2025 May 18 No es el infortunio. Carlos Carranza.
Los días trascurren con un aire de desasosiego y se experimenta una cierta sensación de que se vive bajo una suerte de locura cada vez mayor, que rompe los límites de todo juicio y sensatez.
Pareciera que todo se encuentra sujeto al capricho de la barbarie cuando las noticias que nos rodean apuntan a un elemento común que termina por ser una explicación de nosotras y nosotros mismos como sociedad: la violencia gravita a nuestro alrededor mientras los gobiernos –federal y estatal– se envuelven en los ropajes de la impunidad cuyos hilos conforman el entramado de la corrupción y la simulación.
Y, sin quedar fuera de esta ecuación, también se vive como una sociedad que aclama y celebra los nefandos ropajes del emperador o, simplemente, observa impávida la indolencia de quienes se pasean por las calles de la desgracia. Vaya nudo en el que nos encontramos.
Cualquiera podría pensar que las soluciones, las alternativas para que la actual realidad del país cambie drásticamente serían responsabilidad de quienes pretender gobernar y a quienes reciben más que un peso por ejercer las funciones que les fueron conferidas –todo parece reducirse a simplones discursos de campaña y su perniciosa retórica de promesas–. Sin embargo, sabemos que el poder y la ambición no suelen amalgamarse con aquello que se requiere para que nuestro país salga de este callejón en el que imperan los signos de la barbarie –inclusive, se puede entender que justamente ese desconcierto sea el combustible que les brinde la posibilidad de actuar con total impunidad–.
Cualquiera llegaría a la conclusión de que uno de los principales factores en estas posibles soluciones radicaría en todo aquello que implica la palabra justicia. Y, luego de escribirla o leerla, es momento de respirar profundamente, pues el nudo parece apretarse aún más en nuestras manos; en el callejón que transitamos las cosas no parecen ser muy halagadoras.
Estamos a unos cuantos días de otra clara muestra de los procesos irracionales y absurdos a los que nos han acostumbrado los dos últimos gobiernos, la famosa elección que es resultado de una pretendida reforma judicial que, evidentemente, no toca a ninguna fiscalía ni con la respiración.
Lo que resulta inaudito es observar que todo parece tan normal y poco importante cuando se ha evidenciado que, en la boleta avalada por quienes son responsables directos de esta elección, aparecen personajes que han estado ligados, de una manera u otra, al crimen organizado o han sido el centro de atención de investigaciones que hablan directamente de su calidad moral y ética.
Y no son pocos los que se pasean en plena campaña electoral, como si impartir justicia se tratara de un simple ejercicio de popularidad –bueno, también se entiende que la única respuesta de los gobiernos de la llamada Cuarta Transformación a todos los problemas suele ser, precisamente, un supuesto índice de popularidad–.
Lo que sorprende es el cinismo con el que, repentinamente, no existen responsables de este peligroso desaguisado: ante los cuestionamientos todos se lavan las manos, se señalan, se retan, “nadan de muertito” como suele decirse.
Nadie duda que en esa boleta aparezcan nombres cuya carrera y formación académica avalen su postulación; sin embargo, en este país suelen pesar más los hilos invisibles que zurcen esos ropajes de la corrupción y la impunidad. ¿En dónde anda el INE? ¿Y el TEPJF? ¿Los poderes Legislativo y Ejecutivo? En efecto, jugando su propio papel en esta tragicomedia, avalando el peligro de que en estas elecciones la suerte del país se juegue a los dados y en un proceso sombrío.
No es mala suerte, ni producto del infortunio que esto suceda con el Poder Judicial y la búsqueda de la justicia cuando la barbarie termina por sentar su reino en nuestro país.
Siempre es bueno recordar a Shakespeare, fino y meticuloso observador del poder que, en voz de Lago –terrible personaje de Otelo, el moro de Venecia– dice: “(…) Porque, señor, tan verdad como sois Rodrigo, que, a ser yo el moro, no quisiera ser Iago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo.
El cielo me es testigo; no tengo al moro ni respeto ni obediencia; pero se lo aparento así para llegar a mis fines particulares…”. Habrá que analizar, en las líneas del silencio oficialista, quién juega el papel más servil en el escenario de unos personajes que creen que apagan el fuego silenciando una canción.
O maquillando estadísticas. O envolviéndose en el patrioterismo más elemental que deja tras los telones aquello que puede hacer cenizas al teatro mismo. Y eso no es cuestión de la mala fortuna ni una pésima coincidencia en el tiempo.
Tomado de: Excélsior