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2024 Mar Érase un país verde olivo. Militarización y legalidad en México. Juan Jesús Garza Onofre, et.alt.

Introducción
Corría el mes de septiembre de 2022 en un país que durante años, poco a poco, se había teñido de verde olivo. Recién se había publicado la reforma por la que se trasladaría el control de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena). Como en muchas ocasiones relacionadas con nuestro quehacer universitario, los autores de este volumen nos reunimos de manera informal para conversar sobre el asunto, intercambiar pareceres e imaginar posibles reacciones. Del diálogo que tuvimos esa mañana llegamos a la convicción de que estábamos frente a un momento extraordinario: asistíamos a un posible cambio de paradigma en el sistema constitucional mexicano. Más allá de actores, personas y coyunturas, vivíamos un momento de enorme trascendencia histórica y de potencial riesgo para el orden democrático. Ése es el origen de este libro.

El proceso de militarización en México no es algo reciente o resultado del capricho de algún gobierno contemporáneo. Los orígenes de ese fenómeno son remotos y profundos. Sus raíces pueden ser rastreadas en diversas dimensiones: en el devenir histórico tanto de las autoridades militares como de los cuerpos policiacos, en el estudio del marco constitucional y legal que han regulado a dichas instituciones o en las interpretaciones que se han realizado en sede judicial de las disposiciones relevantes, pero también en las condiciones fácticas en las que aquéllas han tenido que operar. En ese sentido, situar la actuación de las autoridades militares y civiles en su contexto histórico, jurídico y político es uno de los motivos que ha inspirado la escritura de este volumen.

El proceso de empoderamiento de las instituciones castrenses ha sido paralelo al debilitamiento de las instituciones de seguridad civiles. Se trata, por así decirlo, de dos partes de un mismo proceso que ha reconfigurado los equilibrios entre los poderes civil y militar en el país. A los esfuerzos por despolitizar, disciplinar y modernizar al Ejército ha correspondido un proceder errático y descuidado por parte de los gobiernos hacia los cuerpos policiacos civiles.

Antes que robustecerlos, los distintos y reiterados intentos por refundarlos los han debilitado.

Por razones históricas y geográficas, una de las singularidades que distingue al Ejército mexicano es que, después de la Revolución de 1910, no ha requerido desplegar su doctrina de guerra para la defensa de la integridad nacional frente a una agresión extranjera. Hasta ahora, en el México moderno, los peligros para la integridad nacional —o bien, los considerados "enemigos de la nación"— han sido siempre internos. En las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, lo fueron los movimientos guerrilleros y sociales disidentes del gobierno.

Más tarde, a inicios del siglo XXI, lo serían principalmente los grupos delincuenciales dedicados a la producción y el tráfico de drogas, que crecieron de manera acelerada después de que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdiera su hegemonía en las entidades federativas. Actualmente, lo es el crimen organizado en general.

A pesar de que el narcotráfico existe en México por lo menos desde el sexenio de Miguel Alemán, es relativamente reciente que las actividades delictivas de los grupos narcotraficantes y del crimen organizado sean consideradas como una amenaza a la seguridad nacional. Se ha dicho suficientes veces que el punto de inflexión puede ubicarse en el momento en que Felipe Calderón, en diciembre de 2006, una vez al frente de la presidencia, declaró abiertamente la "guerra contra las drogas” y decidió emprender un "combate frontal al narcotráfico”.

Fue sobre todo desde entonces que el Ejército, junto con la Marina, comenzó a adquirir una mayor preeminencia sobre los cuerpos policiales en la vida pública. Durante los últimos tres sexenios, la justificación para profundizar la militarización de la seguridad y de otras funciones públicas ha sido básicamente la misma: la incapacidad acrecentada de los cuerpos policiacos para desempeñar de forma eficiente esa labor y la supuesta aptitud militar para conseguirlo.

