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2020 Dic 1 Rabia. Bob Woodward.
Tras completar la redacción de este libro sobre el presidente Trump, me sentí agotado. El país estaba en pie de guerra. El virus estaba descontrolado. La economía estaba en crisis, con más de cuarenta millones de desempleados. La gente tenía una clara sensación de que imperaban el racismo y las desigualdades. No se veía el fin de todo aquello, y desde luego no había un camino evidente que seguir.
Volví a pensar en la conversación con Trump del 7 de febrero, cuando había mencionado que había «dinamita detrás de cada puerta» y que una explosión inesperada podría cambiarlo todo. Aparentemente pensaba en algún evento externo que pudiera afectar a su presidencia.
Pero ahora he llegado a la conclusión de que la «dinamita detrás de cada puerta» estaba bien a la vista. Era el propio Trump. Su desmesurada personalidad. La incapacidad para organizar. La falta de disciplina. La falta de confianza en las personas que él mismo ha elegido, en los expertos. Los ataques o los intentos de ataque a tantas instituciones nacionales. El no conseguir inspirar calma, aportar remedios. Su negativa a reconocer cualquier error. A escuchar a los demás. A elaborar un plan.
Mattis, Tillerson y Coats eran personas conservadoras o apolíticas que querían ayudarle a él y al país. Hombres imperfectos que habían respondido a la llamada del servicio público. No eran el estado profundo. Sin embargo, los tres fueron despedidos con palabras crueles por parte de su líder. Llegaron a la conclusión de que Trump era una amenaza inestable para su país.
Trump decía que la gente del servicio de inteligencia tenía que volver al colegio. Que los generales eran tontos. Que los medios daban solo fake news. Trump se había pasado muchos años desautorizando a todo el que le desafiara. No solo con sus rivales, sino también con los que trabajaban para él, y con la opinión pública estadounidense.
Y ahí estaba el problema: al desautorizar a tanta gente no solo había conseguido socavar la confianza del público en ellos, sino también la confianza de la gente en él. Y eso se hizo evidente cuando el país necesitaba sentir que el gobierno sabía lo que hacía, al enfrentarse a una crisis sanitaria sin precedentes.
Probablemente Jared Kushner, el yerno de Trump, tenía más razón de lo que creía al decir que comprender a Trump significaba comprender a Alicia en el País de las Maravillas.
Trump hablaba mucho. Casi sin parar. Tanto, que había quitado fuerza al micrófono de la presidencia y al púlpito de las acusaciones, y que ya era demasiada gente la que había dejado de confiar en lo que decía. Parecía provocar una rabia incesante en más de la mitad del país, y daba la impresión de que disfrutaba con ello.
Pensé en Robert Redfield, que sabía que la lucha contra el virus no llevaría seis meses o un año, que sería cosa de dos o tres. En Trump, repitiendo una y otra vez que el virus desaparecería por sí solo. Y lo duro que había sido para los responsables de sanidad no alejarse demasiado del mensaje del presidente.
Pongo el punto final a este libro convencido de que durante el mandato de Trump puede pasar prácticamente cualquier cosa; la que sea. Muchas cosas podrían ir mucho mejor, o peor, o mucho peor. Es poco probable que muchas cosas vayan mucho mejor. De momento, en pleno verano, lo que más condiciona su gobierno es el virus, la economía y las divisiones políticas internas. Y esas divisiones internas están en su nivel máximo.
La concentración de poder en la figura del presidente ha ido potenciándose en las últimas décadas, y podría alcanzar su récord histórico con Trump, que lo usa especialmente para dominar a los medios.
Trump ha usado palabras muy duras, que en muchos casos han llegado a incomodar incluso a sus partidarios. Pero no ha impuesto la ley marcial, ni ha dejado la Constitución en suspenso, pese a lo que predecían sus oponentes. Él y su fiscal general, William Barr, han recurrido en diversas ocasiones a interpretaciones forzadas de la ley. Innecesariamente, a mi modo de ver.
Usar el sistema judicial para recompensar a amigos o para buscar una revancha ante los enemigos es algo mezquino y nixoniano. A veces puede parecer que el gobierno constitucional se tambalea, y de hecho podría cambiar de la noche a la mañana. Aun así, la democracia ha resistido. Pero ha fallado el liderazgo. ¿Qué es lo que quería lograr Trump? ¿Cuáles eran sus objetivos? Con demasiada frecuencia daba la impresión de que ni él mismo lo sabía. Las decisiones que tomaba por Twitter, en muchos casos sin avisar siquiera a los encargados de ejecutar sus políticas, eran uno de los grandes barrenos de dinamita que tenía el país detrás de la puerta.
