2004 Sep La ley en el pensamiento griego. Jacqueline de Romilly,
El legislador y su misión
Grecia hacía un culto del respeto a los grandes legisladores legendarios. Por tales se entendían sabios u hombres de inspiración a quienes había sido confiado el cargo de establecer la legislación de una ciudad, en bloque y de manera soberana; tal era el rol que se proponían los filósofos buscando definir un Estado ideal. Pero los ciudadanos ordinarios, al proponer una ley única en un sistema que ya existía. asumían un poco de la majestad de ese rol y un poco, también, de las responsabilidades que le estaban ligadas. De allí que encontremos, en los alegatos antiguos, tantos elogios a Solón mezclados con tantos ataques a los autores de las malas leyes.
Prefacio
Siempre celosos de su independencia, los griegos proclamaban con orgullo su obediencia a las leyes; de hecho, no buscaban definir sus derechos y libertades respecto de la ciudad a la que pertenecían y con la que se identificaban, sino que pedían que ésta fuera regida por una regla propia y no por un hombre. De este modo la ley era soporte y garante de toda su vida política y, a través de ella, pretendían oponerse tanto a la anarquía de la vida salvaje cuanto a la sumisión de pueblos que, como los persas, se doblegaban ante el arbitrio de un príncipe.
Mas esta ley, de la que estaban tan orgullosos, asumía únicamente ese rol por el hecho de haber sido creada por ellos y extraer su poder de un consentimiento inicial. En otras palabras, no tenía garante que pudiese invocar. La ley griega no era, como la judía, por ejemplo, una ley revelada; había nacido de convenciones y de costumbres humanas, y los griegos no lo ignoraban.
Esta doble circunstancia suscitaría reflexiones, debates, ataques y justificaciones, lo que explica, en gran parte, la cantidad e importancia de los textos griegos relativos a la ley. Además, la reflexión fue estimulada por el hecho de que en la Atenas del siglo V, con el florecimiento del pensamiento crítico y la influencia de los sofistas, todos los valores y todas las nociones fueron analizados, definidos y cuestionados, en un esfuerzo intelectual sin par. De este movimiento las ideas salieron clarificadas y mejor ubicadas. La idea de la ley corrió igual suerte y la crisis que padeció ayudó mucho a definir sus alcances.
Esta crisis, capital para la historia de la ciudad griega como para la de las doctrinas políticas en general, constituye el tema de este libro. Y el mero enunciado de este tema puede permitirnos, desde ya, definir sus límites y su espíritu.
Ante todo no constituye éste un estudio de carácter jurídico: no examina las leyes, sino la ley; y los griegos eran demasiado filósofos como para que ello no implicase un análisis de su naturaleza, de sus fundamentos y de su rol, en relación con los problemas éticos y metafísicos.
Pero, asimismo, este libro está enteramente centrado en la ley política, la ley de la ciudad. Pues ella es la que fue cuestionada y defendida en el siglo V, y no la ley del mundo o la ley moral, nociones éstas que no se encontrarán aquí más que de manera rápida y accesoria, y en la medida en que las leyes escritas se diferencien de ella o se inspiren en ella. Ésta es la diferencia de orientación entre este libro y la mayoría de los estudios anteriores dedicados a la noción de ley en Grecia.
Limitado al análisis de la reflexión griega sobre las leyes de la ciudad, el libro se esfuerza por seguir su desarrollo paso a paso.
Dos rasgos parecen, en efecto, caracterizar el pensamiento griego de la época clásica.
El primero es que la reflexión se elabora, por así decirlo, en común: la participación directa y profunda en la vida de la ciudad supone o suscita una relación estrecha entre las personas; al mismo tiempo, ya fuera durante las charlas al aire libre y las reuniones, ya por intermedio del teatro y de los discursos, las ideas eran constantemente comunicadas y habladas. Esto tiene por resultado que todos los autores atestiguan el curso de una meditación común, y que se trate de historiadores o de poetas trágicos, de filósofos o de oradores. En Grecia, la especialización de las áreas no existe, y el desarrollo de las ideas recorre todos los caminos del pensamiento. Por ello se encontrarán aquí, al lado de autores como los presocráticos o Platón y Aristóteles, textos de Heródoto y de Tucídides, de Eurípides o de Aristófanes, de Andócides o de Demóstenes.
Esta puesta en común de la reflexión le da un segundo carácter, que es el de ser continua. La estrecha relación que existía entre la reflexión abstracta y la experiencia política le aseguraba a la primera la continuidad de la segunda; y, en la ciudad, los temas eran tan ampliamente conversados como para que hubiese siempre un autor para retomar la cuestión, lanzar una idea nueva, proseguir y precisar. Incluso luego del naufragio de tantas obras, esta continuidad se mantiene legible.
