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2021 El lawfare. Golpes de Estado en nombre de la ley. Arantxa Tirado Sánchez.

PRESENTACIÓN
En los inicios, los golpes de Estado fueron básicamente militares -la lista es interminable-; pasado el tiempo -con Venezuela- se inauguraron los golpes mediáticos. Cuando los medios perdieron su credibilidad, dejaron de ser suficiente para consolidar los derrocamientos de presidentes legítimos y, entonces, se hizo necesario darles una pátina de objetividad, para eso se recurrió al retorcimiento de las leyes y a una judicatura corrompida. Para cubrir esas necesidades, nació el lawfare.
El lawfare es un término que, como señala el abogado Enrique Santiago en las siguientes páginas, consiste en generar una «guerra jurídica» que se despliega esencialmente a través del uso ilegítimo del derecho interno de cada país o del derecho internacional.

El mecanismo se basa en detectar delitos o comportamientos sobre los que haya unanimidad de repudio, y que además hayan despertado la indignación generalizada entre la ciudadanía (corrupción, robo, fraude). Si se quiere desactivar a un líder político, bastará con imputarle ese delito y su prestigio terminará hundido. En un sistema judicial saneado, el mecanismo para que la acusación sea creíble requeriría una sentencia firme de los tribunales. Sin embargo, las coyunturas y contextos por lo general son más complejos, y los mecanismos con los que se bombardea la imagen de un político son múltiples y complementarios. De modo que el inicio del proceso legal, la campaña de culpabilización en medios afines, el despliegue de testimonios acusatorios ad hoc, la preparación ante la opinión pública de supuestas pruebas, todo ello puede generar ya una sentencia popular -sea o no cierto el delito cometido- y, por tanto, una desactivación del oponente político. Y cuando eso no es suficiente, siempre se puede recurrir a los vericuetos de un sistema judicial corrupto o, al menos, permeable a un cierto nivel de corrupción: una elección del juez adecuado o apartar al juez que moleste, una prisión preventiva sin necesidad de sentencia, una adecuada elección de pruebas, la eliminación de otras, etcétera.

De todo esto trata este nuevo libro de la colección A Fondo, El lawfare. Golpes de Estado en nombre de la ley, escrito por la politóloga y doctora en Relaciones Internacionales, y en Estudios Latinoamericanos, Arantxa Tirado, quien nos aportará todas las claves. Por ejemplo, quién es el principal actor que recurre al lawfare como estrategia de guerra y contra quién.

Tirado nos explica que el lawfare se enmarca en lo que se ha venido a llamar la guerra híbrida: el uso combinado de fuerzas bélicas regulares junto con otras irregulares. Es decir, el uso añadido de actividades informativas, ciberinformáticas, diplomáticas y financieras que complementan las acciones de la guerra tradicional. De este modo, el lawfare se camufla como legalidad cuando es sólo un arma de guerra más. Es verdad que históricamente los medios irregulares eran más recurridos por los bandos más débiles, sabedores de que en el choque militar abierto y frontal tenían más posibilidades de perder. Sin embargo, vivimos tiempos en los que el poder de la opinión pública mundial ya no permite que los poderosos puedan actuar con la impunidad y licencia que históricamente utilizaron. Hace falta convencer de tu autoridad moral y de la legitimidad de tus acciones. Ya en 1928, el aristócrata pacifista Arthur Ponsonby desarrolló su «Decálogo de la propaganda de guerra», es decir, los diez principios (o mandamientos) con los que se interviene la opinión pública para justificar una guerra. De este modo, la aplicación de estos principios ha requerido que las potencias dominantes recurran a estrategias diferentes, más allá de la aplastante acción militar habitual en el siglo pasado.

El lawfare forma parte de esa estrategia, pero en un entorno de paz. Y ha podido resultar eficaz no sólo para neutralizar líderes políticos, sino incluso para tumbar Gobiernos y asegurarse de que esos mismos gobernantes no puedan optar a nuevos mandatos, incluso si tuvieran el apoyo ciudadano. La autora de El lawfare se centra en la región que más ha sufrido este tipo de guerra, América Latina y el Caribe, y nos muestra quién está detrás de su planificación y ejecución: Estados Unidos con su tremendo aparato de injerencia judicial y mediática.

El golpe de Estado contra Hugo Chávez de 2002 nos mostró una operación de derrocamiento de un Gobierno legítimo mediante el poder de los medios de comunicación. En aquella ocasión vimos cómo un cártel de televisiones privadas orquestaba una secuencia de falsedades y una acción desestabilizadora. Con el paso de los años, hemos visto cómo los medios se han ido desprestigiando hasta el punto de que ellos solos ya no son suficientes para ejecutar el golpe. Así, a las campañas de acoso y derribo de los medios hay que añadir una pátina de neutralidad y apoliticismo. Para conseguir ese maquillaje de rigurosidad se recurre al sistema jurídico y judicial, que parece que en el Estado de derecho mantiene esa imagen de rectitud buscada. Sin embargo, a pesar de esa imagen de honestidad y pulcritud, la realidad es que se pueden manejar todos los resortes del sistema judicial, retorcer las leyes, decidir arbitrariamente nombramientos judiciales para premiar a los débiles y castigar a los íntegros.

En este libro, Arantxa Tirado lo que nos explica con todo detalle es cómo de lo que se trata es de poner la maquinaria «legal» a trabajar para derribar a esos líderes latinoamericanos cuyo único «delito» era gobernar para los más desfavorecidos y que, por eso mismo, eran elegidos y vueltos a elegir por sus pueblos.

Si Marx nos decía que las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante y si después hemos visto que los medios de comunicación dominantes son los medios de la clase dominante, Tirado nos muestra cómo el poder judicial puede ser también el poder judicial de la clase dominante. Se recurre a leyes injustas y jueces corruptos para derrocar a Lula da Silva en Brasil, a Nicolás Maduro en Venezuela, a López Obrador en México, a Cristina Fernández en Argentina, a Rafael Correa en Ecuador. Leyes injustas o mal aplicadas y jueces corruptos para combatir la voluntad popular y la democracia, igual que un día lo hicieran los tanques y los sables.

