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2018 Injusticia. Un fiscal federal cuenta la catástrofe del Poder Judicial. Federico Delgado.

Capítulo 9
EL PELIGRO DE TOCARLE LOS BIGOTES AL TIGRE
Nuestras vidas se asientan sobre una infinidad de ilegalidades de diferente tipo: pequeños fraudes, encubrimientos, hurtos, daños. El caso paradigmático es el de la compraventa de objetos robados que constituye un mercado informal enorme, paralelo al legal y que está legitimado de hecho por los consumidores. El comercio de repuestos para autos que provienen de vehículos robados, el de ropa con marca falsificada, el despacho de bebidas y alimentos sin control, las ferias ilegales asentadas en espacios públicos, la venta de mercadería contrabandeada en lugares habilitados por el Estado. Si vemos que vivimos rodeados de ilegalidades y que las aceptamos con naturalidad es más fácil entender por qué existe el encubrimiento. Todos los días los argentinos encubrimos algún tipo de comportamiento delictivo, desde saltar el molinete del subte para no pagar el viaje hasta comprometer la riqueza de generaciones futuras por administrar mal el patrimonio público, que fue lo que sucedió con el endeudamiento externo.

En los tribunales también se cometen pequeños actos ilegales todos los días. El uso de los teléfonos para llamados personales y de las fotocopiadoras y las impresoras para los apuntes de la universidad y hasta sobreseimientos porque se siente pena por el acusado. Un alumno de la facultad me contó que la policía llevó al juzgado en el que trabaja a un hombre que tenía en su poder un celular robado. El juez pidió que le tomaran la declaración indagatoria y el detenido dijo que vivía en la calle, que había encontrado el teléfono tirado y que pensaba venderlo para comer. Cuando mi alumno le consultó al juez qué hacía con ese hombre, el magistrado le dijo: “Dibujá un sobreseimiento”. Podría haber encontrado una forma legal de exculpar a alguien que comete un delito porque está en una situación vulnerable, pero el hábito judicial prefiere “dibujar” una resolución porque los ilegalismos son más cómodos.

Así como se comercia ilegalmente a la vista de todos, también hay un intercambio de bienes y servicios entre los poderes ocultos, que degradan la vida democrática. Por ejemplo, el tráfico de información confidencial que facilita enormes negocios formalmente legales, pero que violan la ley. Es el caso del inversor que sabe de antemano que el Estado va a implementar un programa de políticas públicas para estimular un sector de la economía y que por ello invierte antes en él. La inversión será formalmente legal, pero anclada en información obtenida de manera ilegal. En el campo judicial la transacción más habitual es el “padrinazgo” a un futuro juez o fiscal para que, una vez en el cargo, falle en favor del padrino.

En el espacio judicial conviven las dos lógicas: la que sigue el Código Penal y la que suspende la aplicación de la ley para garantizarle inmunidad a un sector a cambio de dinero, por empatía, por coincidencias ideológicas o por una simple lógica de pertenencia a un grupo. Es la tesis de Edwin Sutherland conocida como “delito de cuello blanco”, el que cometen las personas de mayor jerarquía social que violan las leyes que deberían regular sus actividades económicas. Delinquen con la complicidad de las autoridades públicas gracias a una trama de relaciones gestadas en clubes de fútbol, campos de golf, casas en barrios privados y otros espacios que frecuentan. Las relaciones sociales y los ilegalismos se mezclan. Lo comprobé cuando investigaba los hechos cometidos en jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército durante la dictadura cívico-militar de 1976 a 1983. No me limité a los casos de tortura, secuestro, asesinato y desaparición, sino que también ingresé en los aspectos económicos de la dictadura. Durante el recorrido, junto a mis compañeros, reconstruimos la historia del “Grupo Perriaux” que formó el “Club Azcuénaga” en 1973 y que agrupó a civiles y militares que conocían con antelación el desenlace de la experiencia democrática iniciada ese año con Héctor Cámpora y que, tras la muerte del presidente Juan Domingo Perón en 1974, quedaría en manos de su viuda y vicepresidente, María Estela Martínez de Perón (conocida como Isabel) hasta el 24 de marzo de 1976. Aquel grupo de conspiradores diseñó un proyecto político de país. Gran parte del plan económico que debía alejar a la Argentina de la matriz populista fue tomado por el gobierno de facto de Jorge Rafael Videla. Los que formaron parte del club fueron beneficiarios de esas políticas, lograron que sus intereses sectoriales fueran presentados por la dictadura como los de toda la sociedad. De hecho, José Alfredo Martínez de Hoz, el ministro de Economía de la dictadura, formó parte del grupo que se reunía informalmente en el petit hotel de la calle Azcuénaga 1673 de la ciudad de Buenos Aires y condujo la estatización de la “Compañía Ítalo Argentina de Electricidad”, a la que perteneció como empleado hasta el 28 de marzo de 1976. En resumen, los miembros del club se beneficiaron con algunas políticas de la dictadura, pero nunca fueron alcanzados por el brazo de la justicia.

Hace poco tiempo, los periodistas Julián Maradeo e Ignacio Damiani llegaron a conclusiones similares en torno al Club Boca Juniors y la figura de su presidente, Daniel “El Tano” Angelici. En su libro El Tano, afirman que la pertenencia a ese club de fútbol tiene la capacidad de aglutinar a gente de diversas extracciones con intereses comunes y que gracias a eso gozan de información privilegiada, acceso a cargos públicos y a emprendimientos comerciales derivados del hecho de “pertenecer”. De hecho, los autores demuestran cómo a través de ese tipo de asociaciones se integró la justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y se repartieron cargos importantes.