Así pues, en lo que concierne a la ley política, es fácil reconocer las grandes líneas de una evolución que dibuja una verdadera aventura intelectual. Tras los orgullos ingenuos que acompañan el descubrimiento de la ley y de sus privilegios, se ve despuntar una serie de dificultades: todas ellas aparecen durante el siglo V. Se presentan allí en un orden creciente de gravedad, ya que culminan con la crisis moral que coincide con la de la ciudad y con la ruina del imperio ateniense. En el presente libro, ocupan los capítulos II al V. Pero desde el siglo V, por supuesto, habían surgido tentativas de respuestas y de justificación. La más ilustre es la de Sócrates, que Platón sitúa en el momento de la muerte del filósofo, es decir, en la bisagra entre los siglos V y VI. De ella se ocupa el capítulo VI y sirve, de algún modo, como vuelta de página. En efecto, esta respuesta, tal como la expresa, entre otros, el Critón, es todavía un pensamiento encuadrado dentro de la ciudad. Por el contrario, durante el siglo IV la ciudad, ya debilitada, no polariza más los intereses de todos; y las defensas de la ley que, por una suerte de reacción, se vuelven cada vez más sistemáticas, se inspiran todas en el deseo de reformar la ciudad, más o menos profundamente, según los autores. Esas defensas ocupan los capítulos VII a XI. El último está dedicado a Platón, con quien las leyes recuperan, reforzada, su majestad inicial, en la medida en que se vuelven una expresión de la ciencia del bien y en que son las leyes ideales de un Estado igualmente ideal.
Una aventura intelectual de contornos bien definidos, con su crisis y su resurgimiento, se inscribe, pues, en la serie de los testimonios. Por eso se intentó aquí restituir sus etapas con la mayor fidelidad posible.
Ello acarreó dos dificultades en el método adoptado: la primera fue la cantidad de citas. En efecto, para que la aventura se desarrollara ante el lector de manera realmente objetiva, era importante que los textos “hablaran” unos tras otros: incluso los detalles de la expresión contribuyen a definir los datos de los problemas planteados entonces, y que no plantearíamos nosotros, hoy, en los mismos términos. Dan, además, a las comparaciones entre un texto y el otro una precisión única que los vuelve convincentes. Estas comparaciones son lo esencial. Y, como el libro está dirigido a dos tipos de lectores, ya que propone, sin duda, para los helenistas, la aclaración del alcance de ciertas obras, pero también, y para un público más general, destaca el origen de ciertas doctrinas que conciernen a la filosofía política, nos pareció preferible aligerar, en la medida de lo posible, los comentarios alrededor de los textos. Para evitar dificultades a los lectores no helenistas, los textos citados están traducidos y las palabras griegas transcriptas, salvo en las notas. Asimismo, las discusiones técnicas fueron reducidas a lo indispensable. Pero, recíprocamente, las referencias a textos modernos que revelarían influencias o parentescos han sido, en general, sugeridas sin detenerse, pues se creyó que lo evidente de tales parentescos se impondría con mayor fuerza al inferirse por la lectura llana de los testimonios.
Dejamos pues que los textos hablaran por sí mismos. Nos limitamos a ordenarlos, mal o bien, según su orden cronológico. No obstante, justo es reconocer que ese propósito conlleva dificultades bastante graves.
Sin hablar de la incertidumbre en que estamos respecto de un buen número de fechas, es evidente que las imbricaciones debieron ser a menudo admitidas: la claridad de la exposición exigía a veces que un argumento fuese seguido hasta el fin de su desarrollo, y otras que la vecindad hiciese surgir mejor los parentescos intelectuales. La claridad de las líneas a veces exigió que, pese a los datos cronológicos, se ubicase tal argumento antes de tal otro, las justificaciones políticas antes que las filosóficas, Demóstenes antes que Platón. Estas derogaciones intencionales suelen estar compensadas por indicaciones de fecha.
Pero, más grave aún, este orden cronológico, suponiendo incluso que fuese más exacto de lo que es, puede ser, en alguna medida, engañoso e ilusorio, ya que no es más que el de las obras conservadas. Esto nos permite suponer que ciertas obras perdidas tendrían un sentido muy diferente del que les damos hoy y que muchas de ellas, de insertarse en nuestro trabajo, alterarían la línea de evolución diseñada aquí. Éste es un riesgo que se debe aceptar. Puede ocurrir también que las obras conservadas repitan meramente ideas anteriores, como es el caso, por ejemplo, de la tradición órfica, de la que sólo encontraremos aquí ecos accidentales, lo que nos puede llevar a minimizar su importancia. Ese riesgo, no obstante, es menos grave, ya que nada nos asegura que tales tradiciones antiguas hayan tenido exactamente el mismo sentido que les atribuyeron aquellos que recurrieron a ellas en función de problemas nuevos. En lo que concierne a los testimonios conservados, el retorno a una idea antigua no traduce menos una convicción que un descubrimiento inicial.