Por ejemplo, se nos muestra que lawfare fue el proceso para inhabilitar al ahora presidente de México, López Obrador, por intentar abrir una calle de Ciudad de México para dar acceso a un hospital y se nos alerta de que otro proceso de lawfare podría activarse contra él. Quizá para procesarlo por homicidio, porque, al parecer, un niño no recibió la quimioterapia necesaria en otro hospital. También fue lawfare lo que se hizo contra Lula da Silva, porque se le acusó de recibir un apartamento de 600.000 dólares en el que nunca había estado ni se encontraba a su nombre. Lawfare fue intentar destruir el Partido de los Trabajadores de Brasil difundiendo el juez los nombres de los miembros de este que se encontraron en un listado de un directivo empresarial, pero ocultando los otros 300 de otros partidos políticos. O presentar como prueba para procesar a Rafael Correa un cuaderno contable de pagos indebidos escrito varios años después de los supuestos pagos. O la Fiscalía acusando a Cristina Fernández de encubrir a iraníes por una masacre en Buenos Aires, cuando lo que hizo fue mediar con las autoridades de Irán para realizar una investigación conjunta, una decisión ratificada por el Congreso.

Si durante décadas hemos agradecido poder escuchar las voces que señalan y denuncian a los militares golpistas y nos explican sus modos de intervención, ha llegado el momento de agradecer a quienes ahora señalan y denuncian las nuevas formas de golpismo. Este libro, El lawfare, y su autora, Arantxa Tirado, forman parte de esas voces. Pascual Serrano

 

 

PRÓLOGO
El término lawfare se ha popularizado en los últimos años, muy a pesar de los defensores de la democracia y de los procesos de cambios sociales y políticos que mejoran este mundo y que pretenden expandir los derechos fundamentales para su disfrute por todos los pueblos.

Se trata de una forma de agresión político-jurídica que sin duda podríamos calificar como un componente más de la guerra híbrida o asimétrica que los Estados Unidos y sus aliados políticos y económicos llevan a cabo en defensa de su hegemonía imperial. La cada vez más perfeccionada «guerra jurídica» se despliega esencialmente a través del uso ilegítimo del derecho interno de cada país o del derecho internacional. La intención es dañar a quien previamente se ha identificado como oponente o líder político perjudicial para los intereses del entramado corporativo que, defacto, gobierna las instituciones estadounidenses y que desde esa posición determina la política y decisiones económicas de la potencia mundial imperial y sus aliados.

La guerra jurídica asimétrica o lawfare no es estrictamente una nueva fase en la estrategia de desestabilización y derribo de los procesos políticos progresistas. Más bien es una nueva forma de exteriorizarse que fue naciendo conforme se constataba la poca eficacia a largo plazo de la traumática intervención militar directa, por su alto coste en vidas y por la infracción de derechos frente a la comunidad internacional.

El Informe del Encuentro de expertos en Cleveland sobre el 11S y sus consecuencias, del año 2010, describe el lawfare como la herramienta que persigue la victoria en un campo de batalla de relaciones políticas públicas, paralizando política y financieramente a los oponentes o inmovilizándolos judicialmente para que no puedan perseguir sus objetivos ni presentar sus candidaturas a cargos públicos.

Sin duda, esta «guerra jurídica asimétrica» es una nueva forma de injerencia e intervención que se ha incorporado plenamente a la Doctrina de la Seguridad Nacional. Esta nueva forma de guerra implica una permanente y exponencial judicialización de la política; estrategia que se pretende legitimar ante la sociedad mediante la apelación al consenso sobre la «corrupción». Necesariamente ha de señalarse como corrupto al líder político que se pretende convertir en objeto del lawfare. De esta forma se comenzó atacando a los Gobiernos, fuerzas políticas y líderes de izquierdas de América Latina que se oponían a los ajustes neoliberales dictados por el FMI, afirmando que los «populismos de izquierda» presentan un problema de corrupción estructural, ocultando que precisamente es al revés: la corrupción es estructural al neoliberalismo y a las políticas de ajuste y austeridad, mientras que constituye la excepción en el comportamiento de los líderes sociales a los que no interesan los inmensos privilegios a los que accederían para sí mismos si aceptaran las imposiciones de los poderes económicos y políticos hegemónicos. Todos los líderes políticos objeto del lawfare tienen en común que nunca han perseguido su enriquecimiento personal, sino que han antepuesto a los intereses personales el acabar con la pobreza entre las mayorías sociales y mejorar la calidad de vida de sus pueblos. Y contra todos ellos, contra los y las que han puesto en marcha, con éxito o, al menos, intentándolo, alternativas a las políticas neoliberales, se ha utilizado el lawfare, con mayor o menor profusión, especialmente desde el inicio del siglo XXI.

Por ello decimos que esta «guerra jurídica asimétrica» ha supuesto una actualización de las herramientas de la antigua Doctrina de la Seguridad Nacional, que ahora, actualizada, ya no se manifiesta prioritariamente mediante la guerra contrainsurgente vía militar. Es desde las escuelas jurídicas desde donde los EEUU expanden su estrategia para acabar con los Gobiernos de izquierdas, mediante la anulación política de los líderes que pretenden adoptar medidas que garanticen la soberanía de sus países sobre sus recursos y defiendan procesos de integración política y económica contrarios a los intereses del capital internacional.

El lawfare se muestra ahora con toda intensidad, pero su planificación comenzó hace años mientras la izquierda en América Latina cosechaba victorias electorales en cadena que ponían en marcha procesos democráticos y participativos con amplio respaldo popular.

El final de la Guerra Fría permitió la puesta en marcha de procesos judiciales ante distintas jurisdicciones -tanto nacionales como internacionales, en ejercicio de la jurisdicción universal o de las competencias propias de tribunales internacionales- que abrieron una vía para examinar responsabilidades por crímenes contra la humanidad derivados de violaciones masivas de los derechos humanos.