Por un lado, sabemos que la situación de inseguridad y violencia registrada en el país no puede ser atribuida por completo a deficiencias, yerros y carencias en el actuar de las policías. En la gestión de seguridad pública, sistemáticamente los gobiernos han priorizado la centralización y el control político —la improvisación y el cortoplacismo—, por encima de una visión que coloque la seguridad ciudadana como una responsabilidad básica a cargo del Estado, compartida por los tres niveles de gobierno y que, desde la perspectiva de los derechos, esté orientada hacia la procuración de justicia, la investigación criminal, la prevención del delito y la reinserción social.

Por el otro, la pretendida eficiencia militar parece no resistir la prueba de la realidad. A pesar de los esfuerzos por presentar a las Fuerzas Armadas, en particular al Ejército, como una institución confiable y segura, los datos sugieren que dejar en sus manos la seguridad pública no ha sido exactamente una estrategia funcional; por el contrario, los índices de violencia no han disminuido, mientras que asesinatos, detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones forzadas han ido en aumento, especialmente ahí donde se han desplegado operativos militares.

Aun así, el progresivo desplazamiento de las policías en tareas de seguridad pública por parte de las autoridades militares es tal, que resulta difícil distinguir las responsabilidades entre la milicia y las policías en esta materia. Antes bien, las fronteras de actuación entre una y otra institución han quedado desdibujadas.

Al igual que en otras latitudes, y en contraste con la narrativa gubernamental, el proceso de militarización en México no es producto de la conjunción fortuita de circunstancias que se impusieron por sí solas. Al contrario, el involucramiento de las Fuerzas Armadas en tareas propias del gobierno civil no es simplemente una situación tolerada, sino una maniobra incentivada, avalada y auspiciada desde el poder civil. Se inició como una estrategia de seguridad, circunscrita a acciones antidrogas y combate del crimen organizado, que ha sido prolongada por los sexenios de Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador.

Sin embargo, consideramos que, durante la administración actual, dicho proyecto se ha profundizado a una velocidad sin precedentes y ha cambiado de forma significativa. De comenzar como una política en una materia específica — la seguridad pública— se ha convertido en una política que trasciende e impregna diversos ámbitos de la vida civil. Se trata, para decirlo brevemente, de un fenómeno de largo aliento, transexenal y en expansión, que ha terminado por desbalancear peligrosamente las relaciones entre el poder civil y el poder militar, en detrimento del primero.

No sólo ha aumentado de forma exponencial la cantidad de elementos castrenses en las calles en un lapso relativamente breve y con celeridad. La milicia ha extendido su presencia a lo largo y ancho del territorio nacional, desarrollando tareas que corresponden al ámbito civil, tanto a nivel federal como en las administraciones estatales y municipales. El número de funciones trasladadas a las Fuerzas Armadas se ha incrementado y, sobre todo, el tipo de tareas a su cargo ha cambiado de manera sustancial.

En efecto, el poder militar ha expandido su margen de actuación más allá de las funciones que tradicionalmente le correspondían, incluso más allá del ámbito de la seguridad pública, puesto que ahora está involucrado, directa o indirectamente, en esferas que le otorgan un control estratégico del territorio al administrar los puertos, los aeropuertos, las aduanas y las instituciones migratorias, además de algunas obras públicas de infraestructura emblemáticas y estratégicas.

Lo anterior no significa sólo más plazas, más responsabilidades y, por ende, más recursos públicos a su cargo. Además de haber ampliado y diversificado sus funciones y acrecentado su presupuesto, las Fuerzas Armadas han sido fortalecidas institucionalmente por los tres poderes del Estado, que han buscado sentar las bases jurídicas para blindar su campo de acción, impulsando todo tipo de recursos normativos: reformas constitucionales y legales, iniciativas de ley, reglamentos y acuerdos administrativos.