Contamos, pues, con la coherencia de los resultados obtenidos y con la cantidad de los textos usados para asegurar la verosimilitud del conjunto de la evolución bosquejada, sin perder de vista, empero, que ésta no puede ser sino global y aproximativa. Se espera también que esta línea de evolución, aunque incierta en sus contornos, traiga, al menos, al estudio de cada testimonio, una luz nueva y un enriquecimiento de su sentido por la comparación.
Se trata, por lo demás -y es ésta la principal justificación del método cronológico- de una crisis bastante limitada en el tiempo ya que solo duró dos siglos; los dos siglos más ricos en obras conocidas y vecinas entre sí.
Esta razón fue también útil para fijar un término a este estudio. La fijación del punto de partida no había sido difícil ya que la existencia de leyes escritas en Grecia no era tan antigua como para no permitirnos partir de los orígenes, al menos de los orígenes conocidos. Pero ciertamente se lo hubiera podido proseguir mucho más lejos en el tiempo, ya que la reflexión sobre la ley nunca cesó. Nada en ese dominio se concluyó o se estableció. Para algunos, Platón no es más que un comienzo; como lo es Aristóteles para otros. Pero con la independencia y el brillo de Atenas, se cerraba esta era de reflexión colectiva, dialogada y continua. Desaparece entonces todo lo que hacía del pensamiento griego un largo y apasionado intercambio. Cambia el tono; y aunque la investigación intelectual prosiga, podemos decir que la aventura intelectual se extingue. Les dejará a los siglos venideros su cosecha de descubrimientos y de problemas como un lenguaje del espíritu. El uso que fue hecho más tarde constituye otra historia.
Capítulo I
Descubrimiento de la ley
Puede parecer extraño hablar del nacimiento de las leyes como de un descubrimiento que se pueda situar, para cierto pueblo, en cierta fecha. Porque, a priori, ningún grupo de hombres puede subsistir si sus miembros no obedecen cierto número de reglas que rigen su comportamiento; y lo que sabemos de la Grecia antigua ilustra este principio. Pero es necesario conocer la naturaleza de esas reglas.
Pueden ser religiosas y en tal caso están ligadas a menudo a oráculos divinos y se transmiten por tradición sacerdotal. También pueden ser familiares. Así Emile Benveniste (en Le vocabulaire des institutions indo-européennes, p. 103) define la themis de la época homérica diciendo: “En la epopeya, se entiende por themis la prescripción que establece los derechos y deberes de todos bajo la autoridad del jefe del genos, ora en la vida cotidiana, dentro de la casa, ora en circunstancias excepcionales como la alianza, el casamiento o el combate”. Estas reglas pueden también valer para las relaciones entre las familias y de éstas con un soberano, y en tal caso tendrán ya un valor político. No obstante no son leyes. Puesto que no tienen más existencia que la de la aceptación tácita de los que las observan, no pretenden ser válidas para el conjunto de un Estado, ni conocidas por todos, ni soberanas por sí mismas.
Ahora bien, la Grecia antigua presenta la ventaja única de hacernos asistir a la transformación de ese tipo de reglas en leyes propiamente dichas: en los hechos y en el vocabulario vemos nacer una noción que dará vida, luego, a toda nuestra civilización occidental.
La época homérica, en efecto, no poseía leyes. Poseía solamente las reglas antedichas. El poder estaba en las manos de los reyes; la sociedad era feudal; la justicia se hacía en la familia o por debate y arbitraje. Y aunque esta situación evolucionó sin duda bastante desde la época micénica hasta el comienzo del siglo VIII (época probable de la vida de Homero), esta evolución no es comparable a los grandes cambios que se producirían durante los dos siglos siguientes.
A partir del comienzo del siglo VIII vemos que se organizan ciudades: la expansión colonial es testigo de ello. Desgraciadamente tenemos muy poca información sobre su nacimiento. Pero indiscutiblemente fue acompañada por una primera puesta en común de los usos y por un primer acuerdo sobre las funciones de cada uno. De esto Platón toma conciencia cuando evoca, con su manera ampliamente idealizada, en el libro III de las Leyes (681 b c), el modo con que los representantes examinan las costumbres de los diferentes grupos para discernir aquellas que debían conservarse en nombre del interés común.
Pero, sobre todo, sucede que en esas ciudades el régimen monárquico no tardó en desaparecer. Fue reemplazado por regímenes aristocráticos, y una verdadera vida política pudo así nacer. Esta puesta en común del poder llamaba naturalmente a la elaboración de reglas comunes que establecieran los derechos y las funciones de cada uno. La ley apareció, pues, cuando, bajo una forma u otra, los ciudadanos accedieron a la vida política.