En esas circunstancias se gestan lazos sociales tan específicos que garantizan impunidad de parte del Estado e inmunidad para quien integra el grupo. Una persona sabe que, si entra a ese círculo, tiene piedra libre para hacer cualquier cosa porque a dicho grupo no lo alcanza el brazo de la ley. En esos ambientes nace lo que Sutherland llama “asociación diferencial”, que es un concepto clave de los ilegalismos, como lazo identitario presente en las condiciones para que fracase la ley y que hace imposible el juego de la justicia.

Juan Pegoraro da el ejemplo de la liberalización del mercado financiero que volvió vetusta la categoría de “Ali Baba” porque en la cueva del ladrón de ficción se podía distinguir el dinero legal del ilegal, pero en la realidad la circulación de dinero por encima de los Estados borró esa distinción. Lo ilegal y lo legal cohabitan con el permiso de los propios Estados como en la fuga de divisas mediante delitos no sancionados. A través de la banca offshore se mueven millones de dólares que van a parar a paraísos fiscales, sin que ningún Estado lo impida.

El abogado Juan Pablo Bohoslavsky afirma que, según Global Financial Integrity, la emisión de facturas apócrifas es el método más frecuente para sacar ilícitamente fondos de los países en desarrollo. En un artículo periodístico que publicó en la Revista Anfibia, Bohoslavsky dice que, según dicha organización, entre 2004 y 2013 se fugaron 655 mil millones de dólares anuales en el mundo. El dinero depositado en los paraísos fiscales que, como mínimo, no pagó impuestos y se fugó a través de delitos, requiere la complicidad estructural de sectores del Estado. Sin la participación de funcionarios muchos hechos no podrían cometerse ni quedar impunes.

Si la justicia fuese una institución autónoma, estructurada en base al mérito, con mecanismos de participación ciudadana y con una agenda de capacitación para los funcionarios públicos, seguramente los ciudadanos no hubiésemos visto el espectáculo que comenzó en 2016 con la hiperactividad judicial con respecto a las causas seguidas a los funcionarios kirchneristas una vez que dejaron el poder. Elisa Carrió había denunciado a Néstor Kirchner y a Julio de De Vido por el delito de asociación ilícita ante el juez Julián Ercolini en noviembre de 2008. La diputada sostenía que el expresidente y su ministro de Obras Públicas digitaban las licitaciones para darles los contratos a empresas amigas y a testaferros. Ercolini procesó a Cristina Fernández de Kirchner, Julio De Vido, José López y el empresario Lázaro Báez por las razones que había dado Carrió, pero recién lo hizo en noviembre de 2016. Sin juzgar la resolución, lo que se ve es la debilidad de la administración de justicia para controlar el juego político partidario, que fue un tema que tratamos con Catalina De Elía en el libro La cara injusta de la justicia. Que los juicios avancen cuando los funcionarios pierden su poder y están en la oposición no significa que sean inocentes, tampoco que sean culpables. Simplemente demuestra la forma arbitraria en que se manejan los tiempos de los procesos.

Los poderes invisibles
Los Estados con instituciones débiles, sociedades fragmentadas y una identidad que incluye las prácticas ilegales, son un valle fértil para incentivar, primero, las asociaciones diferenciales que gozan de inmunidad e impunidad y, segundo, para que esas asociaciones ofrezcan oportunidades de progreso individual, y bienes y servicios por fuera de la ley. Son los poderes invisibles encarnados en personas, grupos sociales, empresas o instituciones públicas con poder político. Están siempre. Pasan los gobiernos y, más allá de los colores partidarios, hay un núcleo que no se ve, pero que permanece.

Estos poderes trabajan a través de personas de carne y hueso. En la jerga tribunalicia se los conoce como los “operadores”. En El libro negro de la justicia, el periodista Gerardo “Tato” Young retrató de una manera muy clara a esos intermediarios a los que no les llega la luz pública pero que, sin embargo, obtienen sentencias judiciales a medida, promueven designaciones y destituciones de jueces y fiscales, e influyen en la distribución de premios y castigos, en un tráfico de influencias con rasgos sistémicos que trascienden a los funcionarios de turno. El ejemplo básico es la mercantilización de sentencias judiciales: debajo de las interacciones que vemos todos y que se plasman en los expedientes, se extiende una red de interacciones ocultas que incluso son fuente de políticas públicas. Las interacciones en las sombras explican por qué algunos ganan siempre los litigios o, directamente, por qué la ley no los roza nunca.

Mariano Bergés era un juez de instrucción con fama de recto y duro. Los abogados se quejaban de su forma de aplicar la ley, pero no ponían en duda su honestidad. En 2002, después de una serie de incidentes violentos entre las hinchadas de Chacarita Juniors y Boca, Bergés empezó a investigar a las barras bravas del fútbol. Al año siguiente procesó a Luis Barrionuevo, dirigente de Chacarita, como responsable de los hechos. Entre las pruebas que presentó el juez se hallaban los resultados de las escuchas que ordenó sobre el teléfono del procesado. Pero Barrionuevo era senador. Y a los senadores y diputados no se les puede intervenir el teléfono porque, de acuerdo a la ley 25320, para hacerlo hace falta la autorización de la cámara. Bergés no la pidió porque consideró que la protección de la ley tiene que ver con la actividad legislativa y no con la violencia en el fútbol. Pero Barrionuevo denunció al juez por abuso de autoridad. En mayo de 2005 el juez Canicoba Corral procesó a Bergés, quien tiempo después dejó la justicia.

