la injusticia sustantiva, material, sino innumerables y muy diferentes injusticias, e incluso muy diferentes tipos de injusticias concretas. No exagero cuando uso el adjetivo “innumerables”; a cada paso, en cada lugar, en cada tiempo, descubrimos formas inéditas y, a menudo, insospechadas de injusticia.
Por otro parte, quiero subrayar todavía que respecto de las vías negativas de cuidar a la justicia no he dejado de usar la palabra “teorización”. En efecto, estas vías no tienen por qué castigarse limitándose a sólo narrar ejemplos de injusticias y nada más, evitando, pues, todo grado de abstracción reflexiva. No se castiga de este modo, por ejemplo, Luis Villoro en su libro Los retos de la sociedad por venir. Tampoco lo hacen las numerosas teorizaciones feministas y poscoloniales.
Inevitablemente se insistirá: ¿cuáles son las relaciones, si es que las hay, entre una teoría altamente abstracta de la justicia y las complejas teorizaciones históricas –sociales, genealógicas…– con diversos niveles de concreción acerca de las muchas y diversas injusticias? Por ejemplo, ¿el segundo tipo de teorización sustituye o, más bien, complementa al primer tipo? ¿O acaso sale sobrando esa segunda serie de tareas y, para cuidar la justicia, basta con una teoría que formule principios de justicia altamente abstractos?
POSIBLES CONTRIBUCIONES DE ESTE DICCIONARIO PARA CUIDAR LA JUSTICIA (Y HASTA PARA AYUDAR A RESPONDER O, AL MENOS, A COMENZAR A RESPONDER LAS INQUIETUDES ANTERIORES)
Si no me equivoco, algo se ha respaldado la propuesta de que, en relación con los conceptos de la familia de la justicia, estamos ante conceptos subdeterminados y, así, cuando se quiere determinar uno de estos conceptos, se nos remite a otros. Por ejemplo, a partir de un principio de justicia como el de la primacía del bien común, la libertad personal se convierte en un bien relativo o, en algunos casos, deja de ser un bien; así, en contra de la tradición kantiana, en la tradición platónica la libertad tiende a no ser una virtud ni de las personas ni del orden político justo, pues se razona que la libertad – como posibilidad de elegir el propio plan de vida y como derecho de cualquiera a participar en la conducción de los asuntos públicos– conduce en las personas a desgarramientos, digamos, entre entendimiento y afectos, y en los Estados promueve el desorden y la anarquía.
Cada uno de los conceptos de la familia de la justicia depende, pues, de cómo se especifican otros valores sociales y personales – como la libertad, la igualdad, el orden social, la anarquía, la fraternidad en la que tanto han insistido algunas teorías republicanas…–. Precisamente, esos diversos tipos de bienes o de males de la vida moral, legal y política que determinan los conceptos subdeterminados de la justicia y, a la vez, son determinados por estos conceptos son los contenidos que recogen las entradas de este diccionario.
Sin embargo, repito que no estamos sólo ante conceptos subdeterminados, sino –como se acaba de aludir en relación con la libertad– también ante conceptos en conflicto normativamente. De ahí que cada vez que se consulte un diccionario como éste no sólo se contribuye a posiblemente determinar los conceptos –en este caso, de la conflictiva familia de la justicia–, sino también a posiblemente desestabilizarlos. No obstante, ¿por qué debemos saludar ambas tareas como fecundas, como alimentos positivos de la reflexión? Para responder, daré un rodeo tomando en cuenta algunas consideraciones generales sobre los diccionarios.