Ahora bien, contemporáneamente, una invención capital iba a facilitar la elaboración de las normas comunes: esta invención es la de la escritura. A decir verdad, no se trataba exactamente de una invención: los griegos de la época micénica habían usado un silabario que leemos desde hace poco en las tablillas en que se ha conservado. Pero este silabario -dicho sea de paso, mal adaptado al griego- había desaparecido en el naufragio de la civilización micénica, al llegar las nuevas poblaciones. Luego fue reemplazado por un alfabeto derivado del fenicio, que los griegos modificaron para agregarle vocales, y que usan aún hoy. Los primeros testimonios conocidos del empleo de este alfabeto son de mediados del siglo VIII. Ahora bien, la escritura se transformaría rápidamente en un medio de emancipación política: por la escritura era fácil establecer, una vez por todas y a disposición de todos, las reglas que hasta entonces sólo representaban tradiciones inciertas sometidas, ya al secreto, ya al arbitrio de las interpretaciones. La ley política sólo podía tomar cuerpo el día en que se la pudiese consignar por escrito.
De nuevo Platón nos puede servir de testigo, pues en el libro III de las Leyes no deja de insistir sobre el papel jugado por la escritura. Al comienzo, dice, los hombres no tenían leyes; y explica: “En efecto, la escritura no existe aún en este período del ciclo: viven según las costumbres, y lo que se llaman las reglas tradicionales” (680 a). Y Eurípides, celebrando en las Suplicantes la democracia ateniense, es igualmente claro, ya que precisa, en el verso 432: “Una vez que las leyes están escritas, el débil y el rico gozan de igual derecho”.
De hecho, la libertad política, que da nacimiento a las ciudades y la difusión de la escritura, que permite dar a las reglas una existencia objetiva y común, rápidamente dio nacimiento a un completo trabajo de legislación. La tradición, en este punto, no es nada segura, y mucha leyenda se mezcla con mucha propaganda. Sin embargo Grecia conservaba el recuerdo de grandes “legisladores” que habían dado a célebres ciudades sus Constituciones. El más célebre es aquel del que sabemos menos, es decir, Licurgo, del que se decía que había dado sus leyes a Esparta, o al menos la gran “rhetra” de Esparta, ley constitutiva de la ciudad, parecería remontarse a mediados del siglo VIII. Otros legisladores cuya fama debía perdurar en Grecia fueron Zaleuco, el legislador de Lócrida, al que se ubica alrededor de 660, o Carondas, el legislador de Catania, hacia el 630. Se trataba, en Grecia, de un movimiento general. Y las ciudades que no poseían una persona capaz hacían venir a alguien de fuera para que les diera leyes: Tebas, por ejemplo, habría llamado al corintio Filolao. Con respecto a Atenas, la tradición da dos legisladores sucesivos: Dracón, noble ateniense de fines del siglo VII, y Solón, el más célebre, que vivió al comienzo del siglo VI y que abre para nosotros la época clásica, destinada a ser, en Atenas, la época democrática.
Ahora bien, con la aparición de la democracia en Atenas, la ley tomó el sentido que la volvería original en el pensamiento griego. Más que algunos principios generales fijados en nombre de una revelación divina, más que simples reglas prácticas que reglamentaran el castigo de ciertos crímenes, las leyes, en el régimen democrático, reglamentarían, con el consenso de todos, los diversos aspectos de la vida en común; y su autoridad sustituiría a toda soberanía de un individuo o de un grupo que serían sentidas, de ahí en más, como una ofensa.
La ley, opuesta a la arbitrariedad.
He ahí el fracaso relativo de Solón. Pues, luego de haber hecho, en su patria, de árbitro entre pobres y ricos, y de haber promulgado una serie de leyes grabadas en la madera, no tuvo el consuelo de decirse que al morir dejaba a Atenas en orden: un año antes de su muerte y a pesar de todos sus esfuerzos, Pisístrato se hacía del poder en Atenas y ésta, luego de otras muchas ciudades griegas, conocía la tiranía. Los atenienses no volverían a ser responsables de su propia vida política sino después de la caída de la tiranía y bajo un nuevo legislador, más claramente democrático que Solón: la Constitución establecida por Clístenes, que quebraría el cuadro de las castas familiares, detendría el poder de las grandes familias y, repartiendo al pueblo en tribus, instauraría la Constitución de debía regir a la Atenas clásica, con el consejo de los quinientos y la asamblea del pueblo. A partir de ese momento la ley, fundamento y emanación de la democracia, se vuelve ley política, se vuelve nomos.
Es lo que confirma el examen del vocabulario. Pues la palabra nomos, que designa la ley en griego, sólo fue aplicada al dominio político a partir de esa época.