Tras un primer momento de expansión de estos procesos, la respuesta de las democracias occidentales fue limitar mediante reformas legales esta posibilidad, frenando así la lucha contra la impunidad. Simultáneamente, se incrementó la utilización de la guerra jurídica, diseñando nuevas fórmulas más eficaces de intervención jurídica para mantener el control sobre cualquier país por medios de apariencia más democrática. El uso del poder judicial y la formación de los operadores jurídicos en escuelas de enseñanza y mediante programas de estudio adaptados al fin propuesto también se convierten en herramientas para derrocar Gobiernos legítimos. El objetivo será desprestigiar a las fuerzas políticas que se consideran hostiles y destruir políticamente a los líderes que las encabezan.

Desde principios del siglo XXI, ha ido creciendo la inversión de los EEUU en programas de asistencia y fidelización de las instituciones judiciales de numerosos países, en especial los de América Latina. La generosa financiación de la agencia estadounidense para el desarrollo USAID ha ido incluso modificando la orientación de sistemas jurídicos; de preponderancia de la ley escrita hacia un sistema de precedente judicial más similar al common law estadounidense. De esta forma, se otorga mayor margen de actuación a los jueces, funcionarios no elegidos democráticamente y no sometidos a evaluación popular para mantenerse en el desempeño de sus funciones. Las nuevas herramientas jurídicas, que estos programas y políticas de adaptación del poder judicial han puesto a su alcance, permiten que, incluso mediante procesos de revisión constitucional, puedan llegar a dar una nueva redacción a las normas, actuando como una segunda y definitiva cámara legislativa no elegida en proceso electoral alguno. La tendencia a incorporar en América Latina sistemas penales acusatorios similares al imperante en los Estados Unidos ha provocado a su vez un desmesurado empoderamiento de las fiscalías nacionales, que en la práctica operan sobre las instrucciones, informaciones e indictments remitidos por la justicia estadounidense.

Tal como se describe en esta obra, la expansión del lawfare comenzó a alcanzar sus objetivos cuando Dilma Rousseff, Fernando Lugo, Lula da Silva, Cristina Kirchner, Rafael Correa o Evo Morales fueron apartados del poder político, en mayor o menor medida, mediante la utilización de esta estrategia jurídica de inmovilización o anulación política.

El poder judicial que permitió que América Latina fuera uno de los continentes con más corrupción institucional -en muchos casos se benefició de ella- acabó convirtiéndose en un arma de intervención directa en los asuntos políticos internos, al servicio de los intereses de las oligarquías y fuerzas conservadoras foráneas y locales.

Esta abierta injerencia del poder judicial en los asuntos políticos -la expresa judicialización de la política- supone la anulación de la independencia judicial, lo que a su vez implica la desaparición de la división de poderes que sustenta el Estado de derecho. El lawfare se ha convertido en uno de los mayores peligros para la democracia en todo el mundo, no sólo en América Latina.

En España, desde el desalojo de la derecha del Gobierno y la constitución del primer Gobierno de coalición de la izquierda desde la Segunda República, también asistimos perplejos a un llamativo incremento de la intervención del poder judicial en la vida política, obviando la neutralidad a la que la justicia está obligada en un Estado de derecho. La misma neutralidad que sin embargo esgrimen los jueces como argumento para evitar que se produzcan críticas sobre sus decisiones, como si acaso existiera en democracia algún poder del Estado al que estuviera vedado hacerle críticas.

De auténtica insubordinación constitucional puede calificarse la connivencia de la derecha judicial y política para incumplir con los mecanismos constitucionales imperativos de renovación de los órganos de gobierno del poder judicial en España, acompañado de una pléyade de actuaciones judiciales que objetivamente desestabilizan el escenario institucional. Desde la constitución del Gobierno de coalición, también asistimos a un proceso de judicialización arbitraria de fuerzas y líderes políticos; en concreto de Unidas Podemos, una fuerza nacida del cuestionamiento popular de las políticas neoliberales que provocaron dolorosas consecuencias sociales.

El abandono por el poder judicial de la función originaria de impartir justicia para así convertirse en herramienta al servicio de los sectores políticos conservadores es una característica de la guerra jurídica asimétrica explicada en este libro. El lawfare sustituye los golpes de Estado o pronunciamientos armados utilizados antaño para acabar con los Gobiernos democráticos que no actúan al dictado de las oligarquías.

Desde su nacimiento, primero Podemos y ahora Unidas Podemos han tenido que emplearse a fondo en defenderse del lawfare puesto en marcha. A pesar de que la guerra jurídica ha sido utilizada intensamente contra esta formación política, hasta ahora todas las investigaciones judiciales, al menos 15, han quedado en nada.

Desde el año 2015 hasta hoy, sucesivos procedimientos judiciales, tanto contra el partido como contra sus principales dirigentes, por presuntos delitos de desobediencia, contra los derechos de los trabajadores, organización criminal, apropiación indebida, administración desleal, tráfico de influencias, cohecho, corrupción entre particulares, delito contra la Hacienda pública, blanqueo de capitales, delito electoral o falseamiento de contabilidad han sido archivados por distintos juzgados y tribunales competentes, incluido el Tribunal Supremo. No han faltado acusaciones sobre supuesta financiación ilegal con dinero procedente de Gobiernos progresistas de América Latina, utilizándose abiertamente a unidades de policía judicial para construir falsas pruebas difundidas hasta el paroxismo por distintos medios de comunicación, como fue el caso del denominado informe PISA.

A pesar de no haberse pronunciado sentencia alguna de culpabilidad, conforme a la estrategia de desprestigio político propio del lawfare, todas estas acusaciones han provocado que en el imaginario social se comience a identificar a esta fuerza política emergente con supuestos de corrupción. Cinco años después, las denuncias no han surtido efecto penal, pero han obligado a dedicar tiempo y esfuerzos a la defensa jurídica que han sido detraídos del trabajo político y social. Muy probablemente, esta permanente estrategia de desprestigio político ha tenido un impacto importante en el descenso del apoyo electoral de Unidas Podemos en los últimos procesos electorales, pues no olvidemos que este es uno de los objetivos prioritarios del lawfare: el debilitamiento político y electoral de la formación política contra la que se combate.