SOBRE LOS MUCHOS DICCIONARIOS
Y AQUELLOS QUE EN PARTICULAR CUIDAN MILITANTEMENTE A CIERTOS CONCEPTOS
Los diccionarios son libros que se fabrican especialmente para cuidar los usos de las palabras y, así, a los conceptos y, así, a los objetos, sucesos o prácticas que se recogen con tales conceptos; por ejemplo, en este caso, la justicia, las acciones justas e injustas, las imparticiones institucionales de justicia... Pero disponemos de varios tipos de diccionarios. O tal vez haya que afirmar, con mayor precisión, que los diversos diccionarios se encuentran en algún lugar del continuo entre dos extremos: un polo informativo con aspiraciones de neutralidad valorativa y un interesado polo interpretativo que, de antemano, renuncia a tales aspiraciones para cuidar los conceptos desde diversas perspectivas.
Los diccionarios lexicográficos, que caracterizan los usos de una palabra en la propia lengua, o que ofrecen equivalentes de esos usos en otra lengua, o muchas enciclopedias, procuran aproximarse al polo neutralmente informativo. En cambio, las entradas de un diccionario como éste a menudo se sitúan –y estos rápidos apuntes iniciales no son una excepción– en diversos grados de cercanía con el polo interpretativo. Por eso, ninguna de las entradas de este diccionario ofrece, ni pretende ofrecer, una definición en sentido estricto con aspiraciones de neutralidad valorativa –y menos con aspiraciones de lo definitivo y lo absoluto–. Por el contrario, de caso en caso se proponen caracterizaciones desde puntos de vista bien interesados sobre los conceptos atendidos. Además, esos puntos de vista suelen variar en cada una de las entradas. Sin embargo, ¿no produce esta situación mera confusión y hasta caos?
No se olvide: a diferencia de la mayoría de los libros, esos cuidadores de palabras que son los diccionarios no se leen a partir de la primera página y se continúa leyendo de manera continua como se hace, por ejemplo, con una novela. En efecto: estrictamente, no se lee un diccionario, sino que de vez en cuando se lo consulta. Respecto de diccionarios del tipo de este diccionario de la justicia se espera que en cada una de las entradas se contribuya a determinar un concepto en la familia de conceptos subdeterminados de la justicia. Pero también se espera que, por ejemplo, contraponiendo entradas de inspiración platónica con entradas de inspiración kantiana, o aristotélica, o marxista…, o a partir de vías negativas de teorizar sobre la justicia, también se desestabilicen –al menos provisoriamente– fragmentos de la familia de conceptos de la justicia: que por algunos momentos se los reevalúe y hasta se los ponga en cuestión.
Ésta no es ninguna experiencia rara cuando reflexionamos, si nos atrevemos a indagar y a discutir genuinamente y, por lo tanto, a desobedecer la regla: Siempre es bueno más de lo mismo. Porque si se hace un uso poroso de la razón, en el ir y venir de los argumentos y contraargumentos, ese determinar y desestabilizar conceptos sucede todo el tiempo. Casi diría que no hay argumentación que valga la pena en la que, al menos en varias de sus fases, no aparezcan o, al menos, se esbocen, o insinúen un poco, propuestas sea de nuevas determinaciones conceptuales, sea de nuevas desestabilizaciones.
Agrego todavía: no es un secreto que las entradas de este diccionario son capaces de llevar a cabo esas determinaciones y desestabilizaciones conceptuales sobre la familia de conceptos de la justicia porque estamos ante productos de diferentes memorias tanto teóricas como prácticas. De ahí que cualquiera que sea la manera discontinua cómo se lo consulte, este diccionario contiene memorias, no por subdeterminadas y conflictivas, menos educadoras: memorias del pasado y del presente de teorizaciones sobre la justicia, pero también memorias de injusticias bien concretas del pasado y del presente. Cuando se habla de memoria a veces viene a la mente la imagen del espejo, porque las memorias tienen algo de espejos que nos confirman y hasta nos determinan. Sin embargo, en ocasiones las memorias también se comportan como ventanas. Espero que muchas entradas de este diccionario puedan contribuir a alguna de esas funciones y, así, directa o indirectamente, ayuden en alguna medida a cuidar la justicia.
CARLOS PEREDA