Durante la década del 90 se modificó toda la estructura empresarial en base a la cual el Estado intervenía en la economía. Esos cambios, conocidos como privatizaciones, se produjeron de manera escandalosa. Sin embargo, no hubo condenas judiciales. La deuda externa de nuestro país es otro caso paradigmático de ausencia de responsabilidades judiciales, pese a que la propia justicia declaró fraudulento el endeudamiento en un fallo del juez Jorge Ballestero del 13 de julio de 2000.

En ambos casos hay pequeños dispositivos que vuelven imposible la aplicación de la ley. No se trata de un juez mejor o peor, de buenos o malos abogados. Es cierto que la moral individual de los actores influye, pero existe un entramado informalmente institucionalizado de prácticas que tornan imposible la aplicación de la ley en algunos casos. Lo viví en carne propia con el caso de los “Panama Papers” que rozaba a familiares de Macri y en el que estaba mencionado el propio Presidente de la Nación. Con el juez Sebastián Casanello actuamos como indican los manuales de derecho en ese tipo de investigaciones, que es trazar la ruta del dinero desde su origen hasta su destino. Pero mientras lo hacíamos, en marzo de 2017 la Sala II de la Cámara Federal nos reprendió por investigar demasiado.

La cuestión central es que los tentáculos de los poderes invisibles se extienden a otros casos de igual o mayor gravedad que los que mencioné, como los blanqueos de capitales que permiten a los beneficiarios de delitos de evasión de impuestos disfrutar de las mieles del dinero obtenido ilegalmente sin ser penados. No es casual que, desde la recuperación de la democracia en 1983, el Estado haya dispuesto políticas de blanqueo de capitales en 1987 con Raúl Alfonsín, en 1992 con Carlos Menem, en 2009 y 2013 con el matrimonio Kirchner y en 2016 con Mauricio Macri. En la misma lógica se inscribe la desorganización burocrática para que el Estado no controle actividades que debería monitorear para garantizar el bien común. Pienso en las empresas mineras que tributan impuestos según declaraciones juradas que elaboran sin control estatal; es decir, ellas dicen cuánto produjeron y sobre esa base imponible tributan, sin que nadie cuestione las cifras. Los poderes ocultos obtienen impunidad por sus actos y logran una inmunidad de hecho que, además, genera el deseo de participar de esa trama para conseguir los mismos beneficios.

Entonces, en nuestro país se produce un desplazamiento significativo porque la ley penal pasa a ser importante no por lo que reprime, sino por las prácticas delictivas que tolera. La impunidad es más que la corrupción, es hija de las ilegalidades que forman parte de nuestra identidad y en ese contexto, la justicia no sólo aplica la ley penal, sino que resuelve qué prácticas ilegales pueden esquivar la ley.

El carácter cultural de la ilegalidad no es una excusa ni un salvoconducto y tampoco debe ser perdonado, pero es tan fuerte que incluso forma parte del “sentido común judicial”. Es habitual que muchos fiscales o jueces a la hora de tomar decisiones ante un escenario complejo se pregunten: “¿La causa tolera esta medida de prueba?”. La palabra “tolerancia” aloja una tensión dramática: ese juez o ese fiscal, en realidad, se está preguntando hasta dónde puede aplicar la ley sin molestar a algún poder visible o invisible.

Cuando empezaba a investigar la tragedia de Once y marqué la necesidad de avanzar sobre el rol de los funcionarios y los empresarios en los hechos, en tribunales me preguntaban: “¿Estás seguro de que la causa tolera investigar al gobierno?”. La duda de los jueces y los fiscales siempre es cuánta proporción de legalidad y cuánta de ilegalidad deben poner en la balanza. Y esta tensión explica por qué la justicia abre causas contra los funcionarios de un gobierno pero sólo las acelera cuando esos funcionarios y sus coaliciones políticas pasan a ser oposición. En ese desplazamiento, cambia la “tolerancia”.

Una ayudita para los amigos
Hay un encubrimiento tipificado y penado en el Código Penal y otro que consiste en aplicar la ley para suspender la aplicación de la propia ley, para que nunca pase nada. Es el encubrimiento que beneficia a las asociaciones diferenciales amigas del poder.

El segundo tipo de encubrimiento requiere la participación de los funcionarios judiciales por miedo a perder el empleo si no encubren o por la búsqueda de un beneficio. La mayoría de los judiciales conoce y repudia estas prácticas, aunque no las enfrenta porque hacerlo constituye una decisión riesgosa. Ver y hacer como que no se ve es más cómodo. Es el ejemplo del empleado judicial que aplica el “criterio” del juez o del fiscal en algunos casos, aunque sospecha que ese criterio excede el saber académico y sabe que es contrario a ley. Si no lo hace, es decir, si toma una decisión anclada en la ley y en la jurisprudencia, como procesar a una persona que administró mal los dineros públicos, su trabajo puede ser rechazado por un superior, amparado por razones jurídicas que esconden razones turbias. Algunos jueces son brutalmente honestos. Ante una pregunta precisa y relacionada con la resolución de causas que rozan al poder, el juez Rodolfo Canicoba Corral acuñó una frase que en Comodoro Py conocemos todos: “¿Qué querés? ¿Que le toque los bigotes al tigre?”. Otros magistrados ensayan explicaciones que nadie cree y tejen especulaciones incomprobables que sólo buscan distraer a los empleados, aunque tanto el juez como el fiscal y el empleado saben en el fondo de qué se trata.

