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Rousseau, Jean-Jacques. El Contrato Social'

Del legislador

Para encontrar las mejores reglas sociales que convienen a las naciones, sería preciso una inteligencia superior que viese todas las pasiones de los hombres sin estar sujeta a ellas; que no tuviese ninguna relación con nuestra naturaleza y que la conociese a fondo; cuya dicha no dependiese de nosotros y que, no obstante, quisiese ocuparse de la nuestra; en fin, una inteligencia que, procurándose una lejana gloria para tiempos futuros, pudiese trabajar en un siglo y disfrutar en otro (12) . Sería necesario que hubiese dioses para poder dar leyes a los hombres.

El mismo razonamiento que empleaba Calígula de hecho, lo empleaba Platon en derecho para definir al hombre civil o real que buscaba en su libro Del Reinado . Pero si es verdad que un gran príncipe es un hombre raro ¡cuánto no lo será un gran legislador! El príncipe sólo tiene que seguir el modelo que el legislador debe proponer. El legislador es el mecánico que inventa la máquina; el príncipe es el operario que la arregla y la hace funcionar.

 

En el origen de las sociedades, dice Montesquieu, los caudillos de las repúblicas son los que hacen la institución, pero después la institución es la que hace a los jefes de las repúblicas.

Quien se atreve a instituir un pueblo debe sentirse con fuerzas para cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana; para transformar a cada individuo — que por sí mismo es un todo perfecto y solitario — en la parte de otro todo mayor del cual recibirá en cierto modo la vida y el ser; para alterar la constitución del hombre a fin de fortalecerla; para sustituir la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza por una existencia parcial y moral. En una palabra: debe quitarle al hombre sus propias fuerzas para darle otras que le sean ajenas y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de los demás. Cuanto más muertas y anonadadas están las fuerzas naturales, tanto mayores y más duraderas son las adquiridas y tanto más sólida y perfecta es la institución. De modo que si cada ciudadano no es nada sino con la ayuda de los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de las fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir que la legislación se halla en el grado de perfección más alto al que puede llegar.

El legislador es, en todo sentido, un hombre extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su talento, no lo es menos por su cargo que no es ni magistratura, ni soberanía. Este cargo, aunque constituye la república, no entra en su constitución. Es un ministerio particular y superior que nada tiene de común con el imperio humano; porque si el que manda a los hombres no debe mandar a las leyes, tampoco el que manda a las leyes debe mandar a los hombres. De lo contrario sus leyes, instrumentos de sus pasiones, no harían más que perpetuar sus injusticias, y nunca podría evitar que sus miras particulares alterasen la santidad de su obra.

Cuando Licurgo dio leyes a su patria, empezó por abdicar el trono. La mayor parte de las ciudades griegas acostumbraban confiar a extranjeros el establecimiento de las suyas. Las modernas repúblicas de Italia imitaron con frecuencia esta costumbre; la de Ginebra lo hizo así y no tuvo de qué arrepentirse (13) . Roma, en la época más hermosa que hay en su historia, vió renacer en su seno a todos los crímenes de la tiranía y estuvo a punto de perecer por haber reunido en unas mismas cabezas la autoridad legislativa y el poder soberano.

Sin embargo, los mismos decemviros no se arrogaron jamás el derecho de sancionar alguna ley por su propia autoridad. " Nada de lo que os proponemos — decían al pueblo — puede pasar a ser ley sin vuestro consentimiento. Romanos, sed vosotros mismos los autores de las leyes que han de hacer vuestra felicidad ".

El que redacta las leyes no tiene pues, no debe tener, ningún derecho legislativo; y el pueblo mismo, aunque quiera, no puede despojarse de este derecho intransferible porque, según el pacto fundamental, sólo la voluntad general obliga a los particulares y no se puede estar seguro de que una voluntad particular es conforme a la voluntad general hasta que se la haya sometido a la libre votación del pueblo. Ya he dicho esto en otra parte, pero no considero inútil repetirlo.

De este modo se encuentran a la vez en la obra del legislador dos cosas que parecen incompatibles: una empresa superior a las fuerzas humanas, y para su ejecución, una autoridad que es nula.

Aun hay otra dificultad que merece nuestra atención. Los sabios que quieren hablarle al vulgo en un lenguaje diferente del que éste usa no pueden hacerse comprender pero, con todo, hay cierta clase de ideas que es imposible traducir al idioma del pueblo. Las miras demasiado generales y los objetos demasiado remotos están igualmente fuera de los alcances del pueblo. Cada individuo, no hallando bueno otro plan de gobierno sino el que promueve su interés particular, comprende con dificultad las ventajas que obtendrá de las continuas privaciones que las buenas leyes imponen. Para que un pueblo en proceso de formación pueda querer las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería preciso que el efecto se convirtiera en causa; que el espíritu social — que debe ser la obra de la institución — presidiera a la institución misma y que los hombres fuesen, antes de las leyes, lo que han de llegar a ser por medio de ellas. Así, pues, no pudiendo el legislador emplear ni la fuerza ni la razón, es indispensable que recurra a una autoridad, de un orden diferente, que pueda arrastrar sin violentar y persuadir sin convencer.

Esto es lo que obligó en todos tiempos a los padres de las naciones a recurrir a la intervención del cielo y a adjudicar a los dioses su propia sabiduría, a fin de que los pueblos — sometidos tanto a las leyes del Estado como a las de la naturaleza y reconociendo la misma poderosa mano en la formación del hombre como en la del Estado — obedeciesen con libertad y llevasen dócilmente el yugo de la felicidad pública.

Esta razón sublime, que se eleva sobre el alcance de los hombres vulgares, es aquella cuyas decisiones el legislador pone en boca de los inmortales para arrastrar, por medio de la autoridad divina, a los que no podría conmover la prudencia humana (14) . Pero no todos los hombres pueden hacer hablar a los dioses ni resultan creídos cuando declaran ser sus intérpretes. El gran alma del legislador es el verdadero milagro que debe justificar su misión. A cualquier hombre le es dado grabar tablas de piedra, o sobornar a algún oráculo, o fingir un comercio secreto con alguna divinidad, o adiestrar un pájaro para que le hable al oído, o encontrar otros medios groseros para engañar al pueblo. El que no sepa hacer más que esto podrá, tal vez, juntar por casualidad una cuadrilla de locos; pero nunca fundará un imperio, y su disparatada obra perecerá bien pronto con su persona. Los vanos prestigios forman un vínculo momentáneo; sólo la sabiduría le hace duradero. La ley judaica siempre subsistente, la del hijo de Ismael, que gobierna a la mitad del mundo hace diez siglos, proclama aun hoy la grandeza de los hombres que la han dictado; y mientras la orgullosa filosofía o el ciego espíritu partidista no ven en ellos más que a unos afortunados impostores, el verdadero político admira en sus instituciones aquél grande y poderoso talento que preside a las obras duraderas.

 

De todo lo dicho no se ha de deducir con Warburton que la política y la religión tengan entre nosotros el mismo objeto, sino que, en el origen de las naciones, la una sirvió de instrumento a la otra.

 

El Contrato Social. Jean-Jacques Rousseau (120.58 Kbytes)