Al comienzo, naturalmente, no existía palabra alguna para designar una cosa cuya existencia nadie siquiera presentía. La palabra nomos ya existía y, aunque no se la encuentra en Homero, su existencia es comprobable luego (con Hesíodo, Arquíloco, Teognis, Alceo, etc...). Pero entre sus muchos significados no está el significado político: se aplica al canto o a la música, o bien designa un rito religioso, una costumbre o un principio moral. Está obviamente ligada a la raíz nemo que quiere decir “compartir’’ (aunque la relación semántica con nemo sea a veces imprecisa) y designa, de hecho, todo tipo de regla en todo tipo de campo.
Y, además, cuando se empezaron a redactar las leyes, no fue nomos la palabra que se usó. La ley constitutiva de Esparta se llamó rhetra, palabra ligada al verbo que significa “decir”. ¿Se trataba de una “palabra dada” (como en la Odisea, XIV, 393, en donde la palabra designa un pacto), o de una palabra sagrada? Esto no importa demasiado, ya que este empleo no se comprueba en otra parte. En Atenas el primer nombre dado a las leyes era thesmos, palabra ligada al verbo que significa asentar, instituir. Y el paso de thesmos a nomos es de los más reveladores.
De hecho, se emplea thesmos (que encontramos ya en Homero) para las leyes de Dracón. Y Solón llama thesmoi a sus propias leyes. En el famoso fragmento 24, cuando declara con orgullo: “He redactado leyes iguales para el bueno y para el malo” (vv. 18-20), emplea la palabra thesmoi. Cabe preguntarse si no emplea una vez nomos en el mismo poema, cuando dice en los versos 15-16: “Esto yo lo he cumplido por la fuerza de la ley, uniendo la obligación y la justicia”. El papiro del texto de Aristóteles (donde cita ese texto) dice, efectivamente kratei nomou; pero los manuscritos de Plutarco y de Elio Arístides dicen kratei homou, comprendiéndose: “Esto yo lo he realizado por mi autoridad, uniendo la obligación y la justicia”. Los editores y los comentaristas dudan. Pero nos basta reconocer que, incluso si la palabra fuera nomou, el sentido no sería aun propiamente político: no haría más que evocar, bajo una forma moral y abstracta, la idea pura de una regla, de un orden introducido en la vida humana.
Solón no emplea, pues, nomos en el sentido de ley de una ciudad. Y si define el orden que hace reinar como eunomia, no parece que esa palabra pueda ligarse a nomos. En cambio, después, sus leyes recibirán el nombre de nomoi que ya tienen con Heródoto.
¿De cuándo data su primer empleo y cuál es su primera atestación? Es divertido de buscar pero difícil de afirmar. Se encuentran empleos en los que la palabra podría designar leyes pero más probablemente señale tradiciones de uso en este o aquel país (Arquíloco, fr. 230 Budé) o aun modos de vida (Teognis, 290). incluso reglas de principio (ídem, 54). Luego, hacia comienzos del siglo v, los ejemplos inciertos se multiplican. En la segunda Pytica de Píndaro (86), escrita hacia 475, la palabra nomos designa una forma de Constitución (monárquica, democrática, aristocrática). En la primera (62), escrita en 470, se puede uno preguntar si se trata de leyes, en el sentido preciso de la palabra o de una orden de hecho traducida en los usos. El sentido de legislación en general se atestigua ya en dos bellos fragmentos de Heráclito: uno que dice que todos los nomai humanos sacan su fuerza de un nomos divino (fr. 114), la otra que dice que los ciudadanos deben pelear por su nonios igual que por sus murallas (fr. 44). Estos ejemplos, todavía inciertos, son todos exteriores a Atenas, como lo son las tres inscripciones señaladas por Ostwald, pp. 43-47, y que emplean nomos para designar leyes entre 465 y 455. En cambio, hay varios ejemplos de Esquilo que, sin ser decisivos (ya que la realidad que describe excluye la idea de ley escrita), evocan claramente la costumbre del nomos escrito en el mundo en que vive el autor. El que Ostwald considera como la primera atestación segura de nomos en el sentido político está tomado de las Suplicantes, que él fecha, con bastante verosimilitud, en 464-463. Se trata del pasaje que dice, en los versos 387-391: “Si los hijos de Egipto tienen poder sobre ti, en nombre de la ley de tu país, al declararse tus parientes más cercanos, ¿quién podrá oponérseles?”. Puede que se trate de costumbre, pero el texto sugiere el hábito de textos precisos. Asimismo, el clima jurídico da valor a los dos pasajes de las Euménides donde Esquilo escribe, en 458, que “la ley” le prohíbe hablar al asesino antes de ser purificado (448) o que un hombre es “según la ley” el suplicante del anfitrión de Apolo (576). Naturalmente, se trata de usos religiosos, pero el debate imita a los debates jurídicos de entonces; y el hecho de que los ejemplos se van haciendo más y más frecuentes" muestra que la costumbre de referirse al nomos está, en esa época, sólidamente arraigada.