Existe temor a perder el empleo y eso habla más de un problema estructural que de un juez o fiscal puntual, ya que es obvio que en esos casos el famoso “respeto a la justicia” por parte del poder político es, como mínimo, una mentira. De hecho es una práctica habitual dentro de los tribunales ascender en el escalafón jerárquico al empleado que pregunta demasiado sobre las decisiones del juez o del fiscal. ¿A qué responde ese ascenso? A trasladar al curioso a otra parte.

En 1991 se sancionó el actual Código de Procedimiento Penal que contempla el juicio oral y público. Como consecuencia de ello se crearon numerosas vacantes ¿Quiénes las ocuparon? Muchos de los jueces y fiscales que con su trabajo molestaban al gobierno de Carlos Menem. El caso de Gustavo Bruzzone fue muy ilustrativo. Era un fiscal federal molesto y lo designaron Fiscal General ante los Tribunales Orales. Durante mucho tiempo no tuvo trabajo porque los tribunales no terminaban de armarse y tardaron en funcionar. El premio era, en realidad, un castigo.

El encubrimiento para obtener un beneficio es diferente al que se hace por temor a perder el empleo, porque se ve como una oportunidad de conseguir poder y de gozar del producto de las actividades ilegales que el funcionario judicial debería investigar y condenar. Si las cosas le salen bien, será parte de un sistema inmune. Se da, a veces, en el caso del juez o fiscal acorralado por juicios políticos que se vuelve vulnerable y tolerante con los delitos del gobierno de turno para zafar. Entonces, busca inmunidad a cambio de impunidad. Es una derivación de la judicialización de la política y del control ejercido sobre la justicia a través de expedientes administrativos sin bases legales firmes. En otras ocasiones, los judiciales hacen “gestos” hacia las asociaciones diferenciales para llamar su atención y ser parte de ellas. El gesto puede ser la reactivación de una causa dormida, el giro brusco del rumbo de una investigación o un allanamiento infundado. El gesto busca un acercamiento.

A veces las faltas al mandato constitucional de hacer justicia se presentan de manera brutal, como ocurrió con la tragedia de Once, cuando constatamos lo obvio: que la corrupción mata y que el largo brazo de la justicia se acorta si los imputados tienen poder político y económico. El 22 de febrero de 2012, un tren del Ferrocarril Sarmiento no frenó al llegar a la estación de Once, chocó con los paragolpes de contención y murieron 51 personas. El 29 de diciembre de 2015 el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 2 condenó a penas de prisión de cumplimiento efectivo a los responsables del accidente, los empresarios que tenían la concesión del Sarmiento y a los funcionarios públicos que debían controlar ese contrato. Sin embargo, en febrero de 2018, mientras escribo esto, esa condena aún no fue revisada por la Cámara Federal de Casación Penal. Es evidente que hay un fuerte componte de clase a la hora de aplicar la ley: la justicia siempre exige un “plus” de pruebas en las causas que involucran al poder económico, social o político para que los procesos se detengan o se demoren más que en el resto de las causas.

Nuestra justicia es feroz para analizar las infracciones al derecho de propiedad, pero no es tan dura cuando son los propietarios quienes violan la ley.

En tribunales las causas se clasifican con un lenguaje escasamente académico, pero muy gráfico: las de “ricos y famosos” y las “demás”. Las primeras demoran y siempre es más complicado probar los hechos. Las segundas terminan más rápido y las pruebas son sencillas de conseguir.

Intervengo en expedientes de las dos categorías, que envuelven a dos clases sociales. Para los jueces una misma prueba puede ser endeble en una causa y decisiva en otra.

Conté cómo se desestimaron los cruces telefónicos en el caso por tráfico de influencias entre Daniel Angelici y Norberto Oyarbide y hasta los encuentros entre ellos porque el juez consideró que no eran prueba suficiente. Ese mismo tipo de pruebas, sin embargo, alcanza para condenar a acusados no tan poderosos. Casi todas las causas por drogas comienzan con una detención en la calle durante un control vehicular. La primera discusión tiene que ver con el significado del verbo “tener”. La ley castiga la tenencia de drogas y los imputados alegan que la droga no era de ellos porque no la tenían encima, sino que estaba en la guantera, por ejemplo. La justicia resuelve la cuestión con una construcción sencilla: si la droga está “dentro de la esfera de custodia” del conductor, la tenía él. No se cuestiona el contexto. El segundo paso es determinar quién le suministró la droga. El camino más sencillo es explorar los llamados entrantes y salientes en el teléfono celular. Quien más diálogo telefónico tuvo con el detenido, casi automáticamente se convierte en un nuevo imputado. Aquí las llamadas telefónicas sí son decisivas. El contraste es evidente. La intensidad de la acción judicial tiene una vara diferente para medir a los protagonistas según su poder económico, político o simbólico.

En los crímenes “de cuello blanco” existe una figura que se usa para exculpar a los dueños de las empresas: el “principio de confianza”. Significa que el dueño real no puede controlar lo que hacen todos sus gerentes. No es culpable porque él confió en que las cosas se estaban haciendo bien en su firma. Cuando hay que analizar, por ejemplo, quién fue el responsable de un vaciamiento de un banco, los directores en general alegan que confiaron en sus gerentes y que estos fueron “infieles”. Es una forma de tratar de achicar las chances de juzgar a los banqueros. Los empresarios también pueden eludir el castigo si sus firmas pagan coimas, lavan dinero o fraguan balances. La ley 27.401 de responsabilidad empresaria que se sancionó en septiembre de 2017 exime de responsabilidad al dueño de la empresa por esos delitos si él denuncia los hechos o si demuestra que él había dispuesto los controles internos necesarios para evitarlos. En los hechos todas las empresas pueden eludir el castigo o recibir una pena leve.