Sus relaciones y su correspondencia con el líder norcoreano Kim Jong-un, recogidas aquí en detalle, no seguían las normas de juego habituales en política exterior. Pero tal como afirma Trump repetidamente, al menos no ha habido guerra. Y eso fue todo un logro. Siempre hay que dar una oportunidad a la diplomacia. Puede que valiera la pena. Lo que no podemos saber es cuál será el paso siguiente. ¿Es sostenible la promesa mutua de lealtad de Trump y Kim, esa «película de fantasía», a medida que aumentan las amenazas de Kim?
«Ya lo veremos», como suele decir Trump.
La presencia constante del yerno de Trump, Jared Kushner, siempre en la sombra, es otro imponderable. El papel de Kushner, muy competente pero en muchos casos sorprendentemente desorientado, es inquietante.
¿Es que no había nadie más que pudiera hacer de jefe de gabinete? Los amigos de Trump son en su mayoría gente rica y con una alta posición social, como él. O gente a quien le gusta hablar por teléfono de noche. ¿Es que no tenía ningún amigo de verdad que compartiera su interés por gobernar y que pudiera colaborar con él?
Muchos decían que el senador Lindsey Graham, el que fue el primer amigo de Trump en el Senado, había sido un servidor sumiso del presidente, pero lo cierto es que a veces le dio sabios consejos y le insistió en que trazara una estrategia clara.
El 28 de enero de 2020, cuando los asesores de seguridad nacional de Trump le advirtieron de que el virus sería —no que podría ser, sino que sería— la mayor amenaza a la seguridad nacional durante su presidencia, hubo que reiniciar la maquinaria del gobierno. Fue una previsión detallada, apoyada en datos y experiencias previas, que desgraciadamente se confirmó. Los presidentes son el poder ejecutivo. Era necesario advertir. Escuchar, planificar, y tomar medidas.
Durante mucho tiempo, Trump dio evasivas, como tantos otros, y dijo que el virus era preocupante, pero todavía no, había tiempo. Había buenos motivos para apostar por ambas cosas, pero hubiera tenido que mostrar una posición más decidida y abierta. Gobernar casi siempre entraña riesgos. El virus —«la plaga», como lo llama Trump— sumió a Estados Unidos y al mundo en una crisis económica que puede acabar siendo no una simple recesión, sino una depresión. Es toda una crisis financiera, que ha dejado decenas de millones de parados. La solución de Trump es intentar repetir lo que él considera que fue su milagro económico en tiempos anteriores al virus. Los demócratas, los republicanos y Trump acordaron invertir al menos 2,2 billones de dólares en la recuperación, lo que supondrá problemas en el futuro, con el aumento del déficit. El coste en vidas humanas ha sido casi inimaginable: en julio habían muerto más de 130 000 estadounidenses, y aún no se veía el final del túnel.
Los arraigados odios de la política estadounidense salieron a la superficie durante los años de Trump, que los avivó y que no hizo ningún esfuerzo por buscar la conciliación y la unión del país. Tampoco lo hicieron los demócratas. Trump se sentía traicionado por los demócratas, que se sentían traicionados por Trump. Las barreras entre unos y otros no hicieron más que volverse más altas y más gruesas.
Mis diecisiete entrevistas con Trump presentaban un desafío. Él había denunciado que Miedo, el primer libro que había escrito sobre él, faltaba a la verdad, que era una «estafa» y una «broma», y me había llamado «agente de los demócratas». Varios de sus allegados le dijeron que el libro era honesto, y Lindsey Graham le aseguró que yo no pondría en su boca palabras que no fueran suyas, y que haría un relato lo más preciso posible.
Por motivos que no entiendo del todo, Trump decidió que cooperaría. Pensaría que se convertiría en una fuente fiable. En ocasiones es fiable, en otras nada fiable, y en muchos casos se mezclan ambas cosas. He intentado guiar al lector lo mejor que he podido. Pero las entrevistas muestran que vacilaba, prevaricaba y que a veces esquivaba sus responsabilidades como líder del país a pesar de su retórica de «solo yo puedo arreglarlo». Estados Unidos y el mundo entero sabe que Trump es una presencia imponente. Le encanta el espectáculo.
Trump es una paradoja viva, capaz de mostrarse amigable y encantador. También puede ser salvaje, y puede llegar a tratar a la gente de un modo inimaginable.
En tiempos de crisis, el plano operativo se vuelve mucho más importante que el político o el personal. Para decenas de millones de personas, el relato optimista americano se ha convertido en una pesadilla.
