2025 Jun 15 Corte sin toga. Eduardo Caccia.
Umbral entre lo personal y lo institucional, la toga es límite, no capricho; evoca neutralidad y desvinculación de lo mundano.
En política, los gestos rara vez son inocentes. Cuando se toca un símbolo, se toca una raíz. Los senadores de Morena han puesto en el radar de modificaciones una propuesta para que los nuevos ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación no usen toga, vestimenta tradicional cuya ordenanza fue impuesta por decreto presidencial desde 1941. ¿Qué implicaciones tiene esto para la justicia en México?
La cultura es un sistema de significados compartidos. Uno de ellos, el ejercicio del poder. Toda autoridad requiere de símbolos; son los contenedores de significado que permiten desarrollar una narrativa determinada, mediante la cual se fundamenta el ejercicio del poder. Una forma de forjar cultura es mediante la consolidación (léase apropiación) de símbolos. Esto es tan cierto para los grupos prehistóricos como para la moda contemporánea. Adoptar o rechazar símbolos es una manera de construir identidad, transmitir significados y encauzar conductas.
Por contagio cultural, hemos aprendido de la televisión y el cine norteamericano que los jueces usan toga. Que cuando entran a la Corte, el público se levanta en señal de respeto al “honorable”; que se sientan en un estrado intencionalmente más elevado que el piso de la sala, pues representan un encargo superior: encaman la ley, que está por arriba de todos. De ahí que los edificios de la Corte tengan varios escalones ascendentes desde la calle. Nosotros, los ciudadanos, estamos bajo el imperio de la ley. De ahí también que su indumentaria, la toga, marque una importante distinción: es una investidura, se usa sobre su vestimenta habitual. Toda esta narrativa fortalece al Poder Judicial. No hay elitismo, hay distinción de funciones.
Quienes argumentan que se termina el uso de la toga como una forma de erradicar el elitismo y la lejanía, en realidad pretenden detonar los símbolos de una era para imponer los propios, de la misma forma que se canceló la construcción del aeropuerto en Texcoco para construir uno en Santa Lucía. Esta destrucción simbólica tiene más de golpe político que de estrategia funcional. Y es cuestionable en un contexto donde la sociedad tiene a la ley como un símbolo negociable y corruptible.
Destruir símbolos, suplantarlos o llenarlos de nuevos significados es parte de una conquista política y cultural. Los franciscanos que llegaron de la península ibérica supieron aprovechar el culto a Tonantzin de los pobladores locales, para eventualmente sustituirlo por el culto guadalupano y consolidar una transformación cultural profunda. Fue en el mismo cerro donde se veneraba a la deidad prehispánica donde una nueva narrativa finca su origen y presencia. Y no sólo eso, se trata de la Virgen morena” en una tierra donde la civilización convertida y adoctrinada tiene ese tono de piel.
Desde la civilización romana la toga representaba neutralidad, sobriedad, desvinculación del poder mundano. No viste una persona, viste una función. Vestir con los trajes originarios podría representar lo contrario. No se trata entonces de ornamentos sino de lenguaje. Uno que hace que un valor abstracto, como la justicia, tenga formas visibles y comprensibles. La toga, como la túnica de un sacerdote o el uniforme de un médico o un soldado, invoca respeto, distancia y misión. Donde se eliminan los símbolos, o se sustituyen por otros difusos, crece la incertidumbre. Y donde no hay forma, todo puede volverse capricho.
Aunque sin símbolos la justicia corre el riesgo de convertirse en simulacro (y en México, en muy buena medida ya lo es) importa más que se cumpla la función a la vestimenta. Si los nuevos ministros van a dignificar y ejercer la justicia para cubrir el enorme déficit que en esa materia tenemos en México, bienvenida su nueva indumentaria. El problema no es el cambio simbólico ver se. sino hacerlo sin propuesta o con desprecio por lo anterior, y sin independencia de los otros poderes. El fondo es más importante que la forma, pero no hay fondo que dure sin forma que lo sostenga.
Montesquieu lo sabía: la separación de poderes no es solo una arquitectura legal, es también una puesta en escena. Quitarle su toga al juez es borrar el límite entre el Estado y el individuo. Un límite necesario. La toga no hace a la ministra o al ministro, pero les recuerda quiénes deben ser.
Tomado de: Reforma