Podemos, pues, fecharlo con certeza a fines del siglo VI o comienzos del V. Y el hecho de que thesmos desaparezca repentinamente en la misma época" autoriza a pensar que la repentina moda del nomos está ligada al advenimiento de la democracia. Es evidente que esta moda empieza en un momento dado entre Pisístrato y Pericles. Estamos tentados de pensar que está relacionada con las reformas de Clístenes. Esta hipótesis, presentada por varios eruditos, acaba de ser defendida con brillantez en un libro reciente de Ostwald, Nomos and the beginnings of Athenian democracy. Para él la palabra nomos y la palabra isonomia fueron traídas a la vida política por Clístenes en 507-506.
Y no salieron más de ella; y es notable constatar que ese cambio de vocabulario se traduce con brillo en los términos que designan a algunos magistrados. Había habido en Atenas, a partir de mediados del siglo VII, el colegio de los seis “temostetas”, encargados de transcribir los thesmia y de conservarlos para el juicio de los diferendos. Este colegio subsistió y Aristóteles describe su rol en el siglo IV. Sin embargo, cuando a fines del siglo v los moderados tuvieron el poder en Atenas y decidieron proceder a una revisión de las leyes, crearon un colegio nuevo, el de los “nomotetas”: el contraste refleja la renovación del vocabulario que está, en esa época, totalmente incorporado a las costumbres.
Puede que la diferencia de valor de las dos palabras dé cuenta de ese cambio. Para Ostwald, el thesmos implicaría que la ley está instituida por un legislador colocado por encima de los otros y aparte: se pasaría de thesmos a nomos en el momento en que se rechazaría la idea de leyes impuestas desde fuera.
En todo caso está fuera de dudas que este cambio corresponda al deseo de marcar la entrada a una era nueva, más moderna y más positiva. Y no es imprudente suponer que el triunfo de la joven democracia ateniense sobre la invasión persa contribuyó a afirmar el nuevo vocabulario y las nuevas ideas. De hecho los griegos, fuesen más o menos liberales, y aunque sus Constituciones fuesen oligárquicas o democráticas, estaban unidos en la oposición al despotismo bárbaro. Tanto es así que, a su odio de la tiranía, se agregó una oposición de cultura, a la que, hasta entonces, no habían sido especialmente sensibles.
La ley -y más precisamente la ley escrita- se volvió entonces el símbolo mismo de esta doble oposición: encarnó para los griegos la lucha contra la tiranía y a favor del ideal democrático, pero también la lucha contra los bárbaros y el ideal de una vida civilizada.
Estas dos oposiciones se traducen juntas en un célebre pasaje de Heródoto.
Ya antes de Heródoto, en Los persas de Esquilo, tragedia representada unos ocho años apenas después de Salamina, la oposición entre la libertad griega y la servidumbre persa era patente; y refiriéndose a los atenienses, el corifeo asombraba a la esposa de Darío, respondiéndole a su pregunta: “¿Y qué jefe sirve de cabeza y amo al ejército?”, con la orgullosa fórmula: “Ellos no son esclavos ni súbditos de nadie” (241-242). Pero Esquilo no habla todavía de ley. Heródoto, por el contrario, retoma la misma oposición en su Historia y le da por clave la noción de ley: en el libro VII Darío se asombra (igual que su esposa en Los persas) pensando que los griegos (en este caso los espartanos y no los atenienses) pueden arriesgarse contra él “si son todos igualmente libres y no sometidos al mando de uno solo”; y, precisando su pensamiento, observa: “Si estuvieran, al modo nuestro, sometidos al mando de uno solo, podrían, por temor a ese amo, mostrarse más valientes de lo que naturalmente son y, hostigados por los latigazos, marchar, aun siendo menos, contra enemigos superiores en número. Al estar libres de actuar, no sabrían hacer ni una cosa ni otra”. Ante este asombro del bárbaro, Demarato responde por la ley: “Aunque son libres, no son totalmente libres. Tienen un amo, la ley, que temen aun más de lo que te temen tus vasallos. Hacen todo lo que ese amo les manda”. La ley es, a la vez, el complemento de la libertad y su garante; y esta combinación caracteriza a Grecia.
Los textos posteriores no suelen alcanzar tal firmeza; se limitan, en general, a afirmar el rechazo al absolutismo. Pero se constata que, llegado el caso, saben recordar que la ley debe ser considerada como el atributo de Grecia. Así. Eurípides, cuando Jasón desarrolla sus argumentos de hábil sofista para probar que no le debe nada a Medea, le hace analizar las ventajas que encontró al seguirlo: “Primero la tierra griega, en vez del país bárbaro, se volvió tu residencia; has aprendido la justicia y sabes vivir según la ley y no sometido a la fuerza...”. Igualmente, en Orestes, cuando Menelao niega haberse vuelto bárbaro al vivir con los bárbaros y recuerda que es una característica griega la de honrar a los de su raza, el viejo Tíndaro le responde orgullosamente (487): “¡Y la de no querer estar por encima de las leyes!”.