Mi esposa, Elsa Walsh —que ha trabajado durante años como reportera en el Washington Post y luego en la redacción del New Yorker— y yo hemos dedicado muchísimas horas a repasar la historia de la presidencia de Trump, discutiendo intensamente durante el último año. Nos preguntábamos: ¿cuál era la solución, la trayectoria que habría podido seguir? ¿Era posible hacerlo mejor?
Elsa sugería tomar como modelo a un presidente anterior que hubiera hablado directamente al pueblo de Estados Unidos, sin el filtro de los medios, no solo en tiempos de incertidumbre, sino durante una gran crisis. El modelo era Franklin D. Roosevelt. En sus doce años de presidencia, FDR había emitido treinta «charlas junto a la chimenea». Entre sus colaboradores y el público había mucha gente que pedía más. FDR dijo que no. Era importante para él limitar sus discursos a los momentos importantes, hacer que fueran excepcionales. También declaró que le habían supuesto un gran trabajo, y que en muchos casos había tenido que prepararlos personalmente durante días.
Los discursos vespertinos por radio abordaban los asuntos más duros que afectaban al país. Con un tono de voz tranquilo y convincente, explicaba cuál era el problema, qué estaba haciendo el Gobierno al respecto, y lo que esperaba del pueblo.
En muchos casos el mensaje era desalentador. Dos días después del bombardeo japonés por sorpresa a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, FDR habló a la nación: «Debemos compartir las malas noticias y las buenas noticias, las derrotas y las victorias, el destino cambiante de la guerra. De momento, todas las noticias han sido malas. Hemos sufrido un duro revés. No solo será una guerra larga; será una guerra dura». Era cuestión de supervivencia. «Ahora luchamos por conservar el derecho a vivir entre nuestros vecinos del mundo, en libertad y con dignidad.»
FDR invitó a que todo el pueblo estadounidense se apuntara: «Estamos todos en esto. Cada hombre, cada mujer y cada niño tiene su papel en la tarea más tremenda a la que se ha enfrentado nunca América». Japón había infligido graves daños a Estados Unidos, y la lista de bajas acabaría siendo larga. La industria de guerra tendría que trabajar siete días a la semana.
«Tenemos por delante un duro trabajo —un trabajo agotador—, día y noche, cada hora, cada minuto.» Y sacrificios, lo cual suponía un «privilegio». Japón se había aliado con los gobiernos fascistas de Alemania e Italia. FDR quería una «gran estrategia» de país.
Unos meses más tarde, en otra charla junto al fuego, les pidió a los estadounidenses que sacaran un mapa del mundo y que siguieran sus explicaciones sobre los motivos por los que tenían que combatir más allá de las fronteras del país. «Vuestro gobierno confía plenamente en vuestra capacidad para oír lo peor, sin que os estremezcáis ni perdáis el ánimo.»
Durante casi cincuenta años, he escrito sobre nueve presidentes, desde Nixon a Trump: el 20 por ciento de los 45 presidentes de Estados Unidos. Un presidente debe estar dispuesto a compartir lo peor con su pueblo, las malas noticias, igual que las buenas. Todos los presidentes tienen la obligación de informar, advertir, proteger, definir objetivos y buscar el interés nacional. Deberían mostrar una respuesta honesta ante el mundo, especialmente en tiempos de crisis. Trump, en cambio, ha dado prioridad a sus impulsos personales, convirtiéndolos en principios de gobierno durante su presidencia.
Examinando el desempeño que ha hecho de su cargo como presidente durante todo el mandato, solo puedo llegar a una conclusión: Trump no era el hombre indicado para este trabajo.
Nota a los lectores
Casi todas las entrevistas para este libro se realizaron aplicando la norma de base del periodismo del deep background (información con atribución reservada). Eso significa que toda la información podía ser usada, pero sin mencionar las fuentes. El libro se ha elaborado a partir de cientos de horas de entrevistas con fuentes de primera mano y testigos presenciales. Casi todos me permitieron grabar las entrevistas. En el caso en que atribuyo citas directas, ideas o conclusiones a alguna fuente, esa información procede de la persona, de algún colega con información directa o del Gobierno, o de documentos personales, agendas, correos electrónicos, apuntes de reuniones u otros documentos.
Para la elaboración de este libro entrevisté al presidente Trump diecisiete veces. En un caso, tomé notas, y las otras dieciséis conversaciones fueron grabadas con su permiso.
En: Woodward Bob. Rabia. Barcelona, España. Roca Editorial de Libros. 2020. 647 págs.