El guión del lawfare se viene repitiendo milimétricamente en España tras haber sido utilizado de forma generalizada en América Latina.

Probablemente se incrementará en la medida en que el Gobierno de coalición adopte medidas perjudiciales para los intereses de las oligarquías que nos gobiernan de larga data. El argumentario sobre las supuestas ilegalidades cometidas por Unidas Podemos y la falta de ética de sus dirigentes se repetirá incesantemente para intentar acabar con el Gobierno o al menos expulsar de este a la fuerza política alternativa.

La lectura de esta obra nos acerca a estas realidades desde una visión amplia y general. Nos hace llegar a la conclusión de que los poderes judiciales deben optar entre mantenerse al margen de la confrontación política o asumir una grave crisis de legitimidad y, previsiblemente, enfrentarse a un creciente desafecto popular.

Como bien nos explica la profesora Tirado en su obra, sin duda el lawfare desnuda el carácter de clase de la ley hoy imperante y, en especial, de la justicia encargada de impartirla.
Enrique Santiago Romero

 

Introducción
América Latina y el Caribe en la disputa geopolítica: del Consenso de Washington al «cambio de era»
La manera como se presentan las cosas no es la manera como son; y si las cosas fueran como se presentan, la ciencia entera sobraría. Karl Marx
América Latina y el Caribe (ALC) es un continente en constante efervescencia política. Desde los procesos de independencia del siglo XIX hasta el socialismo del siglo XXI, la región se ha colocado en la vanguardia de los movimientos sociales y políticos por la emancipación humana.

Unos movimientos cuyo impacto ha trascendido las fronteras latinoamericano-caribeñas, llegando a tener resonancia mundial. Así fue con la Revolución cubana que triunfó en 1959, generando una oleada de movimientos que la tomaron como referente, y con experiencias políticas como el Gobierno de la Unidad Popular (UP) de Salvador Allende en Chile, derrocado por un golpe militar en 1973. Ambos son procesos distintos, aunque vinculados por la voluntad de los pueblos latinoamericano- caribeños de luchar para construir su plena soberanía. En ese sentido, no sólo forman parte de un continuo histórico de luchas, sino que comparten la respuesta que se ha dado a todo intento de construcción de una sociedad alternativa en ALC, tuviera un origen insurgente o electoral: los ataques por parte de las oligarquías locales aliadas del imperialismo estadounidense.

 

Detrás de prácticamente todos estos ataques, se encuentra la mano de un actor que muchas veces está en la sombra, pero que, con el paso del tiempo, va dando pistas de su participación en los hechos. Se trata de Estados Unidos de América (EEUU). Sin duda, no puede entenderse la historia de ALC sin analizar el papel que todos los Gobiernos de EEUU han tenido en el decurso de los acontecimientos latinoamericano-caribeños, pues existe un hilo de continuidad que trasciende a todas las Administraciones y convierte las distintas tácticas de demócratas y republicanos en matices que poco se diferencian entre sí. Aunque destacar este hecho supone granjearse la calificación de «conspiranoide» para quienes siguen sin entender cómo funciona el poder en el mundo, lo cierto es que se puede rastrear el accionar estadounidense en todas y cada una de las operaciones encaminadas a derrocar Gobiernos legítimos de ALC. Pero también en las operaciones contrainsurgentes que combatieron a los movimientos populares, armados o no, que se sucedieron en el continente a lo largo de todo el siglo XX y lo que va de siglo XXI.

Estas intervenciones del imperialismo estadounidense en ALC fueron traumáticas, con consecuencias devastadoras para los pueblos del continente. Aniquilaron generaciones enteras de jóvenes -y no tan jóvenes- que eran vanguardia de lucha en sus respectivos países. El terror se apoderó de las sociedades y las inmovilizó durante décadas. EEUU y sus representantes locales tuvieron vía libre para implantar sus políticas neoliberales, que llegaron para pauperizar todavía más a un continente donde convivían obscenamente la más alta opulencia con la miseria más miserable. Llegaron los años de lo que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) denominó «década perdida», por el impacto de recortes, privatizaciones y demás políticas de mercado en el ya de por sí limitado bienestar de los sectores populares del continente. A esta década de los ochenta del siglo XX siguieron los años noventa con las políticas de ajuste del Consenso de Washington. Estas se resumían en disciplina presupuestaria, cambios en las prioridades del gasto público, reformas fiscales a favor de las grandes rentas, liberalización

financiera, comercial, apertura a la inversión extranjera directa (IED), privatizaciones, desregulación y defensa a ultranza de los derechos de propiedad.

La presencia de Gobiernos de centro-derecha favoreció la implementación de estas políticas, que profundizaron lo que la crisis de la deuda y las políticas neoliberales de la década anterior habían iniciado. La supuesta democratización de algunos países no fue suficiente para lograr la democracia económica. El impacto que estas políticas supusieron para los pueblos del continente fue grande y se sumó a un rezago preexistente, heredero del orden colonial. En la ecuación había que añadir la sangría que suponía para las economías latinoamericano-caribeñas la existencia de una deuda eterna que limitaba su desarrollo. Por ejemplo, las transferencias netas de recursos de América Latina y el Caribe a sus acreedores durante la década de los ochenta sumaron 283.000 millones de dólares, sin que esto supusiera una reducción de la deuda, que pasó de 228.000 millones de dólares en 1980 a 442.000 millones en 1990. El continente estaba atrapado macroeconómicamente y las poblaciones arruinadas microeconómicamente, sin un horizonte aparente de solución.

No es de extrañar que el descontento social cristalizara nuevamente, y a pesar de las derrotas previas, en multitud de luchas que se sucedieron a lo largo del continente y que rearmaron a las fuerzas de la izquierda desde abajo, en momentos especialmente difíciles para ellas por la desintegración del bloque del Este y la pérdida de referentes que esto supuso. Mientras en Europa caía el Muro de Berlín en 1989 y en Eurasia implosionaba la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1991, América Latina iniciaba un nuevo ciclo de luchas contra el neoliberalismo. Así, en febrero de 1989 en Venezuela se dio el Caracazo, un estallido social para protestar contra las medidas de subida del transporte incluidas en el paquete neoliberal del presidente Carlos Andrés Pérez.