Sea como fuere, invocando a la ley como lo contrario de la tiranía, es obvio que los textos suponían, al mismo tiempo, la oposición a los tiranos bárbaros; sin embargo lo contrario es frecuente.
El joven Zeus del Prometeo es un tirano. Aunque se trata de un dios, las críticas formuladas contra él oponen su arbitrariedad a la idea de las leyes fijas y conocidas: “Sé que es duro y que tiene el derecho a su discreción’’ (187), “en nombre de las leyes nuevas, Zeus ejerce un poder sin regla’’ (149-150). En resumen, reina “erigiendo en leyes sus caprichos’’ (403-404).
Si la idea de leyes escritas no puede formularse aquí con toda su fuerza, por el contrario, el teatro de Eurípides no se prohíbe las alusiones a la política contemporánea.
En su tragedia de las Suplicantes, escrita poco después del 424, Eurípides opone al ateniense Teseo un heraldo de Tebas. Y Teseo se jacta de que la tiranía sea desconocida en su patria: “Desde tu primera palabra, estás errado, extranjero, al buscar aquí a un tirano. Nuestra ciudad no está en poder de un solo hombre. Ella es libre. Su pueblo la gobierna...” (403-405). El heraldo responde entonces criticando severamente la democracia, régimen en el que, según él, reinan a la vez la intriga y la ignorancia. Estamos ante un debate formal, en donde los méritos de los dos regímenes son puestos a la luz. Ahora bien, ¿qué critica Teseo de la tiranía? ¿Qué encuentra para exaltar la democracia? La ley y, más exactamente, la ley escrita: “Nada para el Estado es más peligroso que un tirano. Primeramente, con él, las leyes no son comunes para todos: gobierna un solo hombre que detenta la ley en sus propias manos, y ya no hay igualdad. Por el contrario, cuando las leyes están escritas, el débil y el rico gozan de igual derecho...” (429 y ss.). La crítica de la tiranía y el elogio de la democracia continúan durante unos veinticinco versos que agrupan una serie de argumentos, que otros textos preparaban. Pero como punto de partida, en principio, Eurípides ha colocado la ley de manera característica: la palabra nomos se repite en tres versos consecutivos. Y el régimen que se opone a la tiranía se define, al comienzo de la oración y al comienzo del verso, por esta condición esencial: “Una vez escritas las leyes...”. Antes de la igualdad, antes de la libertad, en el principio de una y de otra, se encuentra la ley.
Y Sófocles, aunque no use tanto como Eurípides la alusión política, le hace también decir a su Teseo que Atenas es la ciudad en donde nada se hace “sin la ley” (Edipo en Colona, 914).
Podríamos agregar otros ejemplos más o menos precisos. El siglo IV no carece de ellos. Algunos muy hermosos en la Midina de Démostenes, como ese pasaje en el que recuerda (188): “¿No es acaso gracias a las leyes que tenéis una parte igual a los otros?...”. Hay algunos perentorios de Esquino que proclama en el Contra Timarco, 4, y que repite en el Contra Ctesifonte, 6: “He aquí, en efecto, lo que siempre se oye decir: hay en el mundo tres modos de gobierno: la monarquía, la oligarquía y la democracia. Las dos primeras formas están regidas por el capricho de los jefes; los Estados democráticos son regidos, por el contrario, por las leyes establecidas”. En el primero de esos dos discursos, prosigue diciendo: “Sabéis también que son las leyes las que garantizan la seguridad de los ciudadanos de un Estado democrático y de su Constitución, en tanto las monarquías y los jefes de una oligarquía encuentran su salvación en la desconfianza y en los guardaespaldas...”. Y, poco después, declara: “Nosotros, cuya Constitución está fundada en la igualdad y el derecho” (5: la constitución es ennomon).
Ciertamente, todos los autores del siglo IV no vieron las cosas tan simplemente. Si la ley, para los demócratas, caracterizaba su régimen por oposición a los otros, y para algunos, los griegos por oposición a los bárbaros, caracterizaba también, para algunos otros, a los hombres con relación a los animales.
Sin embargo, en su principio mismo, nunca dejó de estar marcada por las condiciones de su nacimiento. Incluso Platón, que siempre fue duro para con la democracia ateniense y para con la igualdad que implicaban sus leyes, debía, empero, hallar, cuando pensaba en la tiranía, fórmulas coherentes con las del Teseo de las Suplicantes. Esto se ve en las cartas VII y VIII. En esta última, en 354 b c, Licurgo ha transformado la tiranía en un reino destinado a perpetuarse: “Pues era la ley la que mandaba como rey de los hombres, y no los hombres que se volvían los tiranos de las leyes”. En la carta VII, en 334 c, advierte solemnemente: “Que la Sicilia no esté sometida a déspotas, no más que cualquier otra ciudad -es por lo menos mi opinión- sino a las leyes”.