Con los robos simples es al revés: se trata de encontrarle el delito más grave entre los que hubiera cometido el acusado para que las oportunidades de castigarlo sean mayores. El Código Penal reprime el robo simple, que se convierte en más grave si se comete con armas. Si un ladrón amenaza a su víctima con un palo, ¿es un robo con arma? Los expertos en derecho penal zanjaron la discusión hace tiempo: establecieron una distinción entre armas “propias”, como un revólver, e “impropias”, como un palo. En ambos casos el robo se agrava.

El manejo del tiempo de los procesos también registra las diferencias. Las causas por tenencia de drogas de poca monta se terminan rápidamente. Al menos en Primera Instancia, antes de un año están en condiciones de ingresar a la etapa de juicio oral. Cuando se trata de delitos económicos o corrupción, el tiempo que insume la instrucción es mucho mayor y la etapa de juicio suele duplicarla o seguir abierta por años, como pasó con los juicios por los cierres de los bancos Mayo y Patricios.

La crisis financiera mundial de 1995 conocida como “Efecto Tequila” también se sintió en la banca argentina. El Mayo y el Patricios quebraron y me tocó investigar los dos casos. Lo que pasó con esos expedientes, iniciados en aquel entonces, revela el rasgo clasista de la administración de justicia: los procesos, 22 años después, aún no terminaron. Los hechos se fragmentaron en múltiples causas que avanzaron y retrocedieron anárquicamente. Hubo decenas de expedientes conectados en los que se repetían las pruebas sin necesidad y otras causas que se cerraron y se reabrieron en varias ocasiones porque se discutió extensamente el “principio de confianza”. Gracias a ese argumento algunos directores se libraron de ser juzgados. Y, aunque la fiscalía planteó lo mismo en casos francamente análogos, los resultados fueron dispares: juicio oral para algunos, sobreseimientos para otros. Esta investigación revela con nitidez cómo funciona la interpretación de la ley y la aplicación dispar del “principio de confianza”. En 2002 elevé a juicio la primera parte de la investigación y en 2018 se va a conocer la sentencia del tribunal oral que seguramente será apelada. A la par, aún deambulan por la Primera Instancia expedientes relacionados, en los que aún no hay procesados. Esa investigación no es una excepción, sino que confirma la forma diferencial en que la justicia trata a los imputados según su clase social o su poder.

A Raúl Granillo Ocampo, que fue Secretario Legal y Técnico de la Presidencia, embajador en Estados Unidos y ministro de Justicia del gobierno de Carlos Menem, entre 1989 y 1999, se lo acusó de haberse enriquecido ilícitamente mientras fue funcionario público. El 12 de septiembre de 2017 Granillo Ocampo fue absuelto por el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 4, más de 20 años después de que se cometieran los hechos que le imputaban.

Pablo Rossano, un ciudadano con menos suerte, estuvo 42 días preso. El 14 de diciembre 2017 participó de las manifestaciones callejeras en contra del proyecto de reforma jubilatoria que se debatía en el Congreso y fue detenido por Gendarmería Nacional cuando intentaba auxiliar a una mujer afectada por los gases lacrimógenos de las fuerzas de seguridad. Como le encontraron piedras y panfletos políticos en la mochila, el juez federal Claudio Bonadío lo procesó con prisión preventiva por los delitos de intimidación pública y resistencia a la autoridad, pese a que no había ni fotos ni videos que ubicaran a Rossano en el escenario de la violencia de ese día. Luego el juez lo excarceló, pero lo mantuvo procesado porque “existen a su respecto elementos que evidencian su accionar (…) piedras y prendas de vestir con inequívoco fin de cambiar su apariencia y dificultar su identificación”, dijo Bonadío.

Por supuesto que hay excepciones a esta mirada clasista de la justicia, pero en general el sistema judicial es fuerte con los débiles y débil con los fuertes.

Esa aplicación selectiva de la ley trasciende los valores morales de los jueces y fiscales en particular, porque es estructural. Cuando Norberto Oyarbide repetía que tomaba tal o cual decisión “porque se lo había pedido el gobierno”, mostraba que, aunque la ilegalidad destruya el lazo social, crea y afirma otro tipo de vínculo. A él la ilegalidad lo integraba a un grupo de poder político y económico. Y como esa práctica constituye una de las posibles vías de ascenso social, pasa a ser una aspiración, un ejemplo para imitar. Es por esa razón que las políticas de saneamiento de la burocracia fracasan.

Los poderes invisibles deambulan en los bordes del Estado y también lo habitan. Los integran funcionarios, empresarios, comunicadores y constituyen un caballo de Troya en la vida pública. Es fuerte porque no lo detenta una persona, sino que yace en una red de relaciones que tienen de su lado la ley convertida en un arma.

A veces es un mecanismo de impunidad, otras es un arma para atacar a los enemigos y también una mercancía. Matías Dewey acuñó el concepto de la “suspensión de la aplicación del derecho”. En El orden clandestino. Política, fuerzas de seguridad y mercados ilegales en la Argentina, sostiene que ciertos órganos del Estado venden un servicio de protección contra los efectos de las leyes. Puedo probar que es así y que en ocasiones la propia policía administra las violaciones a la ley: hice un relevamiento sobre ese tema que me costó una denuncia en mi contra.