Esta explosión espontánea se saldó con un número todavía no preciso de muertos y desaparecidos, pero calculado en cientos e incluso miles de personas. Se puede considerar al Caracazo como la primera lucha antineoliberal del continente. Después llegarían otras; como el alzamiento zapatista del 1 de enero de 1994 en Chiapas, el mismo día en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) firmado entre México, EEUU y Canadá, precursor de los acuerdos de liberalization comercial, bilaterales o multilaterales, que EEUU firmaría años después con otros países del continente.

La victoria electoral de Hugo Chávez en diciembre de 1998 no puede separarse de los acontecimientos del Caracazo ni de la lucha social existente en Venezuela desde décadas atrás, incluida la vía guerrillera, por lograr un orden social más justo en un país signado por grandes disparidades sociales a pesar de (o, tal vez, a causa de) su riqueza petrolera. Tras una rebelión militar el 4 de febrero de 1992 para derrocar al Gobierno de Carlos Andrés Pérez y el posterior paso por prisión, Hugo Chávez salió de la cárcel y logró armar un movimiento que aglutinó a distintos sectores de la izquierda y venezolanos descontentos, sin afiliación política previa, contra el orden existente en su país. Su llegada a la presidencia supuso un punto de inflexión en la política institucional de ALC, porque inició un ciclo político favorable a un conjunto plural de fuerzas de izquierdas y/o progresistas.

A la Revolución cubana, que seguía viva a pesar del desplome del «socialismo real», se sumó una nueva revolución en el continente: la Revolución bolivariana. Y también otros Gobiernos como el de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil, Pepe Mujica en Uruguay, Fernando Lugo en Paraguay o Néstor Kirchner y Cristina Fernández en Argentina. Aunque estos Gobiernos eran ideológicamente muy distintos entre sí, compartían en términos generales una apuesta por la defensa de mayores cuotas de soberanía nacional en el ámbito interno, y una defensa de la concertación y la integración latinoamericano-caribeña en el plano internacional. Fueron los «años dorados» de la izquierda y el progresismo latinoamericano-caribeño. América Latina se convirtió en lo que Julio Gambina llamó un «laboratorio de construcción alternativa».

Pero la historia de toda lucha por lograr un orden más justo y democrático en ALC va acompañada de la respuesta de la reacción. La llegada a finales del siglo XX e inicios del XXI de estos Gobiernos de izquierdas, que comenzaron a coordinarse en distintos ámbitos pese a su heterogeneidad, activó a las elites latinoamericano-caribeñas y a sus aliadas en los centros de poder mundiales. No hay más que recordar los intentos de golpes de Estado que padecieron varios de estos presidentes. Bien fuera por la vía de los golpes de tipo clásico, con componente militar (Venezuela, 2002) o policial (Ecuador, 2009), bien por golpes parlamentarios (Honduras, 2009, y Paraguay, 2012), por golpes de otro tipo (Bolivia, 2003) o por golpes que combinaron varios factores (Bolivia, 2019), se trató de poner fin a unas experiencias políticas incómodas para los intereses estadounidenses. Es relevante destacar que la alteración del orden constitucional, por parte del golpismo, se dio contra experiencias radicales, autodenominadas revolucionarias, y también para acabar con experiencias meramente reformistas que se planteaban nada más lograr una tímida democratización institucional y un mejor reparto de recursos, sin cuestionar la propiedad privada de los medios de producción.

A los golpes se unió la pérdida electoral de Gobiernos clave, como fue el caso de Argentina con la victoria de Mauricio Macri en 2015. Pero, además de los propios errores de los liderazgos de las fuerzas progresistas latinoamericanas, que propiciaron sus derrotas electorales, un elemento adicional colaboró en que se diera cierto reflujo de lo que se había conocido como ola rosa: el lawfare. Este aparecía como una lucha legal y neutral contra algunos de los principales líderes de la izquierda latinoamericana, a los que se les abrían procesos judiciales en nombre de

la lucha contra la corrupción y la defensa del Estado de derecho. Pero detrás, como veremos, había turbios intereses no explícitos que conectaban con los históricos intentos de cambio de régimen que han trastocado la geopolítica regional a lo largo del último siglo y medio. El caso más emblemático y exitoso para el poder en las sombras lo constituyó Brasil. El lawfare se inició con el derrocamiento de la presidenta brasileña Dilma Rousseff a través de un impeachment, un juicio político que la sacó de manera cuestionable de la presidencia, pero se activó desde antes con la operación Lava Jato: un escándalo de corrupción que salpicó al gobernante Partido de los Trabajadores (PT). El objetivo final era perseguir al expresidente Lula da Silva y evitar que volviera a postularse a las elecciones. También el lawfare se usó para perseguir a la presidenta argentina Cristina Fernández y al presidente ecuatoriano Rafael Correa, además de para llevar a prisión a su vicepresidente Jorge Glas, entre otros funcionarios de distinto nivel en los respectivos Gobiernos que fueron afectados por esta estrategia.

La preocupación sobre las acciones del lawfare en las democracias latinoamericanas llevó, en noviembre de 2019, al think tank Common Action Forum a aglutinar a una serie de juristas de distintos países para crear en Madrid un Tribunal de Acción Común[2] contra el lawfare. Una iniciativa que surgía ante la multiplicación de casos de enjuiciamiento y persecución a varios exmandatarios latinoamericanos. Su presidente, el jurista argentino Eduardo Barcesat, declaró en diciembre de 2019, con una claridad meridiana: [...] detrás del lawfare en Argentina, Brasil, Ecuador, como detrás del golpe en Bolivia, hay una estrategia impuesta por los poderes fácticos, la academia militar de Estados Unidos y esos intereses económicos que ellos protegen para apropiarse de las riquezas y recursos nacionales e imponer que la obra pública vaya a empresas estadounidenses en vez de a competidores como empresas e inversores de China aunque ofrezcan precios y condiciones de pagos más ventajosos que los estadounidenses].