La militarización de la vida pública mexicana es un fenómeno que trasciende las dimensiones histórica, institucional y jurídica. Además, tiene una ineludible connotación política y social en la vida cotidiana, que puede ser rastreada en la incursión de los valores castrenses en la esfera de lo civil, lo que significa que a la militarización la ha venido acompañando un proceso de militarismo. Para prosperar, el proceso de militarización necesita un sistema de valores y creencias que se interiorice en la sociedad y requiere que se normalice —es decir, que se considere ordinario un fenómeno que, en todo caso, debería ser excepcional— su presencia en la vida pública. Tras dos décadas de militarización, nos hemos acostumbrado a que los elementos castrenses, con armas de alto poder, circulen por las calles, las plazas públicas y los centros turísticos. Ahora los vemos en los aeropuertos, en las autopistas y en los trenes.

Por paradójico que parezca, las narrativas y representaciones construidas por los gobiernos civiles sobre los militares han sido doblemente eficaces, tanto para legitimar el apoyo moral, económico y político otorgado a las Fuerzas Armadas, como para desmantelar, debilitar y desprestigiar a las instituciones civiles, comenzando por las policías. Si pensamos en los gobiernos recientes, la retórica adoptada por Felipe Calderón apuntaba abiertamente al paradigma del derecho penal y de la lógica de guerra, en la que el abatimiento del enemigo, el combate frontal y el uso de la violencia son algunos signos distintivos. Vocablos como guerra, emergencia y urgencia, propios del lenguaje bélico, son palabras a la orden del día.

A pesar de que Enrique Peña Nieto prosiguió con la política militar en materia de seguridad pública, la retórica calderonista parecía haber pasado a un segundo plano. López Obrador, en cambio, dio un giro cualitativo. Aunque por un lado creó la narrativa de "abrazos y no balazos”, en la práctica mantuvo la política del uso de las Fuerzas Armadas en temas de seguridad. En paralelo, reivindicó el férreo compromiso con las instituciones nacionales.

Por eso mismo, argumentamos que la retórica populista lopezobradorista ha tenido un papel crucial para normalizar los valores y principios castrenses en el imaginario público, esto es, para avanzar hacia una nueva forma de militarismo. Han sido particularmente efectivas las estrategias discursivas que representan a las Fuerzas Armadas como una formación popular, compuesta por y al servicio del pueblo, y que plantean un antagonismo moral, a partir del cual se busca su validación como institución experta, leal e incorruptible, en contraposición de sus contrapartes civiles. La idea de que el presidente, en cuanto jefe supremo del poder militar, podrá resolver el problema de la violencia y la inseguridad que aflige al pueblo mexicano incluso ha llegado al extremo de asumir toda culpa y toda responsabilidad por los errores y excesos cometidos por los soldados.

López Obrador, en el marco de un aniversario más de la matanza de 1968 en Tlatelolco, y a propósito de la participación del Ejército en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, en su conferencia matutina del 3 de octubre del 2023, ante pregunta expresa sobre si después de tantos años de lucha se imaginó ser un gran defensor del Ejército, respondió sin titubear:

Sí, tienes razón, defiendo al Ejército. Sí, sí imaginé porque como conozco la historia defiendo al Ejército y defiendo a las Fuerzas Armadas y ¿saben quién también defiende al Ejército? La mayoría del pueblo de México.

Nuestro Ejército es popular, el soldado es pueblo uniformado y cuando han cometido errores, que los han cometido, ha sido fundamentalmente por órdenes de autoridades civiles, por órdenes de los presidentes civiles.

Las condiciones actuales del despliegue militar y la intención expresa del presidente López Obrador de promover una reforma para constitucionalizar el control de las Fuerzas Armadas sobre la seguridad pública modifican el acuerdo constitucional y condicionan el devenir de la democracia mexicana.

Por eso escribimos este libro. No es un alegato en contra del Ejército. Lo que pretendemos es hacer un llamado de atención sobre la relevancia y las implicaciones de las decisiones de política pública que involucran a las Fuerzas Armadas en México. Quisimos hacerlo desde una perspectiva histórica, sin maniqueísmo ni estridencia, documentando el presente y preocupados por el futuro.

 

 

Garza Onofre, Juan Jesús et.alt. Érase un país verde olivo. Militarización y legalidad en México. México. GRANO DE SAL. 253 pp.