En noviembre de 2011 le envié a la Procuradora General Gils Carbó un relevamiento sobre las 53 comisarías que había entonces en la Ciudad de Buenos Aires. Me interesaba analizar la productividad de las fuerzas policiales para mejorar la eficacia de la justicia. El trabajo cruzó el radio geográfico que cubría cada comisaría, los recursos materiales que tenían a su disposición, la cantidad de personal para enfrentar las tareas y los delitos que descubrían. Los resultados revelaban, precisamente, que la policía era ineficaz e invitaba a profundizar en los motivos, porque se podía inferir que la fuerza había incorporado el servicio de no aplicar la ley. Lamentablemente no pude avanzar con esa investigación porque al Poder Ejecutivo le molestó la iniciativa. De hecho el Secretario de Seguridad Sergio Berni me denunció penalmente por abuso de poder.

La protección que dan la policía o los funcionarios difiere de la mafiosa porque ellos hablan en nombre del Estado, el aparato que reivindica el monopolio del ejercicio legítimo de la fuerza. Tienen un poder inconmensurable porque no tienen competencia. Los funcionarios manejan información privilegiada y tiempos y tienen la capacidad de utilizar la ley como un medio para fines diversos. Pueden demorar la aplicación de la ley, aplicarla selectivamente, pueden incluso controlar los daños derivados de la aplicación de la ley, suspenderla o, directamente, no aplicarla.

En octubre de 2008, antes de una devaluación del peso y en un marco de restricción del mercado cambiario, Néstor Kirchner compró 2 millones de dólares. El 3 de febrero de 2010, cuando se conoció el caso, los diputados opositores Patricia Bullrich, Juan Carlos Morán, Susana García, Elsa Quiroz y Fernando Iglesias denunciaron el comportamiento del expresidente porque, sospechaban, había contado con información confidencial derivada de su vínculo matrimonial con Cristina Kirchner, la presidenta, que le permitió ganar 25 centavos por cada dólar en virtud del aumento del precio de la divisa en pesos. Aunque el juez Claudio Bonadío resolvió, el 8 de junio de ese año, que la acción no constituía un delito, el hecho en sí mismo es lo suficientemente revelador en los términos señalados y evidencia con nitidez por qué la impunidad es remunerativa. Para Kirchner fue un negocio redondo. Paradójicamente, el juez que lo sobreseyó es el mismo que procesó a Cristina en la causa del “dólar futuro”.

Aunque el dinero sea la contraprestación a la que intuitivamente asociamos estas prácticas, hay otras motivaciones que son igualmente graves, aunque menos visibles. Por ejemplo, el temor a no aplicar la ley con personas a las que se considera poderosas, la especulación en la administración de los tiempos legales para negociar un empujón en un hipotético concurso o, en el caso de la justicia federal, directamente como táctica para no sufrir los embates del gobierno de turno que, como todo poder, detesta ser investigado.

La conclusión más severa de estos comportamientos, en términos de la calidad de la vida pública, tiene que ver con la creación de espacios de mercado dentro del propio Estado y que hacen que nuestra vida quede a merced del capricho de un funcionario. Y no hay que perder de vista que una de las semillas principales de la impunidad son los ilegalismos que forman parte de nuestra identidad.

En los pasillos de los tribunales penales se habla de “rehenes” al referirse a los protagonistas de causas que quedan en estado latente hasta que el ecosistema político o el judicial tolere un movimiento del expediente. Es tremendo que se haya naturalizado esa palabra para definir una situación en la justicia que no debería existir.

También es el típico caso de la causa judicial “armada” por las fuerzas de seguridad. Por ejemplo, la policía inventa una situación que involucra a alguien y esa ficción se convierte en un expediente. Como un principio del derecho dice que los actos del Estado se presumen legítimos, el juez o el fiscal le dan curso a la denuncia porque presumen que lo que dice la policía es válido. La presunción de validez es el calvario de los acusados falsamente (los rehenes) que deben soportar las diversas etapas del proceso hasta que llegue el momento de la verdad, que suele ser el juicio oral. Las actas policiales pueden decir que a alguien, a cierta hora, en determinado lugar y en presencia de testigos se le secuestró droga. Cuando el protagonista cuenta su versión en el juicio oral, se hace evidente que lo que decía el acta policial era una ficción. Por eso se dice que la causa “se dio vuelta”. Es otra cara de la impunidad.

 

CONCLUSIÓN
Los juicios penales se pueden analizar como un juego. Y si planteo la justicia como un juego de agentes racionales, tomando como fundamento la teoría de los juegos expuesta por el matemático John Von Neumann y el economista Oskar Morgenstern en Theory of games and economic behavior, puedo concluir que, en las actuales condiciones, la justicia es un juego imposible.

Hay muchas clases de juegos. La idea es que los protagonistas tiendan a buscar la solución óptima y para eso es clave la información que tengan. De hecho, la cantidad de información sirve para clasificar los distintos juegos. Me voy a detener solamente en una clase de ellos: los cooperativos. Se distinguen porque los jugadores deben hablar entre sí para negociar los resultados y a veces necesitan formar coaliciones para sostener sus acuerdos.