Uno de los propósitos de este libro es, precisamente, destacar los aspectos geopolíticos que son fundamentales para entender por completo el lawfare y que raramente se encuentran en los análisis. Nos parece imprescindible dimensionar el lawfare como un arma al servicio de la reconfiguración de la correlación de fuerzas en este sistema internacional de pos-Guerra Fría en el que EEUU ve su hegemonía declinar. Por eso, es fundamental contextualizar el lawfare en la guerra que la potencia hegemónica, EEUU, emprendió contra el mundo para mantener su dominio desde que ganó la Segunda Guerra Mundial. Una guerra que, como se verá, ha ido mutando en sus concepciones, tácticas y operativos, pero que, en esencia, tiene un mismo objetivo estratégico: ejercer el dominio hegemónico sobre el resto de países del sistema internacional para poder controlar los recursos imprescindibles en aras de la perpetuación de la maquinaria capitalista.

Desde un punto de vista bélico, neutralizar al enemigo (o aniquilarlo, si es preciso) en el ámbito internacional es clave, máxime en un sistema internacional en transición geopolítica, con una hegemonía estadounidense mermada desde hace años y un capitalismo en crisis cíclicas que muestran los límites de su reproducción. Y hacerlo de manera que no se pueda desatar una Tercera Guerra Mundial, con el peligro de aniquilación mutua que esta conllevaría debido al potencial nuclear y las armas de destrucción masiva, parece mucho más inteligente que la confrontación frontal entre potencias. De ahí también todas las estrategias de guerra económica y su protagonismo en ascenso. La competencia creciente que EEUU ha experimentado después de cierto momento de unipolaridad tras la implosión de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría supone un desafío para su papel de hegemón. De hecho, desde hace ya décadas los propios analistas estadounidenses vienen reflexionando sobre el declive hegemónico de EEUU, acelerado por el auge o reemergencia de grandes potencias como China o la Federación de Rusia, cuya presencia en los intercambios comerciales o en el escenario político es creciente en América Latina y el Caribe. Entender este marco de análisis es imprescindible para comprender el fenómeno del lawfare como una herramienta más en la disputa geopolítica mundial.

Por otra parte, el lawfare es a su vez una etapa más de una contrainsurgencia de largo aliento contra los líderes políticos, Gobiernos, partidos o movimientos sociales que apuestan por una ALC soberana e independiente de los dictados estadounidenses. Una línea de continuidad histórica reaccionaria que se puede rastrear y que es la cara B del «hilo rojo» de la historia que suponen las luchas sociales y políticas por la emancipación. Este hilo reaccionario, para ser más efectivo, ha tomado distintas formas a lo largo de las décadas y se ha aplicado a fuerzas políticas y presidentes diversos. De origen militar, el lawfare -como otras estrategias contrainsurgentes- se enmarca en un paraguas más amplio de aplicación de guerra psicológica dirigida a conquistar o recuperar el poder perdido por las fuerzas reaccionarias, pero también a convencer a los pueblos a través de sus «mentes y corazones» de lo correcto de las políticas neoliberales sobre las que se erige el capitalismo actual. Una guerra psicológica que ha mutado para adaptarse a los nuevos tiempos, ampliándose a ámbitos como las redes sociales y combinándose con otras tácticas de cambio de régimen novedosas (sin perder de vista las prácticas tradicionales de subversión enmarcadas en la guerra política diseñada en tiempos de la Guerra Fría). Esta mezcla de elementos psicológicos con otras modalidades bélicas, tácticas u operativas en la guerra asimétrica es lo que se ha denominado en los últimos años guerra híbrida.

Asimismo, es relevante destacar que la guerra, al contrario de lo que mucha gente entiende por ella, no es solamente un conflicto bélico abierto entre dos partes que se agreden mutuamente sobre el terreno con disparos, tanques o desde aviones que lanzan bombas (guerra cinética). No, la guerra es algo mucho más sofisticado y tiene múltiples caras, algunas difícilmente identificables para quienes no están en el campo de batalla padeciendo las consecuencias. E, incluso, las características de la guerra actual hacen que personas puedan estar en medio de una guerra sin percatarse. Sin embargo, que no veamos de manera directa sus muertes o que sus asesinatos sean más simbólicos que reales no le quita el carácter bélico ni la estrategia de aniquilamiento del enemigo que hay detrás de todo ello. El énfasis que se hace en el libro a la hora de contextualizar el marco bélico, teórico y práctico en el que se desarrolla el lawfare tiene por objeto dejar claro que el capitalismo vive en una guerra de clases perpetua, que va mutando, pero que nunca descansa. Una guerra de espectro completo que trata de disciplinar a quienes se rebelan contra su orden, dominio e imposición.

La aplicación de estrategias novedosas en esta guerra perpetua, como el lawfare, demuestra que ALC es una de las regiones del mundo más disputadas por los intereses de los distintos imperios. De hecho, autores como Atilio A. Boron han destacado que es la región del mundo más importante para EEUU, a contracorriente de cierta academia que se ha empeñado en restar relevancia a este interés geopolítico, algo reconocido en los propios documentos estratégicos de EEUU. Además, pone sobre la mesa la importancia para este país de dominar a los Estados del Sur global. Como explica el jurista Raúl Zaffaroni, la degradación de los precarios Estados de derecho del Sur es funcional a los intereses del Norte, así como lo es su corrupción y el desbaratamiento de sus instituciones], y de eso va precisamente el lawfare. Sin embargo, aunque los últimos avances y éxitos estadounidenses en la región pudieran hacernos pensar que el imperialismo es invencible, la experiencia histórica refuta este punto.