Del Demarato de Heródoto al Platón de la carta VII, pasando por el Teseo de Eurípides, la tradición es la misma. Ella implica un sentido agudo de esta ley común que los ciudadanos habían sabido darse y de la cual esperaban, a la vez, el buen orden y la libertad.
Para ellos, ya en ese entonces, la libertad se definía como la obediencia a las leyes.
Este aspecto laico y democrático de la ley, que correspondía a las condiciones de su descubrimiento y se traducía en la elección del vocabulario, no impedía, sin embargo, que surgieran dificultades. Se había apartado toda palabra que sugiriera una decisión impuesta, una orden dada por unos a otros; pero la palabra adoptada y cuyos empleos, como ya dijimos, eran muy variados, se prestaba, por ese mismo hecho, a asociaciones igualmente diversas que implicaban una ambigüedad latente y posibles divergencias.
Nomos concilia, en efecto, el ideal abstracto del buen orden con las costumbres simples observadas en la práctica.
Hay un nomos divino, que ordena la parte de cada uno en el orden del universo; es en virtud de ese nomos que, según Hesíodo, mientras que los animales se devoran entre sí, los hombres, por el contrario, han recibido el don de la justicia y son recompensados si saben someterse a ella. Los hombres se glorificarán si hacen reinar en sus ciudades el orden y la regla que presiden al conjunto del universo. Por eso Teognis habla con desprecio de “los que antaño (como, en la Odisea, el Cíclope)21 no conocían ni derecho ni leyes” (54). La “ley” representa así un ideal de civilización; ella es la regla por antonomasia, el principio de orden; y los hombres se la dan a sí mismos como Zeus la da al mundo.
Pero, en el otro extremo del campo semántico, evoca únicamente la manera como las cosas se hacen en la práctica, por efecto de la costumbre. Esto explica que se hable primero de nomos allí donde las tradiciones están más establecidas, es decir, en el dominio de los ritos religiosos. Hesíodo habla del nomos divino, mas habla también de sacrificios que se ofrecen “según los ritos” (Teogonia, 417), y este sentido se conservará a lo largo de todo el helenismo. Se hablará también de maneras de hacer, de costumbres que pueden ser criticables y que, en todo caso, varían de un pueblo a otro: el nomos, en este caso, es tan poco respetable, tan poco justificado, tan poco normativo, como era respetable, justificado y normativo en el primer caso.
La ley política, el nomos cuyo significado nos ocupará aquí, se sitúa, pues, en el encuentro de estas dos nociones. Consiste en el nombre de un ideal de orden, en precisar de una vez por todas las tradiciones y los usos a los cuales los miembros de un grupo dado pretenden someterse. Su valor normativo se funda en la costumbre y se encuentra confirmado por ella.
La palabra nomos encerraba pues, en sí misma, una tensión entre esos dos valores -normativo y positivo- de donde, como veremos más adelante, iban a nacer muchos problemas. Pero traducía también, por ello mismo, una aspiración por reconocer un orden humano y dar valor absoluto a las conductas cotidianas, que será el orgullo de los griegos a lo largo de toda su historia y, en alguna medida, llegará palpitante hasta nosotros.
Índice
Prefacio 9
Capítulo 1
Descubrimiento de la ley 13
Capítulo II
Límites de la ley: leyes escritas y no escritas 25
- Las leyes no escritas 26
- Las leyes comunes 34
- a) Leyes comunes de los griegos 34
- b) Los “patria” 37
- Leyes no escritas y ley natural 38
Capítulo III
Premisas de un problema 41
- Ley y costumbre 41
- La relatividad de los nomoi 45
Capítulo IV
La crítica de los sofistas 55
Capítulo V
La crisis moral 71
Capítulo VI
La defensa de Sócrates: el contrato social 83
Capítulo VII
La justificación política: las leyes democráticas 99
Capítulo VIII
La justificación filosófica: ley y razón en el siglo IV 111
- La ley y el orden de la naturaleza 113
- La ley y el desorden de la naturaleza 115
- Ley y razón 122
Capítulo IX
Ley y justicia en Platón 127
- Las insuficiencias de la ley 129
- La soberanía de las leyes 137
Capítulo X
De la estabilidad de las leyes 143
- Las leyes atenienses 143
- Leyes y decretos 146
- Estabilidad o progreso 149
Capítulo XI
La educación por las leyes 159
- La ley y las costumbres 160
- El legislador y su misión 167
Conclusión 175
Bibliografía 177