En un juicio penal los jugadores son los jueces, fiscales y abogados. Las reglas son el elenco de posibilidades contenidas en el Código Procesal Penal de la Nación, que deriva de la Constitución Nacional. Allí están contempladas las jugadas posibles de cada uno. El juez es el jugador que tiene la obligación de dirigir el proceso y, en principio, de investigar el hecho para llegar a la solución óptima. El fiscal, por regla general, debe acompañar al juez por ese camino para controlar la legalidad de sus movimientos y sugerirle, en representación de la sociedad, las jugadas tendientes a hacer justicia. El defensor tiene su perspectiva derivada de la situación de su cliente y de su deber de lealtad hacia el sistema judicial. El premio máximo es hacer justicia de la mejor manera y en el menor tiempo posible, a través de una sentencia que sea aceptada por todos. Hacer justicia significa que se arriba a un fallo en base a la reconstrucción de los hechos y al posterior análisis de ellos de acuerdo con la ley.

Como si se tratara de una advertencia escrita con letra pequeña, los jugadores saben que el juego tiene una dimensión no legal porque hay reglas no escritas derivadas de los ilegalismos, cuyo peso es real y, a veces, decisivo. Esto quiere decir que los jugadores poseen un abanico de jugadas que fueron establecidas en reglas institucionalizadas de manera formal —la ley— y en otras informales que a veces están reñidas con la propia ley.

Los juicios penales son una proyección específica de las relaciones sociales porque se nutren de conflictos que ocurren en la sociedad. Como hay situaciones que admiten diversas soluciones jurídicas, el objetivo de hacer justicia, que es el objetivo del juego, no está definido de antemano. “Hacer justicia” se define precisamente durante el proceso judicial y depende de la compleja imbricación de múltiples decisiones de los jugadores y de sus estrategias para obtener un resultado.

El proceso penal debería ser un juego cooperativo o coalicional en busca de justicia, aunque en los hechos esa búsqueda de justicia se reduce a conseguir que jueces y fiscales apliquen la ley en favor de uno solo de los actores, independientemente de la justicia de esa decisión. Así, en lugar de ser un juego cooperativo se convierte en un juego de suma cero, porque un jugador se lleva todo.

Desde esta perspectiva teórica se ve que el proceso judicial existe sólo en el plano formal porque en el plano real los jugadores no persiguen justicia, sino fines específicos. La justicia ratifica violaciones a derechos, no protege el espacio público, no sanciona a todos los delincuentes. Es decir, la justicia no cumple su función.

Tomé conciencia bruscamente de esto cuando el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional Federal N° 3 absolvió de culpa y cargo a Mario Pontaquarto, que había confesado cómo y cuándo llevó dinero del Poder Ejecutivo para sobornar a senadores de la Nación. La fiscal del juicio tenía de su lado la confesión de Pontaquarto, las pruebas y la ley. Sin embargo, no hubo condenas, porque no hubo un juicio en el sentido de la Constitución: no se buscó hacer justicia.

Por qué no hay un Estado de derecho
El final del juego revela con nitidez una vieja confusión que tiene terribles consecuencias para una sociedad organizada en base al régimen democrático: la aplicación de la ley no se traduce automáticamente en el Estado de derecho. En nuestro país la justicia federal aplica la ley, el problema es cómo lo hace. El uso de la ley como un arma, su aplicación selectiva, errónea o su suspensión expresa una forma en que el Estado hace justicia, pero el Estado de derecho es otra cosa.

El Estado de derecho es una fuente de estabilización de las relaciones sociales, favorece el funcionamiento de la competencia por los roles de gobierno que se verifica en las elecciones, consagra diversas vertientes de accountability para controlar a quienes ejercen el poder y, fundamentalmente, permite crear colectivamente un espacio público en el que un individuo pueda interpelar a otro sin otro condicionamiento que el de la ley. El Estado de derecho crea las condiciones de un espacio público que hace posible la libertad y permite el desarrollo de un proyecto de vida colectivo y personal. La libertad tiene su chance en el Estado de derecho en el que ningún sujeto tiene señorío sobre otro.

Hay una concepción social que reduce el Estado a una suerte de artefacto exterior a la sociedad. Guillermo O’Donnell lideró una concepción contraria. En el texto Hacia un Estado de y para la democracia define el Estado de derecho. Señala que es algo más que un regulador del mercado o un régimen electoral, porque organiza todas las relaciones sociales en un territorio delimitado que respalda sus decisiones en base al monopolio legal de la coacción. La democracia, entonces, constituye una forma de vida en común con la capacidad de fundar la libertad política en base a derechos. La justicia se ocupa de que la gramática de las relaciones sociales sea compatible con el derecho. El Estado, su envoltura democrática y en consecuencia la justicia, están sujetas a una construcción de la sociedad permanente y su mejora es imposible de medir, porque siempre se puede vivir mejor. Nos organizamos en sociedad para vivir mejor.

El Estado es el modo de reducir las desigualdades y ampliar los derechos. La justicia es vital en ese desafío. El problema es que los ciudadanos naturalizamos una vida pública muy pobre que aplasta nuestra vida privada. El saqueo del patrimonio público, la virtual toma del Estado para satisfacer fines particulares, la impunidad, la violencia institucional y el juego imposible de la justicia impactan de lleno en nuestra vida. Se palpan en la educación pública, en la salud pública, en las rutas, en los trenes, en los colectivos y en todas las esferas sociales. Recuperar el Estado incluye recuperar la justicia. Una justicia ineficaz disuelve el poder del Estado y permite el nacimiento de poderes de facto, porque impera la ley del más fuerte.

La impunidad genera esa sensación particular. Los ciudadanos sentimos que estamos en manos de una oligarquía o de una tiranía. De hecho, la primera reacción ante lo que se cree que es la violación de un derecho suele ser buscar un “contacto” y no la protección de la ley. Eso revela que el espacio público está reducido a unos pocos, que lo usan para satisfacer sus intereses particulares.