La Guerra de Vietnam o la incapacidad de controlar la situación en Iraq o Afganistán son muestras de ello, así como la imposibilidad por parte del imperialismo de asir todos los resquicios de las sociedades y los sujetos que pretende dominar, o la incapacidad a la hora de disciplinar incluso a su mismo personal militar y de inteligencia, como lo demuestran los casos de Chelsea Manning y Edward Snowden. La persistente insurgencia de los pueblos latinoamericano-caribeños también es muestra fehaciente de su relativa impotencia; su notorio fracaso a la hora de derrocar a las revoluciones de Cuba y Venezuela, que siguen resistiendo a pesar de los ataques inclementes de los últimos años, es sólo un ejemplo. De hecho, la innovación en las estrategias de dominación demuestra la necesidad de subsanar lo poco efectivo de las anteriores.

No obstante, el lawfare es un asunto que excede los marcos regionales latinoamericano-caribeños. En el Estado español también se ha empezado a escuchar cada vez más este término, primero por lo que estaba sucediendo en América Latina, luego por las acusaciones de judicialización de la política en el caso del conflicto catalán y, después, por los enfrentamientos del poder judicial con el Gobierno del Estado. Sería debatible, pero no objeto del análisis de este libro, establecer hasta qué punto las condenas contra los líderes del independentismo catalán se enmarcan tal cual en una estrategia de lawfare; quizá sólo sean parte de la lógica de un Estado que judicializa un problema político para evitar dar legitimidad a los actores del otro lado o quizá sólo movimientos endógenos que responden a un activismo judicial por parte de una elite, la judicial, que se siente en la obligación de actuar frente a la supuesta inacción política del Gobierno ante la «ruptura de España». Lo cierto es que este no ha sido el único caso bajo la sombra de la sospecha. Los movimientos del poder judicial días antes de la investidura de Pedro Sánchez, en enero de 2020, fueron leídos por algunos analistas como el anuncio del lawfare que iba a caracterizar la legislatura.]. En las primeras semanas del Gobierno de Pedro Sánchez, hubo varios encontronazos con el poder judicial que hicieron saltar las alarmas de quienes consideran que en España se observan atisbos de una juristocracia que está empezando a emerger para hacer oposición política. Los pronunciamientos contrarios a la designación de la fiscal general Dolores Delgado o el comunicado de la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) pidiendo al vicepresidente Pablo Iglesias «moderación, prudencia y mesura» por unas declaraciones en las que hablaba de la humillación de los tribunales europeos a los jueces españoles por el tema catalán fueron dos de las muestras incipientes sobre el desencuentro entre el poder judicial y el Gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos (UP). Además, la no renovación del CGPJ, manteniendo la composición existente durante la mayoría absoluta del PP, fue interpretada como una manera de mantener un espacio de influencia política para hacer oposición al nuevo Gobierno desde la justicia[n], pues el CGPJ tiene en sus manos la elección de los jueces del Tribunal Supremo, al presidente de la Audiencia Nacional y sus salas, así como de otros tribunales.

Después se sumaron otros elementos que implicaban causas judiciales contra líderes de Podemos -por ejemplo, el conocido como «caso Dina» por el que se trató de encausar al vicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias- o las constantes causas sobre la supuesta financiación irregular de Podemos que persiguen al partido desde prácticamente su creación. Sobre todo tras su entrada en el Gobierno de España, los líderes de Podemos, igual que antes lo hicieron los líderes del independentismo catalán, empezaron a usar el término lawfare para referirse a lo que consideraron una persecución judicial por motivos políticos dirigida a desacreditar su imagen y manipular a la opinión pública, con el propósito final de desestabilizar el primer Gobierno de coalición de la izquierda desde la Segunda República española. Una lectura de los hechos que ha sido rechazada y hasta ridiculizada desde algunos medios, calificando el uso del lawfare como un «eufemismo con el que barnizar de intelectualidad la tesis de que hay un entramado oscuro que busca su perjuicio». Este tipo de argumentación se encuentra con frecuencia en quienes se niegan a aceptar la existencia de redes de poder, visibles y en la sombra (a veces vinculadas a las famosas cloacas del Estado), que pueden llegar a operar, y operan, de manera coordinada frente a sus enemigos políticos. Y esto se aplica para todos los casos en los que dicho poder ve en peligro sus intereses, sean independentistas catalanes, sean políticos de una izquierda española que se percibe como no controlable, sean exmandatarios latinoamericanos. La crítica política a cualquier actuación judicial se considera, asimismo, una intromisión inaceptable en la justicia y un cuestionamiento de la imparcialidad de quienes tienen que impartirla. Pero quizá uno de los problemas de fondo a la hora de abordar las relaciones entre lo político y lo judicial sea eludir que, aunque no se reconozca abiertamente, la justicia está sometida a influencias y presiones políticas. Según la Constitución Española, en su artículo 127.1, los miembros del poder judicial no deben tener adscripción política durante su vida profesional activa: «Los Jueces y Magistrados, así como los Fiscales, mientras se hallen en activo, no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos. La ley establecerá el sistema y modalidades de asociación profesional de los Jueces, Magistrados y Fiscales». Además, según el 127.2: «La ley establecerá el régimen de incompatibilidades de los miembros del poder judicial, que deberá asegurar la total independencia de los mismos». Lo cierto es que todo el mundo sabe que cualquier juez, fiscal o magistrado tiene su propia ideología, aunque no la haga explícita con un carné de un partido o un sindicato. No le hace falta, puede saberse por las sentencias que dicta o por las asociaciones profesionales que elige para agruparse. No digamos ya cuando es propuesto para determinados cargos por el Gobierno de turno, lo cual demuestra claramente que está en la órbita de, cuando menos, ciertas ideas. Por no entrar en la pertenencia de muchos jueces y juezas a sectas religiosas que imponen determinados comportamientos morales, como el Opus Dei o los Testigos de Jehová. Detrás de la independencia judicial se trata de vender un apoliticismo y una neutralidad que no es tal. Afirmar esto no significa cuestionar la independencia judicial, sino asumir que los miembros del sistema judicial son seres humanos como cualesquiera otros, con ideas propias sobre el mundo y simpatías o antipatías políticas que pueden condicionar el ejercicio de su labor. Creer lo contrario es creer que la justicia es aplicada en el mundo terrenal por ángeles inmaculados que provienen de un lugar etéreo en el que no se contaminan con ningún prejuicio, ideología o idea previa.