Encontrar una salida
No hay remedios mágicos para instituir un espacio público y transformar la justicia para que actúe de acuerdo con la Constitución. Es un trabajo individual y colectivo permanente. Y aunque los funcionarios tenemos una responsabilidad mayor, la sociedad también tiene que una tarea importante. Baruch Spinoza señaló en el Tratado político que el germen de los Estados que amenazan la libertad yace en las propias sociedades. Por eso decía que la estabilidad, la paz y la seguridad de una república no pueden depender de la virtud de uno o varios gobernantes, sino que debe apoyarse en el ordenamiento institucional que sale de la decisión de los ciudadanos.

Los problemas de la justicia son obvios y son muchos, y se engloban en la ineficacia, en asumir funciones que no están previstas por la Constitución y el uso de la ley para fines particulares o como un arma para doblegar al adversario. La corrupción en sentido amplio. Los resultados inmediatos de estos problemas también son obvios: impunidad, descreimiento e impotencia para solucionar los conflictos sociales. Los mediatos son peores aún, porque el actual formato judicial estimula a la sociedad a que resuelva sus conflictos por fuera de la ley, y eso amenaza con disolver los lazos sociales.

Cada grupo social escoge el camino que puede. Los poderosos que firman grandes contratos comerciales con cláusulas para solucionar sus posibles desacuerdos en otros países. Si sus problemas son penales, saben que su poder económico y simbólico les garantiza una respuesta mínima de la justicia. Los sectores sociales medios no tienen más remedio que soportar el acoso judicial o buscar al amigo con “contactos” que les dé una mano. Los grupos más vulnerables se hallan en una situación peor: deben solucionar los conflictos por su cuenta, en la calle, o someterse a la voluntad del más fuerte, como ocurre en algunas villas frente a la tiranía de los narcos.

El panorama es sombrío y el desafío excede la capacidad de un sistema judicial deteriorado desde sus cimientos. Asusta comprobar la resignación de los ciudadanos que naturalizaron la crisis porque “la justicia es así”.

Es cierto que la administración de justicia que tenemos es el resultado de arreglos institucionales cimentados en acuerdos sociales, por eso se necesitan decisiones y nuevos acuerdos colectivos para componer una administración de justicia que proteja nuestros derechos y que mejore nuestras vidas, la pública y la privada.

Desde el interior de la justicia se pueden hacer muchas cosas. Creo firmemente en la capacitación constante, en la actualización de los esquemas de organización que deben ser más flexibles y abiertos a la comunidad. Deben encararse los esfuerzos necesarios para que en los tribunales la regla sea la meritocracia y para que los judiciales rindamos cuentas a la sociedad. Nuestra productividad debe medirse en términos de calidad y esa calidad debe ser premiada y estimulada. Los judiciales somos servidores públicos y quien espere otra cosa al trabajar en los tribunales debería cambiar de empleo.

La mejora de la justicia excede al aparato judicial y es preciso discutir nuevamente la enseñanza del derecho, para que los futuros abogados comprendan que el arte de trabajar con la ley es mucho más que ganar un juicio y ganar dinero. En nombre de la abogacía se toleran prácticas escasamente democráticas y republicanas y por eso es necesario establecer estrictos códigos de ética.

La sociedad también debe involucrarse. Tiene que preguntar, inquirir, participar y ayudar a abrir canales de comunicación con un sistema de justicia que hasta ahora fue refractario a la luz pública y demasiado cómodo con la oscuridad del secreto. El cambio debe incluir a los dirigentes sociales y políticos y a los empresarios, para que no eludan el control de la justicia y dejen de usar sus influencias para obtener sentencias de medida.

Jean-Jacques Rousseau trabajó intensamente el rol de la ley y la justicia en la modernidad. Pueden ser un arma de dominación violenta de los poderosos frente a los débiles y cristalizar relaciones ancladas en una brutal dominación. Pero también pueden ser el único modo de fundar la libertad política para que las personas desplieguen todas sus facultades y se realicen, la chance de fundar una sociedad en la que el bienestar para todos no sea un sueño inalcanzable. En un caso la ley y la justicia son un yugo. En el otro son un camino difícil, sujeto a múltiples virajes y cuyo recorrido demanda esfuerzos altísimos, pero que conduce a la felicidad.

Tenemos en común el deseo de paz, seguridad y libertad. Sabemos qué amamos y a qué le tememos. Lo que hagamos para que la justicia nos garantice una vida mejor también es una decisión colectiva.

 

 

Índice

Portadilla

Legales

Introducción

Capítulo 1. El elenco estable de la justicia penal federal
Qué hace cada uno
Los periodistas, actores judiciales
El trabajo ingrato del defensor oficial
Cazadores de traje y corbata
Denunciantes serios y denunciadores seriales

Capítulo 2. La familia judicial
Los hijos rebeldes
Capítulo 3. Los tribunales por dentro
Ventajas de madrugar
Un tour por Comodoro Py
Cómo obedecer a dos amos

Capítulo 4. Atada con alambres
El caso Tévez: todo puede fallar

Capítulo 5. Lecciones para destruir una causa

Capítulo 6. Oyarbide, un pez en todas las peceras
Misión procesar a Macri

Capítulo 7. Cuando gobiernan los jueces

Capítulo 8. El país de los impunes
La selva también tiene leyes
Simpatía por la ilegalidad

Capítulo 9. El peligro de tocarle los bigotes al tigre
Los poderes invisibles
Una ayudita para los amigos
Conclusión
Por qué no hay un Estado de derecho
Encontrar una salida
Bibliografía

 

 

 

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