Como toda elite que se precie, el poder judicial tiene una autopercepción con tintes que podrían considerarse mesiánicos, una conciencia de trascendencia de sus acciones que se contrapone a la contingencia política y que los ha llevado en determinados momentos a extralimitarse de sus funciones meramente legales, adentrándose en un activismo judicial que rebasa límites e invade el ámbito de lo político. Sin embargo, toda crítica que se pueda hacer al papel de jueces y juezas se topa con un férreo corporativismo que presenta dicha crítica como una impugnación a uno de los tres pilares fundamentales del poder del Estado. Parece que criticar actitudes en jueces y juezas supone cuestionar la esencia misma de la separación de poderes de las democracias liberales. Es paradójico que vivamos en una sociedad donde nadie duda de lo conveniente de fiscalizar el papel del ejecutivo o el legislativo, pero en el que poca gente se atreve a cuestionar el ejercicio que desempeña el poder judicial, como si este estuviera ungido de cualidades supranaturales que le eximieran de toda mácula. El corporativismo, sustentado en aspectos supuestamente técnicos, no logra enmascarar un blindaje a la crítica que tiene poco de democrático.

No es de extrañar, pues este ha sido el comportamiento de las elites desde tiempos inmemoriales.

De hecho, algo que seguramente tiene en común esa juristocracia española con la latinoamericana es el carácter de clase. Salvando las distancias existentes entre realidades con estructuras sociales diferenciadas por su propia idiosincrasia histórica, política y antropológica, lo cierto es que quienes se dedican al ámbito jurídico suelen provenir de sectores sociales privilegiados. Los propios filtros de un sistema educativo excluyente, incluso en el caso del Estado español, unido a lo prohibitivo, para las familias de origen obrero, de mantener a hijos opositando durante años a juez o fiscal, da como resultado una judicatura con una composición de clase proveniente de las elites o de sectores acomodados. Una judicatura que, en el caso español, ha heredado una cultura conservadora por la endogamia de clase y un origen vinculado al régimen franquista que antecedió a la democracia. Este elemento de clase, generalmente omitido o ignorado, explica en buena medida, y todavía más en el caso de las polarizadas sociedades latinoamericano-caribeñas, la visión del mundo, los valores e, incluso, las preferencias políticas de los miembros de una judicatura que pertenece a una elite social que vive en realidades muy alejadas de la mayoría del pueblo. Seres que, como veremos, no son apolíticos ni neutrales, sino que se han convertido en activos actores del conflicto político desde una posición elevada de la sociedad. Y que, en sociedades tan profundamente separadas por abismos de clase, como las de la mayoría de los países de América Latina y el Caribe, se hace todavía más patente.

Por tanto, tampoco se puede desligar el lawfare de la guerra global de clases, parafraseando al canadiense Jeff Faux. Desde su surgimiento, el derecho ha sido usado por los poderosos como un instrumento más para apuntalar su dominio de clase y garantizar que las relaciones de poder existentes no se vieran afectadas por la ley sino todo lo contrario. Esto no es ninguna novedad. Lo diferencial es que en la actualidad la clase dominante está utilizando la ley de una manera más sofisticada. En este sentido, el lawfare es una herramienta más al alcance de quienes mandan en el mundo, ayudados por sus operadores políticos, económicos o judiciales, para seguir perpetuando sus privilegios en un orden económico injusto y desigual. La clase, esa maldita clase que algunos quieren borrar siempre del análisis, al final está detrás de todo.

Por último, es importante destacar que este no es un libro de Derecho ni está escrito por una especialista en Derecho, sino por una politóloga del ámbito de las Relaciones Internacionales y los Estudios Latinoamericanos, que desarrolla parte de su carrera en la investigación sobre la geopolítica y ejerce docencia en ciencia política. Esto implica que, quien busque un manual legislativo o un abordaje especialmente técnico en ese sentido, seguramente se llevará una gran decepción al toparse con estas páginas. La perspectiva de análisis, sin duda, trata el tema legal, pero no se circunscribe a él, pues creemos que, para dimensionar el lawfare, hay que insertarlo en unas coordenadas de comprensión que proporcionan otras disciplinas de conocimiento que van desde la economía política hasta la historia, pasando por la geopolítica o la ciencia política. Dejamos a los especialistas en el área el trabajo de indagación en los detalles técnicos más relacionados con el procedimiento legal con el que se despliega el lawfare en cada uno de los escenarios. A nosotros nos corresponde dar un panorama general que permita entender por qué surge, cómo opera, de qué mecanismos se sirve y qué impactos tiene en las sociedades y en el sistema internacional actual.

No nos interesa el mero estudio de la ley por la ley, como unas tablas pétreas y sagradas, sino, más bien, ver qué es la ley como expresión de una correlación de fuerzas social en un momento histórico determinado. Bajo la creencia de que la ley es el resultado de un producto histórico que sirve siempre a unos intereses determinados, igual que quienes la aplican, no pretendemos guardar pleitesía al poder judicial. Frecuentemente, las críticas a este poder se han presentado como un ataque a uno de los pilares del Estado, acusando a quien las esgrime de no respetar la «independencia de poderes». Pero no se trata de eso, se trata de someter a fiscalización al único poder que, en la mayoría de países, con algunas excepciones como la Bolivia de Evo Morales, no se somete a elecciones. Por tanto, debería ser preocupación acuciante, empezando por aquellos que dicen defender el Estado de derecho, poner una lupa sobre un poder que no puede ser removido por el voto popular y que debería poder escrutarse como el resto. Porque, además, como reflexiona Pierre Bourdieu, «el Derecho no es lo que dice ser, lo que cree ser, es decir, algo puro, completamente autónomo, etc. Pero el hecho de que se crea tal, y que logre hacerlo creer, contribuye a producir unos efectos sociales completamente reales; y a producirlos ante todo entre quienes ejercen el Derecho». Ojalá este libro ayude a poner algo de claridad y nitidez en medio de tanto espejismo.